martes, 23 de junio de 2020

La magia de los árboles

   Dendolatría, es una palabra formada con la unión de dos palabras griegas: dendron (árbol) y latría (adoración), que es empleada para denominar la veneración que sentían nuestros antepasados hacia los árboles y los espíritus que habitan los bosques; el hecho de que los hombres adorasen a los árboles, hoy día, puede parecernos algo sumamente extraño y propio de la Prehistoria, pero lo cierto es que ha sido una constante en todas las culturas que fueron sucediéndose a lo largo del tiempo en Occidente y no es necesario tener que remontarse al Paleolítico para encontrar pueblos que realizaban esta practicas pues hace “tan solo” unos 2500 años, centuria arriba, centuria abajo, aún era un hecho habitual entre las civilizaciones que vivían por estos lares. 
   Todos los antiguos pueblos europeos, tanto los germánicos del norte, los eslavos  del sureste, los iberos y los celtas, en la Península Ibérica, e incluso los griegos y romanos -estos últimos a pesar de ser muy cultos y estar bien surtidos de dioses- todos ellos practicaban el culto a los árboles.

   Linneo, en el siglo XVIII, clasificó los elementos de la naturaleza en tres grandes reinos: animal, vegetal y mineral; esta clasificación tuvo tan buena fortuna que ha sido empleada por los científicos de todo el mundo hasta épocas relativamente recientes y en la misma los seres vivos aparecen diferenciados en dos grandes reinos: el animal y el vegetal, que están muy relacionados.
   Nosotros los humanos pertenecemos al primero de estos, somos animales -unos más que otros eso sí- y, desde el principio de los tiempos, nuestra existencia siempre ha estado ligada al reino vegetal. Sin los vegetales nosotros no podríamos vivir porque dependemos de ellos; en cambio, los árboles y el resto de las plantas pueden vivir perfectamente sin nosotros pues ellos son autosuficientes. 
   Se alimentan -elaboran su propia materia orgánica- a partir de la materia inorgánica y el agua que absorben del suelo a través de sus raíces, y de la luz del sol que absorben a través de las hojas. Una vez que las plantas han hecho su trabajo y están bien desarrolladas, llegamos nosotros y nos las comemos; raíces, tallos, hojas, frutos…todo ello, dependiendo de la variedad vegetal que tengamos a mano en cada momento, forma parte de nuestra dieta. 
   Además de servirnos los vegetales, directamente, como sustento, también constituyen el alimento de los animales herbívoros, y como estos al final también acaban en nuestro plato, podemos afirmar, sin ningún genero de dudas, que nuestra fuente de alimento, de una u otra forma, siempre acaban siendo las plantas.

   Una vez tuve una conversación sobre este asunto con un dietista, yo afirmaba que cuando comemos jamón, indirectamente, lo que estamos ingiriendo son productos vegetales muy procesados ya que, en cierta forma, se trata de una dieta vegetal muy elaborada donde el cerdo solo es un ente intermedio entre las bellotas y nosotros. 
   A mi interlocutor, que no parecían convencerle mucho mis argumentos, me respondió hablando de grasas saturadas e insaturadas, lo dañinas que podían ser las primeras y lo abundantes que eran en la carne del cerdo. 
   El caso es que el muy ladino, a pesar de sus afirmaciones sobre lo mala y dañina que era la carne del cerdo, fue el que más metió la mano en el plato de jamón que teníamos en aquel momento ante nosotros. 

   Los vegetales, además de servirnos como alimento, fabrican el oxígeno que respiramos; luego, si consideramos que los humanos para poder vivir necesitamos comer y respirar, y eso lo podemos hacer gracias a las plantas, hay que reconocer que nuestros antepasados tenían sobradas razones para adorar no sólo a los árboles, también a las lechugas, a las patatas, tomates, manzanas, las cerezas…a todos los vegetales en general. 
  Como los humanos dependemos enteramente de los árboles y resto de vegetales para mantener nuestra existencia, si los valoráramos simplemente desde un punto de vista pragmático, este sería motivo más que suficiente para justificar la veneración que sentían nuestros antepasados hacia los árboles, pero en aquellas épocas la cuestión no iba por ahí. 
   Los primeros pobladores, antes del desarrollo de la agricultura en el Neolítico, eran cazadores y recolectores de frutos silvestres y comían lo que la naturaleza les ofrecía -creo que entonces no había gordos sobre la faz de la Tierra- y la preocupación fundamental de los humanos, en aquellos tiempos, consistía en obtener el sustento diario. Esto circunscribiéndonos al plano físico. En el plano mental, debieron tener pocos problemas, estoy convencido de que la depresiones, ansiedades y fobias, unos males propios de gente bien alimentada, eran desconocidos para ellos. 
   En cambio, en el plano espiritual, estaban un poco despistados, debieron tener muchas inquietudes y temores ante el desconocimiento de la mayoría de los fenómenos naturales que ocurrían a su alrededor y consideraban que todo era mágico o sagrado; de ahí la caterva de dioses que llegaron a tener: el sol, la luna, la lluvia, ríos, montañas, fuentes, dioses de la guerra, de la fertilidad, animales -lo verracos de piedra, tan comunes entre los vacceos y vetones, pueblos celtas que vivieron en nuestro territorio, podrían ser una manifestación de ello- y muchos más aún. Dentro de esta larga lista de divinidades también estaban los árboles. 

   La dendolatría, posiblemente fue una de las formas más primitivas de religión siendo practicada en la Península Ibérica tanto por los celtas como por los iberos. Intentar encontrar documentos que muestren cómo eran los rituales que practicaban nuestros antepasados, o que hagan referencia a la sacralidad de los bosques es una tarea imposible. Entonces, no había teléfonos móviles para tomar imágenes de todo lo que pasaba, como se hace ahora, y tampoco pueden ayudarnos los archivos ya sean parroquiales, provinciales, nacionales o de cualquier otro tipo, algo comprensible si consideramos que estamos hablando de una “época bárbara” de nuestra historia en la que no había cronistas en los pueblos que pudieran escribir sobre ello.

   Cuando los griegos y romanos llegaron Hispania, entre ellos había gente culta muy leída como Tito Livio, Plinio El Viejo o Herodoto, y estos, aunque escribieron fundamentalmente sobre hechos militares, también dejaron plasmadas, en sus escritos, las costumbres de los pueblos que ocupaban el territorio antes de su llegada. Gracias a ellos sabemos algo de los dioses vernáculos. Los hallazgos arqueológicos también han podido orientarnos algo en este sentido, pero sin duda alguna, quien más información nos ha ofrecido, sobre las antiguas prácticas “paganas” de nuestros antepasados, es la Iglesia Católica que en sus primeros tiempos estaba empeñada en que la población olvidara sus formas de religión anterior y adoptara el Cristianismo.     

   Este empeño se hizo especialmente patente a partir del siglo III, cuando el Cristianismo se instauró como la religión oficial del Imperio Romano. Nuestros antepasados, que hasta entonces habían vivido “tan a gustito” conviviendo con sus múltiples dioses y diosas, vieron como de la noche a la mañana, comenzaron a ser perseguidos por sus creencias ya que la nueva religión había proclamado la existencia de un único Dios y, consecuentemente, como era único y además el verdadero, no se admitía competencia alguna y no podía haber más dioses; por ello, la adoración de las múltiples divinidades de la naturaleza fue tachada de idolatría convirtiéndose en una constante la destrucción y profanación de los lugares y bosques sagrados, que a menudo eran quemados -Como podemos ver, los incendios forestales intencionados en España, que todos los veranos asolan nuestros montes, es algo que viene de lejos-

   A aquella gente, al principio no debía molarle mucho el cristianismo y durante muchos años aún siguieron apegados a sus antiguos dioses, debido a esta circunstancia en los primeros concilios cristianos, entre los asuntos a tratar en el orden del día, siempre había un apartado  en el que se decía que había que “perseguir y castigar a los adoradores de los ídolos, de las piedras, árboles, fuentes, ríos y demás divinidades”. 

  A pesar del gran empeño puesto por los primeros patriarcas cristianos para erradicar todo vestigio de los cultos paganos anteriores, muchas de estas arcaicas costumbres perduraron en el tiempo y, con frecuencia, la Iglesia, al ver que estas tradiciones estaban demasiado arraigadas y comprobar que no lograban suprimirlas optó por asumirlas como propias cristianizándolas, gracias  a ello aún podemos encontrar vestigios de la veneración que sentían nuestros ancestros hacia los árboles, como es el caso de "Los mayos".  

   En muchos pueblos de España, especialmente en el norte y centro peninsulares, se realiza el ritual de los “mayos”, una celebración que tiene lugar, generalmente, durante el mes de mayo, cuando la primavera está en pleno esplendor, los árboles de hoja caduca ya tienen sus copas pletóricas de hojas, y los campos aparecen alfombrados de flores como diría el poeta. 

   “Un mayo”, es el tronco de un árbol alto y recto al que, una vez cortado, se le quitan las ramas laterales y la corteza dejando el tronco lo más liso posible; en ocasiones, se deja un pequeño penacho de ramas en la parte alta del tronco que además muchas veces es adornado con cintas. Este árbol, así preparado, recibe el nombre de “mayo” y es pingado (plantado) en la plaza del lugar, o bien delante de la iglesia, un claro signo de la cristianización del evento.
    Recibe el nombre de “mayo”, porque en la mayoría de los sitios donde se practica (o practicaba) este ritual, es plantado en el pueblo la noche del 30 de abril permaneciendo allí durante todo el mes de mayo. 
  
   Los entendidos en estas cosas, casi todos ellos, están de acuerdo en que esta tradición tiene su origen en la veneración que sentían los primitivos pobladores hacia los árboles y justifican el ritual relacionándolo con lo sobrenatural. Era una forma de llevar la fuerza de la primavera, el dios forestal más vigoroso -el árbol más alto-, al poblado para que protegiera a sus habitantes. 
   El hecho de que este acto se realice sobre todo durante el mes de mayo, ha hecho que algunos lo relacionen con la fiesta celta de Beltane, que tenía lugar el primer día de mayo, o con Flora una divinidad de la mitología romana, que es la diosa de las flores y la primavera, aunque parece más creíble la teoría que asocia el origen de los “mayos” con los antiguos dendólatras ya que, aunque en la mayoría de los lugares “los mayos” son colocados durante el mes homónimo y, de hecho, reciben tal nombre por dicha circunstancia, en muchos sitios este ritual no solo se realiza en esta época,
El Mayo de Villasbuenas
como ocurre en Villasbuenas, el único lugar de nuestra comarca donde aún conservan esta costumbre.
   En este pueblo, es la víspera de San Juan, durante la noche mágica, cuando los mozos del lugar, al caer la tarde, todos los años, en la placita que hay delante de la iglesia, colocan un “mayo” al que habría que cambiar el nombre y llamarle “Árbol de San Juan” ya que, al fin y al cabo, es en esta fecha cuando, aunando fuerza y habilidad, pingan el mayo en el lugar de costumbre, donde va a permanecer hasta septiembre, que es cuando lo quitan. 
   Como podemos ver, en esta fecha, aunque esté recién estrenada la estación, ya no es primavera sino verano, en el campo ya apenas queda flor alguna y el suelo está alfombrado de un pasto tan seco que difícilmente puede ya inspirar a poeta alguno por muy vocacional que este sea. 
   Yo, un año, fui a Villasbuenas la noche de San Juan para ver cómo  plantaban “el mayo” y tuve la inmensa suerte de hablar con Flora, aunque no era la diosa romana de la primavera sino alguien más real: era la tía Flora, una mujer majísima que me contó cómo eran las tradiciones de su pueblo.