Hoy día es difícil imaginar un mundo sin teléfonos móviles e internet, pero no siempre han estado ahí; su uso, de una
forma generalizada, tal como los conocemos ahora, debió comenzar en España en
torno a los inicios de la década de 1990.
Desde entonces, cuando una pareja tiene
una relación, resulta muy sencillo mantener un contacto diario, aunque sea
virtual; pero cuando Jero y Juan eran jóvenes, aún faltaban más de 20 años para
que el teléfono móvil fuera un artículo de uso cotidiano y las formas de
comunicarse eran más “artesanas”, el contacto tenía que ser directo y los
encuentros no eran diarios; de hecho, muchos novios solo se veían una vez a la semana
(los domingos).
En aquella época, mediados del siglo pasado, en España, especialmente en el medio rural, la sociedad era muy cerrada; con unas costumbres anacrónicas, el modelo de vida existente estaba marcado por el patriarcado en las familias, el machismo y la religión. Con una educación sexista, eran tiempos de “a las diez en casa” para ellas, el ambiente familiar era muy estricto para los hijos, lo que condicionaba que estos procuraban independizarse de los padres lo antes posible.
Esperar a la chica, para verla, cuando iba a
la fuente. con el cántaro a por agua, en su día debió ser bastante romántico, pero
ya no era posible en la época moza de Juan y Jero; entonces ya había agua
corriente a las casas y eso había quedado para el recuerdo.
Además de las barreras “físicas” para poder iniciar una relación, había que añadir lo fundamental: que a uno le aceptara la chica -siempre era él quien tomaba la iniciativa-; de hecho, en los inicios de la relación de Jero con Pepa, éste no es que se hubiera llevado alguna calabaza, creo que se ganó una cosecha entera, pero el chico era guapo, simpático, tenía verdadero interés por ella y, tras ¡varios meses! de lucha -evidentemente, no fue un amor a primera vista- al fin logró que la chica acabara interesándose por él, ¡sólo como amigos y sin derecho a nada! –Por lo que podemos ver, aunque Cupido alcanzó con sus flechas a Pepa, éstas no fueron directas al corazón…como mucho, la alcanzaron en un pie-
Como en una pequeña comunidad rural no existen los secretos, todo el mundo sabía que Jero y Pepa “hablaban” (por si alguien no lo sabe, entonces, aparte de hablar, poco más se hacía), pero, para no enfadar a los padres, ellos intentaban disimularlo y, como salir a pasear solos era muy comprometido, se buscaron una carabina cada uno (carabina : persona, que acompañaba a las parejas de novios para evitar que hicieran cosas consideradas no decorosas (besos, abrazos, etc), Jero echó mano del amigo Juan, y Pepa de su amiga Clara; los cuatro, formando pandilla, salían juntos, y, además, para intentar confundir al paisanaje, siempre muy pendiente de estas cosas, hicieron correr el rumor de que quienes formaban las parejas eran Pepa y Juan, y Jero y Clara.
Aunque “oficialmente” era Juan quien “tonteaba” con Pepa, la gente intuía que allí había gato encerrado, especialmente Severo, el padre de ella que, como no tenía el espíritu tranquilo, preguntaba repetidamente a Pepa sobre el asunto, a ver si se delataba; pero ella eludía las preguntas respondiendo que no tenía novio alguno y que la dejara tranquila; hasta que un día, el padre habló mal de Jero y de su familia y la hija se enfadó con él defendiendo vivamente al chico, algo que irritó mucho al progenitor.
Eran tiempos en que los padres hablaban y
los hijos escuchaban, pero allí se rompió la norma; hablaron los dos y bastante
alto -creo que hasta los vecinos llegaron
a escucharles- la trifulca fue de alto nivel, hubo palabras mayores y ella
le dijo que pensaba salir con quien le diera la gana y que él era un auténtico
tirano. La consecuencia de aquella batalla dialéctica fue que el tirano…el
padre…” el dueño del castillo”, decidió encerrar a la princesa en “el torreón”,
como en los cuentos; en pocas palabras, prohibió a Pepa salir de casa hasta
nueva orden.
Hoy día, esa acción, aparte de que la hija no
hubiera hecho caso alguno al padre, podría ser motivo de denuncia por
secuestro, pero entonces la autoridad paterna era casi sagrada y Pepa se vio
sometida a un arresto domiciliario impuesto por Severo, que intentaba así
torpedear la relación de la hija con el hijo del enemigo.
Una de las costumbres que antiguamente realizaban los jóvenes, la noche de San Juan, era rondar a las chicas cantando canciones ante su ventana y, aunque en la época de la que estamos hablando, era una tradición ya desaparecida, Jero pensó que rondar a Pepa podía ser una buena idea: aliviaría el encierro de ésta y además serviría para fastidiar un poco a su severo padre.
Se colocaron ante la ventana |
Obviamente, aquello no estaba improvisado; Juan
se había encargado de recopilar una bonita canción de ronda, tradicional del
pueblo, preguntando a una de sus abuelas; por ello, a su pesar, automáticamente
quedó nombrado “especialista en rondas”.
Les había enseñado a los compañeros la
canción que iban a cantar, y, además, acordaron que, ya que se habían puesto a
ello, iban a hacerlo bien. Cada uno cantaría una estrofa y, cada vez que
llegara el estribillo, éste lo cantarían todos.
Ese era el plan de trabajo establecido en el que
Juan, al ser “el experto”, comenzaría la faena.
Cantó la primera estrofa y, cuando llegó al
estribillo, los demás rondadores fueron incapaces de acompañarle; no es que tuvieran miedo escénico, sino que les había entrado la risa;
incluso el enamorado y promotor del acto, Jero, estaba carcajeándose al ver al
amigo cantando ante la ventana. Esto hizo que Juan se cogiese un enfado tremendo.
Su abuelo, que era muy filosófico, le había
dicho alguna una vez que “uno debe pelear por cosas que merezcan la pena y que no debe perder energía en cosas inútiles”, y reconoció que andaba sobrado de razón. Se había implicado demasiado y
estaba gastando mucha energía en un asunto que sólo le afectaba muy
indirectamente.
No deseaba
ir a
ronda alguna y, finalmente, había aceptado para hacerle un favor al amigo; había
hecho el trabajo de campo aprendiendo de su abuela la canción de ronda; se la
había enseñado a los demás; habían acordado que cantarían todos y, a la hora de la verdad, además de no cantar dejándole tirado, allí estaban muertos de risa. No
sabía si las risas eran debidas al acto en sí de la ronda, que les parecía muy jocoso, a que no les convencía “su
profesionalidad” como cantante, o a ambas cosas.
A todo ello, había que añadir el agravante de que su voz era la única que había
“roto el silencio de la noche”, algo que ya no tenía enmienda y ahora los
vecinos, y hasta Severo, podían pensar que él era el auténtico enamorado.
Muy cabreado,
sin tan siquiera despedirse
de los compañeros, comenzó a caminar calle abajo con intención de alejarse de allí
y olvidar lo sucedido lo antes posible. Había decidido que los problemas amorosos
de Jero y Pepa habían dejado de importarle.
Entretanto, la puerta de la casa se abrió y los compañeros, olvidando las risas, echaron a correr calle abajo y le adelantaron; curiosamente, el que más corría en la huida era Jero, el organizador del evento; en cambio, Juan, que iba absorto en lo que acababa de pasar, ni se inmutó al verlos pasar, como había decidido que aquello ya no iba con él...
Siguió a su ritmo, caminando por la calle, sin
mirar para atrás, y, cuando quiso darse cuenta tenía ante sí a Severo; éste, que
había salido de la casa, y no precisamente para felicitar a los rondadores, le
había adelantado y estaba plantado ante él.
Muy enfadado y a la vez extrañado de que uno
de aquellos gamberros no hubiera huido como los demás, se dirigió a Juan en
estos términos:
- Es la noche de San Juan. Por eso hemos
venido a rondar. Usted de joven, supongo que también lo haría.
Severo,
que esperaba encontrar a un muchacho asustado y dispuesto a disculparse, se sorprendió tanto por la tranquilidad que mostraba, como por la respuesta.
- ¡Sí!, yo cuando era joven rondaba a las mozas la noche de San Juan, ¿y qué?, pero entonces eran otros tiempos, lo hacíamos a horas mucho más tempranas y no molestábamos a nadie.
¿Y a quien querías rondar?, si puede saberse.
Continuó preguntando Severo.
-
¡Pues a Pepa! Respondió Juan -cómo iba a negarlo-.
-
¿Entonces a ti te gusta mi hija o qué? Siguió interrogando, Severo, con cara muy
seria.
- ¡Mire!, Jero es muy buena gente, y Pepa también…los dos son muy majos. Si usted se lleva mal con el padre del él…allá ustedes. Creo que lo que debería hacer es dejar en paz a su hija.
Severo, al escuchar estas palabras, se exasperó aún más ¡Un muchacho de 20 años dándole consejos!
-
¡Eso mismo me pregunto yo! respondió el Juan. Pero no se preocupe; a partir
de ahora, si pintaba poco le aseguro voy pintar menos todavía.
Severo, si oyó a Juan hizo como si no lo hubiera hecho y siguió hablando:
-
Antes
de irte, quiero que sepas una cosa. Esta tarde, ha llegado, de vacaciones al
pueblo, el hermano de mi mujer…el fraile, y está en nuestra casa ¿sabes qué
habitación le hemos dado para dormir? La
de la ventana que acabáis de rondar. Llegó cansado, se ha acostado pronto y le
habéis despertado. Eso es lo único que habéis conseguido. Es a él a quién
habéis rondado, dijo mientras se alejaba de Juan, con intención de volver a su casa.
Del mismo modo que “todo corpus tiene su octava”, aquella ronda, no iba a quedar así.
Al día siguiente, las vecinas de Pepa hicieron llegar a oídos de los padres de Juan varias opiniones. A una mujer mayor le había parecido muy bonita la ronda; seguramente le había traído recuerdos agradables de cuando era joven y la rondaban a ella; a otra –esta era más joven, claro- le había parecido un acto de gamberrismo y es que, en lo concerniente a la música tradicional, yo no eran buenos tiempos para la lírica. Además, aquella tarde, se presentó en casa de Juan el afectado por la ronda, la víctima inocente, el pobre fraile que había sido despertado la noche anterior por estar en la habitación equivocada, el día equivocado.
Al contrario que Severo, era una persona muy
amigable, se llevaba bien con todo el mundo y los veranos, cuando iba al pueblo
de vacaciones, visitaba, prácticamente, a todo el paisanaje en sus casas, para
saludarles; aquella tarde, “casualmente”, había decidido ir a la suya.
Tras saludar a la madre de Juan, que fue
quien le recibió, preguntó por él y cuando salió a saludarlo, resignado a
escuchar otra reprimenda, – a estas
alturas del día, todo el pueblo sabía que el rondado había sido el fraile
- y se disponía a pedirle disculpas,
el fraile no lo consintió. Comentó que le había hecho mucha gracia y que el
hecho de haber sido rondado era una anécdota más para contar.
Este religioso era un auténtico ciudadano
del mundo. Había sido misionero en África, era profesor, había
escrito varios libros y su vida se desenvolvía en esferas superiores, muy
alejadas del modo de vida de los pueblos; esto no quitaba para que fuera un
enamorado del pueblo, de sus gentes y de sus costumbres.
Obviamente, tomó partido por Pepa; él era una persona "normal" y entendía que toda individuo adulto es libre de elegir a su pareja, así que habló seriamente con el cuñado y la primera consecuencia de ello fue que “la princesa” pudo abandonar su encierro. Concertó una reunión entre Severo y el padre de Jero, ejerciendo de mediador, y consiguió que, aunque el asunto no acabara con un abrazo fraternal, al menos se dieran la mano y prometieran que “oficialmente”, dejaban de ser enemigos.
Además, Severo dejó de inmiscuirse en los asuntos amorosos de Pepa, pudiendo ella y Jero ser novios formales, a la vista de todos; pero, al contrario de lo que sucede en los cuentos infantiles, no comieron perdices ni hubo un final feliz. Los novios, cuando dejaron de tener problemas ajenos a ellos, se centraron en los propios, se conocieron mejor y acabaron dejándolo.
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Todo parecido
entre lo que se narra y la realidad, no es pura coincidencia.
Saludos,
ResponderEliminar-Manolo-
Hola Manolo. Ya tenemos el verano climático entre nosotros. Siempre que llega esta época recuerdo los tiempos en que la gente segaba manualmente y trillaba con los animales. Menos mal que solo son recuerdos, porque segar con este calor...
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