jueves, 18 de noviembre de 2021

Cosas de la caza

 


   Actualmente, en España, a los curas podemos considerarlos un bien escaso, las vocaciones viven sus horas más bajas y los seminarios diocesanos están casi vacíos; esto, ha dado lugar a que, tanto en las ciudades, como en el medio rural, sea bastante común que un sacerdote esté al cargo de varias parroquias.

   Este es un fenómeno relativamente nuevo, ya que tiempos atrás había muchos seminaristas, un buen número de ellos terminaban su formación religiosa y acababan siendo sacerdotes. Los obispos, a veces, incluso tenían dificultades para “colocar” a sus subordinados en las distintas parroquias, pues todas estaban ocupadas por el correspondiente titular, pudiendo permitirse el lujo de  nombrar coadjutores, sacerdotes que ayudaban al párroco titular en sus funciones, en los pueblos con mayor población, e incluso “exportar” sacerdotes a ejercer su labor pastoral a otras diócesis o países más necesitados de religiosos, que nosotros.

  En todas las profesiones existe un estereotipo de cómo debe ser el profesional que se dedica a una determinada actividad, pero siempre hay algunos personajes que escapan a esos cánones preestablecidos y los curas no son ajenos a ello. 

   Últimamente, asistimos al caso de un obispo que tiene una novia y se quiere casar con ella –hablo del antiguo obispo de Solsona (Lérida) y no de otro-  que ha estado recientemente de actualidad en la prensa, la radio y la televisión;  pero no siempre se trata de casos tan extremos, hay algunos curas que, debido a determinadas aficiones o actividades, llaman la atención del vecindario como ocurría en nuestra comarca con el cura de los saltos de Saucelle y Aldeadavila. Este hombre, tenía la particularidad de ser gran aficionado a los coches. Mientras que los compañeros de los pueblos vecinos tenían automóviles bastante modestos y procuraban que les durasen todo posible, como el resto de la gente, él siempre circulaba en unos vehículos  estupendos y cambiaba frecuentemente de modelo, causando gran envidia entre los compañeros y resto del paisanaje.

   A su favor, hay que decir que viajaba continuamente entre los dos saltos, por carreteras muy difíciles, varios días a la semana, y hacía muy bien en tener el mejor automóvil posible para sus desplazamientos.

   La gente comentaba, en broma, que poseía un segundo coche, un “Seat Seiscientos” que lo reservaba para las ocasiones en que tenía que ir al obispado, con el fin de pasar desapercibido y evitar que “su jefe” se enterara de que “el cura de los saltos” era quien tenía el que mejor automóvil de toda la diócesis.

  Bueno, otro de los curas que se salía un poco del "prototipo", tenía la particularidad de ser muy cazador. Con una afición desmedida para la caza, para él el año se dividía en dos épocas: Veda abierta (hábil para cazar), y Veda cerrada, de modo que, cuando llegaba esta última, contaba los días que faltaban para que se abriera el siguiente período hábil para cazar

   Comentaban los feligreses que en aquel pueblo había dos tipos de misa. En los  períodos inhábiles para cazar, las homilías duraban habitualmente de 30 a 45 minutos, ya que el cura las oficiaba sin prisa; subía al púlpito para dirigir la palabra a los feligreses y les soltaba unos sermones 

Durante la veda subía al púlpito


tremendos, hablándoles de lo divino, de lo humano y de más cosas; en cambio, cuando se levantaba la veda, como tenía que ir a cazar, las misas eran más breves; entonces, ni siquiera subía al púlpito dirigiéndoles unas breves palabras a los parroquianos desde el altar, a pie de suelo; estas misas sólo duraban entre 15 y 20 minutos, cosa que encantaba a la grey ya que, como el período de la caza menor suele coincidir con la temporada invernal y las iglesias entonces siempre estaban muy frías, la brevedad de las homilías era un valor muy apreciado por el vecindario.

    Nuestro cura, habitualmente, salía a cazar con otros compañeros; pero los días festivos, a pesar de que la envidia es uno de los Pecados Capitales, confesaba sentirla a veces hacia el resto de la cuadrilla debido a que, mientras que los demás podían madrugar y al amanecer ya estaban recorriendo el campo a la búsqueda de liebres, perdices y conejos, él, como tenía que cumplir con sus obligaciones pastorales, debía quedarse en el pueblo para celebrar la misa dominical; de modo que, aunque abreviara todo lo posible la misma, hasta cerca del mediodía  no podía incorporarse a su afición.

   Uno domingo de otoño, en plena era temporada hábil para la caza, este hombre, tras decir la misa, breve como era habitual en esta época del año, nada más acabar la homilía se dirigió a su casa, cambio el “atrezzo” de sacerdote por el de cazador, recogió al perro que tenía, así como la escopeta, y a toda prisa salió al campo para aprovechar la tarde, ya que a estas alturas del año anochece pronto, con la esperanza de cruzarse con alguna buena pieza que llevar al morral. 

  Él tenía su propio código ético en lo referente a los animales que cazaba y, aunque muy ecológico no es que fuera, ya que al fin y al cabo mataba todo lo que podía, era bastante acorde con su condición de religioso. El destino de las presas cazadas era el siguiente: cada vez que volvía de una jornada de caza, sólo conservaba una de las piezas abatidas. El ama que tenía, que era una gran cocinera, la preparaba, y entre los dos, tan ricamente, se la jalaban, En cuanto al resto, unas veces las regalaba a la gente no cazadora y otras se las vendía al carnicero del pueblo, a bajo precio, empleando el dinero que obtenía  en comprar velas para la iglesia. Él decía que los animales eran obra del Creador y por ello no podía obtener ganancia alguna con la venta de las piezas cazadas.

   El caso es que aquel día la cosa iba rematadamente mal, llevaba más de dos horas caminando campo a través; el perro, aunque rastreaba continuamente el terreno, no levantaba pieza alguna, y llegó a la conclusión de que por el paraje que había elegido aquel día, ya debían haber pasado previamente otros cazadores, por lo que los animales  que no habían caído bajo los disparos, habían huido hacia otros lados más seguros.

   Llamó al perro, se sentó en una peña a descansar, sacó el bocadillo que le había preparado el ama, y se puso a comer tras el infructuoso recorrido que había hecho hasta entonces, a la par que reflexionaba sobre cómo iba desarrollándose la cacería. 

   Aunque era un día con cielos claros, el sol de otoño, a estas alturas del año, calienta poco; además, corría en aquellos momentos un vientecillo fresco del norte, un cierzo que no resultaba agradable, pero la gruesa zamarra que llevaba le protegía debidamente y estaba a gusto allí, descansando en mitad del campo, tras la larga caminata; si a ello sumamos que el paisaje era bonito y que pasear es una actividad magnífica, podríamos pensar que eso era suficiente motivo para estar satisfecho, pero sus pensamientos no iban en esa dirección precisamente. Él había salido a cazar, no a hacer senderismo, y de momento no había pasado de hacer esta  segunda actividad. 

  Un auténtico cazador, si sale con la escopeta y el perro al campo, no es para pasear, es para experimentar la emoción de la caza; es para ver cómo salen ante él, ya sea corriendo o volando, a toda prisa, conejos, liebres, perdices...; es para empuñar la escopeta, apuntar con rapidez, calcular la velocidad y la trayectoria de las presas, y disparar. Son unos instantes de emoción, difíciles de explicar, que no los cambia por nada en el mundo. Y no digamos cuando acierta y el perro le acerca la presa  abatida. Él había salido al campo a sentir todo eso y hasta ese momento sólo sentía decepción. 

  Ante las malas expectativas que tenía el asunto -más de dos horas de camino, sin haber podido realizar ningún disparo- estaba muy insatisfecho y, pensando... pensando, de pronto le vino la inspiración (dudo mucho que le llegara por parte del Espíritu Santo en forma de paloma, ya que, con las ganas que tenía de cazar algo, estoy seguro que le hubiera disparado) y tuvo una idea que le permitiría evitar tener que volver a casa de vacío. Aprovechando que estaba solo y nadie le veía, decidió hacer uso de su condición de religioso, con enchufe directo con el cielo, para solicitar la intercesión de alguna divinidad con el fin de que ésta le echara una mano con la caza.

   Estaba próximo el día de la Inmaculada Concepción y, como tenía en la iglesia una imagen de esa virgen, decidió dirigirse a ella; así que juntó las manos, dirigió su mirada al cielo y, con mucha fe, exclamó:

-          ¡Oh Señora! Haz que salga algo de caza. Si mato una perdiz se la llevo a Nano, el carnicero, y con el dinero que me dé por ella te compro una vela. Si cazo dos, las repartimos.

  No sé si la Virgen, realmente, tuvo que ver algo en ello, o todo fue fruto del azar, pero el caso es que, cuando nuestro cura cazador reanudó su recorrido y apenas había avanzado cien metros, el perro olfateó algo, echó a correr, ladrando fuertemente, entre unas escobas y el cura pudo ver cómo dos perdices levantaban el vuelo desde el suelo, con gran celeridad, al sentir el perro tan cercano.

El cazador, muy excitado, cogió rápidamente la escopeta superpuesta que tenía, con capacidad para dos disparos, y apuntó raudo a los dos pájaros que intentaban alejarse del lugar.  El primer disparo resultó infructuoso, no acertó a ninguna de las aves; en cambio, con el segundo sí tuvo éxito y consiguió abatir a una perdiz.

     A ver el resultado del lance, el cura exclamó:

-          - Hay que ver lo aprisa que vuela la perdiz de la Virgen.

jueves, 21 de octubre de 2021

El tío Contrapunto

 

    Un filósofo, es aquella persona que se dedica profesionalmente a la filosofía; esta afirmación, aunque es correcta, no se ajusta totalmente a la realidad ya que el término es más amplio y hay que hacerlo extensivo, además, a toda persona aficionada a filosofar, independientemente de que se dedique, profesionalmente o no, esta actividad.

   Filósofos famosos, a lo largo de la historia, ha habido muchos y hacer una selección de quiénes fueron los más influyentes no es una tarea fácil; si pidiésemos a dos expertos en el tema, que elaborasen por separado una relación de los pensadores más importantes que ha habido a lo largo del tiempo, ambas listas no iban a ser iguales pues cada una de ellas iba a depender del gusto de cada uno; pero quien, con total seguridad, no iba a aparecer en una lista de estas características sería el “Tío Contrapunto”, un paisano del pueblo; él no se reconocía, ni mucho menos, como filósofo, a pesar de que las circunstancias le habían llevado a tomarse la vida con filosofía.

   “Yo soy yo y mi circunstancia”, es una conocida frase de Ortega y Gasset, un filósofo español del siglo XX, que viene “que ni pintada” para entender lo que es “tomarse la vida con filosofía”; esta frase refleja perfectamente cómo vivimos las personas, enfrentándonos, día a día,  a todo tipo de situaciones, tanto favorables como desfavorables, especialmente a estas últimas; donde la paciencia y el buen humor juegan un importante papel para sobrellevar nuestra existencia, sin que el desánimo prenda en nosotros  

   Una persona que ha aprendido a tomarse la vida con filosofía, es aquella que, a la hora de enfrentarse a determinados actos o hechos, aún en las condiciones más hostiles, sabe abordarlos estoicamente, con una actitud positiva, consiguiendo así que todo ello -la circunstancia- repercuta lo menos posible en su estado de ánimo -en el yo-, algo que el “tío Contrapunto”, tras largos años de entrenamiento, había logrado a la perfección. 

    A Sócrates, un filósofo griego del siglo V a. de C, un día le preguntó un joven ateniense si era bueno casarse, y el le respondió de este modo:

 - ¡Cásate! Si te va bien en el matrimonio, serás feliz…y si no, te harás filósofo.

  ¡Quién iba a decirle a Torcuato, conocido por todos en el pueblo como el Tío Contrapunto, veinticinco siglos más tarde, que Sócrates tenía razón y no precisamente por lo feliz que era en su matrimonio!

  Se había casado a los 22 años, una edad normal para la época –entonces la mayoría de la gente lo hacía entre los 18 y los 25 -, con su novia de siempre, una chica guapa y agradable, de su misma edad, después de tres años de noviazgo; entonces, estos, generalmente, eran prolongados para que los contendientes -perdón, los pretendientes-  pudieran conocerse bien.

   Como curiosidad, resaltar que en un pueblo de la comarca hubo una pareja que mantuvo el noviazgo durante más de 50 años, cada uno viviendo en su casa, -no como ahora-, y, aunque con frecuencia hacían amagos de casarse señalando posibles fechas, siempre muy lejanas, fiándolo para largo, creo que nunca llegaron a encontrar el momento de hacerlo.

   Uno de los motivos por el que los noviazgos fueran tan prolongados, era para que las parejas se conociesen bien antes de tomar la decisión de unirse en matrimonio, algo sumamente importante ya que entonces no existía el divorcio en España –este no llegó hasta 1981-  y quienes se casaban lo hacían “para siempre”.

     Torcuato y Casilda, su mujer, al principio fueron felices o al menos quiero suponer que sí, pero a medida que pasaba el tiempo la relación fue deteriorándose progresivamente hasta unos extremos inimaginables.

    Un matrimonio, no es una unidad, es la suma de dos individualidades, marido y mujer, o compañero y compañera, si no hay matrimonio por medio; ambos, tanto física como espiritualmente, a medida que pasa el tiempo, crecen y maduran, siendo lo ideal que lo hagan paralelamente…en la misma dirección, de tal modo que ese amor inicial, ciego y apasionado, con el tiempo va, paulatinamente, transformándose en un tipo de amor más maduro y sosegado donde ambos componentes de la pareja continúan haciendo su itinerario espiritual juntos; aunque a veces la relación se deteriora, desaparece el amor, y estos caminos paralelos pasan a ser divergentes, cuando no opuestos, llegando a preguntarse los dos componentes de la pareja cómo es posible qué sigan conviviendo con una persona a la que ya no quieren. 

  Llegados a este punto, en la actualidad, la solución es fácil: se separa la pareja y cada uno inicia una nueva vida por su lado, pero esto aún no era posible en los tiempos de Torcuato y resulta que, al cabo de los años, la situación a la que había llegado el matrimonio era que Torcuato y  Casilda ya no se querían y el desapego era mutuo; pero, como no podían separarse, ni civil ni eclesiásticamente, seguían conviviendo bajo el mismo techo haciendo una vida de pareja donde los desencuentros eran continuados.

   No consta que hubiera violencia física entre ellos en ningún momento, ni que uno tuviera subyugada la voluntad del otro; habían llegado a un punto de tolerancia mutua bastante equilibrado, pero existía bastante ensañamiento psicológico de uno hacia el otro, una actividad en la que ambos se empleaban a fondo.

   El marido insistía en que el grado de encono que ella empleaba hacia él era excesivo, y tenía la seguridad de que Casilda hasta entrenaba para aprender adjetivos despectivos, con el fin de dedicárselos cuanto tenía ocasión; en cambio, ella vivía con el convencimiento de que Torcuato, a quien le gustaba mucho la lectura, leía solamente para averiguar nuevas palabras con las que ofenderla de una forma más culta.

   Evidentemente, una relación entre dos personas que no se llevan bien y que tienen que vivir “forzosamente” en la misma casa, debe ser sumamente complicada.

   La consecuencia de todo ello es que, tanto Torcuato como Casilda, necesitaban tomarse la vida con mucha… mucha… mucha filosofía.

   Largos años de convivencia, en esta situación, dieron lugar a anécdotas de todo tipo y calibre, estando el chantaje emocional, entre ambos cónyuges, a la orden del día.

  Cuentan que ella, a veces, cuando buscaba a Torcuato y no sabía adonde ido, preguntaba a las vecinas:

         -- ¿Habéis visto al indeseable de mi marido?

Otras veces, los adjetivos empleados eran: golfo, granuja, “el tonto este”, etc. 

    Él, a su vez, cuando preguntaba a las vecinas por su mujer, su frase favorita era que si sabían dónde había ido “la Trotaconventos”, una prueba evidente de que había leído el Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita.

  Un día, sonaban las campanas de la iglesia y Torcuato preguntó a un vecino que si sabía el motivo, ya que no era día festivo -Él, nunca iba a misa porque decía que fue allí, el día de la boda, donde habían empezado todos sus males- Cuando el vecino le contestó que “tocaban a casar” porque había una boda, respondió.

    - ¡Qué pena! A ver si hay suerte y algún día tocan a descasar para que pueda ir yo.

   Una tarde de verano, tras una de sus discusiones habituales, creo que ya reñían por todo - si la puerta de la calle debía estar cerrada, abierta o medio abierta y cosas así, era motivo suficiente para ello-, ella, muy enfadada, le dijo al marido que no aguantaba más y se iba a tirar a un pozo. Ante tal amenaza, él, “visiblemente afectado”, le indicó que se llevara una toalla para poder secarse, cuando saliera del mismo. Casilda, al ver el poco efecto que su arrebato había causado en Torcuato, no llegó ni a asomarse al brocal del mismo.

   En otra ocasión, una noche antes de acostarse, fue él quien amenazó a Casilda diciéndole que al día siguiente, no quiso precisar la hora, quien iba a tirarse al pozo sería él - por cierto, seguían acostándose juntos. No sé si se limitaban sólo a dormir o si, de vez en cuando, hacían un armisticio y se entretenían en otras actividades- el caso es que al amanecer, Casilda, al despertarse,  vio que el marido ya no estaba en el lecho. Como no lo veía por ninguna parte y los vecinos tampoco sabían nada de él, ante la duda de que hubiese cumplido su amenaza, fue a denunciar el hecho a la Guardia Civil. 

   Los guardias estuvieron recorriendo las huertas -entonces había muchas- buscando en todos los pozos, sin resultado alguno. A mediodía, un paisano que había ido a Salamanca a media mañana,  conocedor de la desaparición de Torcuato, llamó por teléfono a la guardia Civil del pueblo para dar aviso de que le había visto vivo y en perfecto estado de salud. Lejos de cumplir la amenaza de tirarse al pozo, había cogido el coche de línea que pasaba por el pueblo, muy temprano, para ir a la ciudad y había sido visto por el paisano en un conocido bar capitalino, dando claras muestras de que tenía mucha más afinidad por el vino y las tapas de los bares, que por el agua de los pozos.

   Otro día ocurrió... y otro……, y otro……La cantidad de anécdotas que rodearon la vida de este peculiar matrimonio son incontables, pero lo cierto es que continuaron conviviendo juntos hasta el final de sus días, “hasta que la muerte los separó”, cumpliendo literalmente las palabras rituales que dice el cura en las bodas de los matrimonios católicos.

   Conocemos como contrapunto, al contraste entre dos cosas opuestas, donde la definición de una lleva implícita la referencia de la contraria; así, el día es el contrapunto de la noche, del bien lo es el mal, de la belleza la fealdad, de la salud la enfermedad, de la alegría la tristeza… 

   La explicación de por qué Torcuato era conocido en el pueblo como “El Tío Contrapunto”, tuvo su origen en una conversación que mantuvo con uno de sus “psicoterapeutas”. 
    Actualmente, cuando alguien desea ir al psicoterapeuta, pide una cita y asiste a la consulta de este/a, pero en los tiempos de Torcuato, la cosa era más simple. Entonces, uno, generalmente, hacía psicoterapia todos los días, sin ser consciente de ello, aunque la “consulta” en estos casos era el bar. Allí, a diario, sobre todo los hombres, coincidían con los amigos y, como tenían mucha confianza entre ellos, delante de una copa de vino, se contaban sus penas -supongo que también sus alegrías- 
Ante una copa de vino


   Fue en una de estas sesiones de "psicoterapia de taberna", a las que asistía Torcuato a diario, cuando le confesó a uno de los amigos: 
    - A veces me preguntan por qué Casilda y yo nos llevamos tan mal, y eso tiene una fácil explicación: ella y yo somos el contrapunto uno del otro. 

 Nota 
    Recientemente, tuve una conversación con un abogado que lleva más de veinte años en la profesión y decía que el índice de separaciones, desde sus inicios profesionales, a la actualidad, no había dejado de crecer. Además, opinaba que el 50% de las parejas, que se casan hoy día, van a terminar separándose. ¿Excesivo? No me atrevo a opinar al respecto.

    Antes de que existiera el divorcio en España , la situación que vivieron Torcuato y Casilda era bastante común en los matrimonios. Obviamente, no hay estadísticas de la cantidad de gente que, aun deseándolo, no podía separarse porque la ley no contemplaba ese supuesto y tenían que sobrellevarlo como podían,  por ello, aún desconociendo la cantidad de afectados, ahora sí opino, seguro que fue excesiva.

martes, 21 de septiembre de 2021

Los Borregos

 

      En España tenemos varios tipos de fiestas, celebramos las fiestas nacionales, comunes a todas las regiones de España, como Semana Santa, Navidad o  los Santos; están las fiestas autonómicas, donde cada región española, intentando parecer diferente a las demás, acaba haciendo lo mismo que el resto: hacer una fiesta (la nuestra es el 23 de abril), y, por último, están las fiestas locales, propias de cada pueblo o lugar, que se celebran, casi siempre, en honor del correspondiente patrón/a.

   En nuestra comarca, estas últimas, se suceden a lo largo de todo el año. La más temprana de todas, ya en enero, es San Sebastián (Vilvestre), a continuación, empezamos el mes de febrero con San Blas (Corporario); en abril encontramos a San Jorge (Olmedo de Camaces) y a San Marcos (Cerezal); iniciamos el mes de mayo con San Felipe (Barrueco) y la Santa Cruz, ( Masueco y San Felices de los Gallegos) y, cuando llega junio llegan las festividades de San Antonio (El Milano), y San Juan ( Villasbuenas e Hinojosa).

   En verano, es cuando asistimos a la mayor concentración de festejos. En julio está San Cristobal (Guadramiro); los primeros días de agosto, en Cerralbo, festejan Nuestra Señora de los Ángeles, y, después llegan San Lorenzo (Saucelle y La Zarza), la Virgen del Socorro (Vitigudino), San Roque (Villarino), San Bartolomé (Aldeadávila), para continuar en septiembre con las correspondientes vírgenes del 8 de septiembre, y los cristos del 14, así como la virgen del Rosario, ya en octubre, que es el día elegido en muchos lugares para celebrar la Fiesta de las Madrinas.

  La lista es mucho más amplia, pero voy a dejarlo aquí.

  Aunque el origen, y motivo fundamental de estas fiestas, es conmemorar al santo, virgen o cristo correspondiente, con los oportunos actos litúrgicos, paralelamente a estos tienen lugar las celebraciones “civiles” en las que destacan, de forma notoria, los toros en todas sus formas: encierros, capeas, novilladas, corridas… pues nuestra comarca siempre ha sido muy taurina.

  Podemos asistir a espectáculos taurinos de todo tipo. Si alguien desea disfrutar de una  corrida de toros, en toda regla, puede ir a Vitigudino donde es posible ver primeras figuras del toreo, venidas a menos eso sí, pero que aún conservan toda su esencia; también podemos asistir a encierros matutinos que, aunque no son famosos como los de Pamplona, si cabe, son más divertidos que estos (los más afamados y concurridos son los de Aldeadávila, Villarino y Lumbrales - ¡ojo!, digo los más afamados, no los únicos-); y, por último, podemos asistir a novilladas y capeas que se celebran en muchos de nuestros pueblos

   Últimamente, la celebración de estas fiestas ha experimentado algunos cambios que, en algunos casos, pueden resultar incluso pintorescos; como celebrar a San Sebastián o San Marcos en agosto, o San Felipe, este año, en septiembre, que chocan un poco con la tradición.

   Las fiestas religiosas que, según la Iglesia, son inamovibles; justificada o injustificadamente, han dejado de serlo (No sé qué pensarán los santos afectados, desde “el cielo”, por haberles cambiado la fecha de su fiesta y si eso afecta a sus currículums o qué, pero hay que ser realistas y vivir con los tiempos. Supongo que ellos lo entenderán; al fin y al cabo “son buena gente”, pues para eso son santos).

  Cuando oímos el nombre de Ovidio, generalmente, lo relacionamos con el poeta romano de ese mismo nombre que, en los comienzos de nuestra era, escribió obras tan conocidas como Las Metamorfosis, y El Arte de Amar; pero, para la gente de su pueblo, Ovidio no era otro que el hijo de Casto, el carnicero.

   Actualmente, existe una normativa europea que regula todas las fases de producción de la carne; comienza en las propias fincas donde pastan los animales, vigilando la sanidad de estos;  se extiende hasta la fase final del procesado y venta de la carne, y abarca todas fases y aspectos relacionados con la producción, como el bienestar animal –el bienestar del carnicero creo que no lo menciona- ,  la higiene, transporte, funcionamiento de los mataderos, distribución de los productos, venta al público…

   Una de las consecuencias que trajo consigo esta reglamentación, fue que desapareciera en los pueblos la figura del carnicero tradicional, un profesional que antes se ocupaba de realizar todas las etapas del proceso como es la compra de la materia prima (los animales), así como de su sacrificio y posterior venta, sin que mediara intermediario alguno en todo ello.

  Casto, era uno de estos carniceros tradicionales, estoy hablando de comienzos de la segunda mitad del siglo pasado, cuando aún no había comenzado a aplicarse la normativa actual; su padre, también carnicero, le había enseñado el oficio, y él, que tenía un único hijo, Ovidio, intentaba enseñárselo a éste para que pudiera dedicarse también a ello y así ganarse la vida.

 El negocio iba bien y el funcionamiento de la empresa era el siguiente: Casto era el “Jefe del Departamento de Compras” ya que era quien seleccionaba y compraba los animales, una labor que compaginaba con la “Jefatura de Producción”, pues también era el encargado de sacrificar los animales y procesar la carne ( la verdad  es que era jefe, operario y capataz a la vez, ya que no tenía empleados), mientras que su mujer, Otilia, era la “Jefa de Ventas” y “Administradora General de la empresa”, ya que se encargaba de vender los productos en la carnicería y llevar la contabilidad.

  En cuanto al hijo, Ovidio, alguien podría pensar que le correspondería ser subjefe de algo, en el escalafón, pero eso aún estaba por llegar ya que, aunque ayudaba al padre y a la madre, de buen grado, en sus correspondientes menesteres, no se implicaba demasiado en el aprendizaje del oficio.

   A los padres, lógicamente, les preocupaba mucho el futuro del hijo; en cambio, las preocupaciones   de éste iban por otro camino, y se dedicaba a estas últimas con gran entusiasmo. Su filosofía de la vida consistía en vivir el presente, sin preocuparle en absoluto el futuro, de modo que su principal actividad, a la que se dedicaba en cuerpo y alma, no era otra que divertirse al máximo y no se perdía ninguna de las fiestas que tenían lugar en los pueblos de la comarca.

    (Aunque a los jóvenes de hoy la actitud de Ovidio puede parecerles muy normal, ya que muchos de ellos se incorporan al mercado laboral muy tarde y siguen conviviendo con los padres hasta pasados los treinta, e incluso hasta edades más avanzadas; en aquellos tiempos, un chico de 21, que era la edad de Ovidio, era ya muy común “que volara solo”).

  Cuando a alguien le gusta mucho un lugar o un paisaje, es frecuente oírle decir: “Si un día me pierdo, que me busquen en tal o cual sitio, que allí me encontrarán”. Esto, si lo trasladamos a Ovidio, podríamos decir que, si un día se perdía, no era necesario indagar demasiado para encontrarlo, pues todo el mundo sabía que si había fiesta en algún pueblo de la comarca, indefectiblemente podían encontrarle allí, ya que acudía a todos los festejos.

   Su padre, para el negocio, había comprado una furgoneta Citroën Dos Caballos, que entonces eran muy populares, y en la misma había encargado que le pintasen, con grandes letras, lo siguiente: “Carnicería Casto”, con el nombre de su pueblo debajo. Él, no tenía carnet de conducir y el conductor

habitual de la misma era su hijo.

 

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El vehículo era empleado para transportar animales vivos, podríamos pensar que sólo viajaban en él corderos, cabritos u ovejas, pues el tamaño de la furgoneta no daba para más, pero Ovidio, que era muy habilidoso para estas cosas, se las arreglaba para meter también terneras.

  Como entonces muy poca gente tenía coche, cuentan que, en alguna ocasión, llevando en la furgoneta una ternera, el joven recogió a algún vecino que iba caminando por la carretera, para acercarle al pueblo. Éste, contento y agradecido, una vez  sentado en el sitio del copiloto, sin haberse fijado en la carga, se llevó un susto tremendo al escuchar un mugido a tan solo unos centímetros del oído.

   Otras veces, cuando alguien se cruzaba en la carretera con el vehículo, veía dos cabezas en su interior: a Ovidio, y una cabeza sobresaliendo encima del otro asiento delantero. Aquellos con quienes se cruzaba en la carretera, desconocedores de las habilidades de chico para transportar ganado, en ningún momento pensaban que una ternera pudiera viajar en tal vehículo y acababan convencidos de que el hijo del carnicero iba acompañado por otra persona. Comentan que alguno llegó a decir:

    -      No sé quién iba hoy con Ovidio en la furgoneta, pero ¡qué feo era!


  El joven, que era muy extrovertido y dicharachero, se lo pasaba muy bien en todos los lugares a donde fuese; en cambio los progenitores, que ejercían de padres tolerantes (resignados más bien, -al fin y al cabo, era el mejor hijo que tenían. Y el único-), no ganaban para disgustos.

  Aunque el padre había comprado la furgoneta para el negocio, Ovidio la empleaba para éste y para otros menesteres, sobre todo para “los otros”, pues usaba el vehículo para ir a todas las fiestas. Lo único positivo que se podría extraer de todo ello, es que, gracias al letrero escrito en la misma, en todos los pueblos de la comarca sabían que en el pueblo X había un hombre llamado Casto que tenía una carnicería, porque el coche recorría todos los lugares.

   Cuando le preguntaba a Ovidio alguna mujer mayor, si él era Casto. Siempre respondía con la misma letanía:

  -   ¡Pues claro que soy casto! ¡Mucho más de lo que yo quisiera!

 

En cambio, cuando la preguntaba procedía de una mujer joven, la respuesta tenía otro matiz:

- Sí, soy casto. Pero cuando quieras, dejo de serlo.

 

Si el curioso era un hombre, la respuesta era muy diferente:

   -      No señor, Casto es mi padre

Un día de finales de agosto, era la Fiesta del Toro en Vilvestre (esta fiesta creo que no tiene fecha fija y suele coincidir con el último fin de semana de ese mes); la Guardia Civil estaba de vigilancia en un cruce que carreteras que hay antes de llegar a este pueblo, y, ¡cómo no!, vieron acercarse la furgoneta de Ovidio que se dirigía a la fiesta.

Las furgonetas Citroën "Dos Caballos", tenían la particularidad de que sus amortiguadores eran muy blandos y, si se cargaba excesivamente la parte posterior del vehículo, se desequilibraban rápidamente elevándose la parte anterior. Daba la sensación de que, de un momento a otro, iba a ponerse a volar tal como hacen los aviones al iniciar el despegue; por lo que de lejos se sabía cuándo iban cargadas y cuando no.

   Los guardias conocían sobradamente el vehículo, así como a Ovidio, ya que pertenecían al puesto del pueblo donde éste residía y, aunque entonces no se hacían pruebas de alcoholemia, no eran obligatorios los cinturones de seguridad, y tampoco había radares para controlar la velocidad, existían otras posibles infracciones que había que vigilar, como es el exceso de carga u ocupantes, y aquella furgoneta que se acercaba, podía percibirse de lejos que iba muy cargada.

  Al llegar a la altura de los guardias, estos hicieron indicaciones al conductor para que parara, y vieron a Ovidio y a otra persona ocupando los asientos delanteros.

-     ¡Hola!  ¡Aquí trabajando! ¿No? Saludó Ovidio a la pareja, despreocupadamente.

 

Como pertenecían al cuartel del pueblo, conocía sobradamente a los dos guardias.

      Estos, antes de contestar, miraron a través de la ventanilla del conductor el interior del  vehículo, para ver qué carga llevaba, y vieron que una cortinilla impedía ver la parte posterior del mismo.

   ¡Qué tipo de carga lleva usted! Preguntó uno de ellos


 Los guardias civiles, solían actuar así, para sorpresa de los paisanos. Cuando no estaban de servicio, trataban con familiaridad al paisanaje; pero cuando sí lo estaban, se mantenían serios y guardaban las distancias, aunque estuvieran ante personas conocidas (el deber es el deber, se justificaban ellos).

-       Son unos borregos que ha comprado mi padre esta tarde. contestó Ovidio. Como los va a matar mañana temprano, por eso no los he bajado del coche.


   En ese momento, como si se hubieran sentido aludidos, comenzaron a balar en la parte posterior de la furgoneta los borregos, y Ovidio siguió hablando.

-   ¿No los oís? Al haber parado, los pobres deben pensar que ya los quieran matar, y se han asustado.

- Los va a matar tu padre mañana, ¿y te los llevas de fiesta? Preguntó uno de los guardias, sumamente extrañado.

-     Sí, contestó Ovidio con naturalidad. Pero sólo vamos a estar un rato y nos damos la vuelta pronto. Si los hubiera soltado, mañana muy temprano tendría que ir a recogerlos al prado; por eso no los he sacado de la furgoneta.

 

 (Hoy día, de acuerdo a las normas de bienestar animal, el hecho de tener encerrados a unos borregos en la furgoneta, en tan poco espacio, toda la noche, podría ser motivo de sanción; pero ese tipo de sanciones, entonces, aún, no estaba contemplado)

 

   Los borregos seguían balando, atropelladamente, todos a la vez, y de pronto, ante el asombro de todos, tanto de los guardias civiles, como de Ovidio y el acompañante, se oyó una fuerte carcajada en la parte posterior del vehículo, tras la cortina que ocultaba “la mercancía”.

 

   Que unos borregos balen asustados, porque intuyen que cuando los separan del rebaño y los meten en un espacio cerrado y estrecho, no es para nada bueno, es comprensible; pero que uno de ellos sufra un ataque de risa ya no lo es tanto; así que los guardias le ordenaron a Ovidio que bajase de la furgoneta y abriese el portón trasero, para ver a “los asustados animales”.

   Ellos, sospechaban desde el principio que la cortinilla puesta, estratégicamente, para separar los asientos del conductor y copiloto, de la parte posterior de la furgoneta, no formaba parte del “mobiliario habitual” de ésta, sino que había sido colocada allí, intencionadamente, para ocultar algo; además, desde lejos, era evidente que venía con mucha carga atrás, por lo que estaban convencidos de que si había  animales en la parte posterior del vehículo, eran de dos patas.

   Una vez que el conductor abrió la puerta trasera de la furgoneta, pudieron comprobar que sus sospechas eran fundadas.

   Ovidio había invitado a cinco amigos a ir a la fiesta del pueblo vecino; uno iba con él, adelante, y los otros cuatro lo hacían en la parte trasera de la furgoneta; ese era el motivo de que esta fuese tan cargada. Habían colocado aquella cortina, y también tapado las ventanas posteriores para impedir que los pasajeros traseros pudieran ser visibles desde el exterior del vehículo. En cuanto a los falsos balidos, también formaba parte del plan.

   Las instrucciones que les había dado el Ovidio a los amigos que iban atrás, es que, si les paraban, debían ponerse a balar lastimeramente como unos auténticos borregos.

  Con lo que no contaba Ovidio es que a uno de los “borregos” pudiera darle un ataque de risa.

lunes, 16 de agosto de 2021

La boda

 


    Todos los años, cuando llega agosto, nuestros pueblos presentan un aspecto inusual: coches aparcados por todos los lados, casas que permanecen cerradas y vacías el resto de año, ahora están abiertas y ocupadas, bares muy concurridos, hay niños y adolescentes por las calles…, claro que esto no es más que un espejismo de la realidad ya que, el resto del año, la imagen que ofrecen es muy distinta.

  Durante el verano, muchas personas nacidas en los pueblos, y sus descendientes, que habitualmente residen en otras zonas del país, regresan a sus lugares de origen de vacaciones, a pasar unos días, para reencontrarse con la familia y amigos, con el paisaje, o consigo mismos.

Coches en todas la calles

     El estereotipo de unas vacaciones estupendas, casi siempre aparece asociado a sitios exóticos y lejanos, lugares paradisíacos e idílicos los llaman las agencias de viajes ¡casi nada!, que a veces están situados a miles de kilómetros, con playas espectaculares de arena muy fina, bañadas por mares de aguas claras y cristalinas; en los spots publicitarios, estas playas siempre aparecen soleadas y desiertas, para gozo y disfrute de quien elige estos destinos, aunque no es oro todo lo que reluce ya que, una vez que estás allí, te preguntas cómo lograron hacer la foto de la playa vacía, porque tú la encuentras llena de gente a todas horas.

   En cuanto a los hoteles que nos muestran las agencias o portales de internet, todos tienen un aspecto magnífico, sin colas de gente en los comedores, con un camarero sonriente, siempre cerca de ti, para que le pidas lo que desees; en cambio, una vez allí, te das cuenta que, a veces, encontrar un camarero se convierte en una auténtica aventura.

  Para poder disfrutar de todo lo anterior, obviamente, es necesario desembolsar una cuantiosa cantidad de dinero, pero si el presupuesto no alcanza para tanto, existe la alternativa de ir a destinos más cercanos, fundamentalmente de sol y playa, algo que está a nuestro alcance sin tener que salir del país, ya que en España tenemos unas magníficas costas.

   Tanto en uno como en otro caso, son unas vacaciones para los sentidos: tomar el sol, bañarse, comer bien, ver bonitos paisajes, realizar actividades recreativas que uno no hace uno habitualmente…

   Otros, en cambio, se decantan por otro tipo de vacaciones donde lo fundamental no consiste en satisfacer los sentidos, sino en alimentar el alma…son unas vacaciones más espirituales, y no es que me esté refiriendo a pasar una semana en un monasterio conviviendo con la comunidad de frailes o monjas correspondiente, algo que también es factible y  puede resultar una experiencia  muy positiva,  me refiero  a aquellos que, por cuestiones laborales, tuvieron que salir de su pueblo buscando otros horizontes, dejando atrás familia y amigos, y, cuando llegan sus vacaciones, el espíritu les pide renovar los lazos afectivos que les unen a sus lugares de origen y deciden pasarlas, total o parcialmente, en el pueblo.

  Recuerdo una paisana mía que se trasladó hace años, con su familia, a trabajar a San Sebastián; llevaban ya bastantes años residiendo allí, y un día me confesó que, a pesar del tiempo transcurrido, raro era el día que no tenía algún recuerdo del pueblo.

  Si la mujer fuera portuguesa o gallega, le hubiera informado que tenía saudade, pero como era de Salamanca, le aclaré que lo suyo era un claro caso de añoranza crónica, haciéndole mucha gracia cuando le dije:

-  Mira, lo que te pasa es que, aunque el cuerpo esté en San Sebastián, tu espíritu nunca se ha ido del todo y parte de él permanece por aquí.

 (Menos mal que no me preguntó cómo era posible dividir el espíritu de las personas en mitades, porque no hubiera tenido respuesta para esta pregunta.)

   A las personas les gusta regresar a aquellos lugares donde han sido felices, y si hay una época donde lo hemos sido es en la infancia y adolescencia, de ahí que algunos psicólogos opinen que esta tendencia a volver a nuestras raíces obedece a un deseo inconsciente de recuperar esa felicidad perdida.

  Pero bueno, voy a dejar a un lado las saudades, morriñas, nostalgias, añoranzas y similares, y me centraré en otro tema que en los veranos está muy de actualidad, como son las bodas.

     El trabajo en el campo está ligado a los ciclos de la naturaleza, por ello, hasta no hace muchos años, las bodas, generalmente, se celebraban una vez finalizada la cosecha, de ahí que en verano apenas hubiera enlaces matrimoniales pues, como el período estival era, posiblemente, la época del año en la que más labores había que realizar y no había tiempo para otras cosas, solían elegirse otras épocas del año para estas celebraciones. Con el tiempo, los modos de vida han evolucionado y el verano ha pasado a ser la época predilecta para celebrar las bodas, de modo que, actualmente, casi 90 de ellas tienen lugar en primavera y verano.

   Las relaciones de pareja, también han experimentado un gran cambio en los últimos 40 años. Si antes un hombre y una mujer, tras un largo noviazgo, se casaban “para toda la vida” y se hablaba de las “cadenas del matrimonio”, hoy, estas cadenas han pasado a ser “lacitos” que se rompen con suma facilidad, en cualquier momento, llevando a la separación o al divorcio. En ocasiones, estas uniones son demasiado frágiles, tanto… tanto, que a veces nos encontramos ante situaciones muy difíciles de entender, como lo acontecido a una pareja que se casó, fueron de luna de miel al Caribe, y a la vuelta del viaje, ella fue a ver a un abogado para pedir la separación.

    Claro que estas cosas siempre le ocurren a los demás, así pensaban Jonás y Yolanda; originarios los dos del medio rural, aunque de diferentes pueblos, eran gente formada, con estudios universitarios; los dos trabajaban en la misma ciudad, en aquello para lo que habían estudiado, algo que hoy en día es una auténtica suerte; llevaban viviendo juntos varios años, tenían un niño de dos, e incluso ya habían comprado un piso…todo iba de maravilla. Podríamos decir que eran un auténtico matrimonio de hecho, aunque no de derecho.

   Con estos antecedentes, siendo además jóvenes y guapos, a los ojos de los demás pasaban por ser la pareja ideal; además, si esto no fuera suficiente, para contento de los padres, habían decidido casarse, “como Dios manda”, aquel verano.

   Llevaban varios meses, con gran ilusión, preparando el acontecimiento para que no faltara detalle alguno, y llegó el gran día. La fecha que habían elegido era un sábado del mes de agosto y a las siete de la tarde estábamos citados los invitados en la iglesia para la celebración.

   Las mujeres estaban elegantísimas, algunas de ellas, que iban con vestidos de fiesta largos y estrechos, se las veía caminar con cierta dificultad; no sé si era debido a que estaban poco habituadas a este tipo de vestimenta, porque usaban zapatos con tacones demasiado altos, o ambas cosas

   De los hombres, hay que decir que también estábamos muy guapos, y nos dividíamos en dos categorías a) “Los adaptados” -al clima, evidentemente- vestidos de un modo más informal, en camisa de manga corta y zapatos cómodos, b) “Los inadaptados” –también al clima, claro-, aquellos que, “obligados por las circunstancias”, íbamos con traje y corbata, en pleno mes de agosto, soportando estoicamente la temperatura de aquella calurosa tarde.

   Algunos, como no estaban acostumbrados a llevar corbata, se llevaban repetidamente la mano al nudo de ésta, intentando aflojarlo, para paliar la incomodidad de llevar el cuello oprimido. También, en el grupo de “los trajeados”, a más de uno se le notaba ostensiblemente que no había comprado el traje para la ocasión, pues le quedaba demasiado ajustado. Seguramente ya lo había usado tiempo atrás, en alguna otra celebración, y una de dos: o el dueño del mismo había engordado, o el traje había encogido. Se dice irónicamente que las calorías son unos bichitos que entran en los armarios y encogen la ropa; por lo visto, deben cebarse, especialmente, con los trajes y vestidos de fiesta, que nos ponemos de tarde en tarde.

    En cuestión de celebraciones, un dicho popular afirma que es mejor asistir a una mala boda que a un buen entierro, y allí estábamos todos, amigos, familia y allegados, a la puerta del templo, dispuestos a celebrar el enlace de Jonás y Yolanda en lo que se presumía no una mala, sino una magnífica boda. Después de la ceremonia, el banquete nupcial iba a celebrarse en un local de prestigio, y, a continuación, había baile con un conjunto musical…aquel era el mejor plan posible para una tarde-noche de agosto.

   Los invitados, a partir de las 6,30, habíamos comenzado a llegar a la puerta de la iglesia aprovechando la circunstancia para saludarnos, ya que son ocasiones muy propicias para encuentros entre amigos y familiares que llevan bastante tiempo sin verse, y las siete en punto llegó el coche del novio.

   Conducía Jonás, algo inusual en estos casos, y al lado, como copiloto, le acompañaba su madre, que era la madrina. Pararon a la puerta del templo y bajaron los dos a la vez.

   La imagen que uno tiene de unos novios a punto de casarse es de gente sonriente y feliz - la cara es el espejo del alma-, pero en este caso la cara de Jonás era de circunstancias; además, tampoco se les veía, a él, ni a la madrina, demasiado elegantes para la ocasión, algo que nos extrañó un poco a quienes estábamos próximos a la puerta de la iglesia.

    El novio hizo un gesto de saludo a la concurrencia con la mano, y sin detenerse a hablar con nadie entró a toda prisa en el templo. La madre, en cambio, quedó fuera y se dirigió a todos nosotros.

-          ¡¡¡Acercaos por favor!!! Dijo, en voz alta. ¡¡¡Acercaos, que tengo que deciros algo!!!

   Hasta ese momento, se había oído un gran murmullo de conversaciones, debía haber más de 150 invitados, y hacerlos callar a todos parecía ser una empresa difícil; pero la voz de la madrina y lo extraño que nos estaba pareciendo todo aquello lograron que rápidamente se hiciera un silencio total. Todos presentíamos que allí estaba pasando algo serio, y atentos nos dispusimos a escuchar lo que la madre de Jonás iba a decirnos.

 -       ¡Lo primero de todo, es agradeceros que estéis en la boda! ¡Sé que algunos habéis venido de bastante lejos! ¡Muchas gracias a todos! ¡Lo digo de corazón, y lo repito! ¡¡Muchas gracias!!

      Hizo una pausa, supongo que sopesando bien lo que iba a comunicarnos, y a continuación siguió con su alocución:

 -       ¡Ha ocurrido un inconveniente de última hora, y tenemos que aplazar la ceremonia! ¡Yolanda se ha puesto mala y comprenderéis que sin novia no puede haber boda! ¡De todos modos, la cena se va a celebrar, y el baile también…todo va seguir según lo previsto!¡Ellos ya se casarán más adelante…cuando se pueda! ¡Pero la celebración la vamos a hacer de todos modos!¡Ya hemos pagado la mitad, es mucho, y no vamos a perderlo!

  

  El silencio que se había producido, mientras escuchábamos a la madrina, aún se prolongó unos segundos más ante lo inesperado de la noticia, y otra vez volvieron las conversaciones.

 

-           ¿Qué le ha pasado a Yolanda? Preguntó a alguien. ¿Es grave?

-           ¡No! Respondió, rápidamente la madrina. -evidentemente sabía que iba a recibir esa pregunta, y

       ya tenía la respuesta preparada de antemano- ¡No, es grave! Le dolía mucho la cabeza

       esta mañana. Supongo que es debido a las preocupaciones de la boda y el ajetreo que esto

        conlleva, y no se le acaba de pasar. La ha visto el médico y seguramente tenga que ir al hospital.

        Ella dice que no nos preocupemos y que estemos tranquilos, porque ya le ha pasado más veces.                  Jonás ha entrado a decirle al cura lo que pasa.  Cuando salga, volvemos a casa y después, a                         las nueve, nos vemos en el salón de celebraciones.

 

    A la hora convenida, los invitados estábamos en el restaurante dispuestos a celebrar ¿¿¿¿¿??????, no sabíamos qué. La familia de la novia no se presentó al banquete nupcial. No se escucharon vivas a los novios y, evidentemente, tampoco a nadie se le ocurrió decir que se besaran los novios, ni los padrinos; en cuanto a la tarta nupcial, tampoco era nupcial, pues alguien se había encargado de retirar la figura de la pareja de novios que se le suele poner encima. Fue un banquete un tanto atípico.

 

  Entre los invitados, también se establecieron dos grupos. El de los “bien pensados”, que lamentaban el inoportuno dolor de cabeza de la novia, que había obligado a suspender la boda, deseando que ésta se recuperara lo antes posible, para poder celebrarla más adelante, aunque fuera en la intimidad; y el de los “mal pensados”, estos opinaban que los novios, unas horas antes de la boda, se habían enfadado y Yolanda había decidido no casarse.

Eso sí, todos coincidíamos en “el papelón” que estaba haciendo la familia del novio asistiendo a un banquete nupcial que no era nupcial.

      Más adelante, nos enteraríamos que los “mal pensados” fueron quienes estaban en lo cierto