martes, 31 de octubre de 2017

Asuntos divinos y profanos III

Teología tabernaria


   Las tabernas, tascas, pub, cafeterías… los bares  en general,  son sitios de encuentro donde la gente va a beber vino, cerveza, café , copas  -siempre hay algún raro  que también bebe agua- cubatas, etc;  pero no sólo son “bebederos”, además, especialmente en los pueblos,  son verdaderos clubs sociales donde   se juega a las cartas y  otros juegos de mesa,  se ven los deportes en la TV y se habla con la gente. En estos lugares tan interesantes, es frecuente  encontrar “expertos oradores” que dominan todos los temas: política, fútbol, economía, trabajo,  críticas al prójimo y un largo etcétera. Allí  se habla de todo, tanto de lo  divino, como de lo humano.

   Cuando llega  la noche, tras la  abundante  cantidad de vino y cerveza que se  han pimplado algunos,  la lengua está muy suelta (las neuronas  no suelen estarlo tanto, todo sea dicho), y los asuntos  mundanos que se han debatido a lo largo del día ya están agotados;  por ello,  no es extraño que se hable de otros temas; estableciéndose, a veces, entre los parroquianos, debates más profundos... incluso filosóficos, convirtiéndose el bar, por unos momentos, en una auténtica Escuela de Atenas.
   Si hubiera que buscar una consigna filosófica,  para los que vamos a los bares, encontramos  una buena referencia en Descartes, un pensador francés, autor de la conocida frase: “Pienso, luego existo”.
   No sé en qué ambiente o circunstancia se le ocurrió a este filósofo su frase; pero,  si hubiera frecuentado los bares, como hacemos nosotros, en vez del referido aforismo,  seguramente, hubiera dicho: “Bebo, luego existo”, lo cual no deja de tener el mismo sentido y es más apropiado para estos ambientes.    
   Bueno, pues una noche se encontraban unos paisanos, de los que “beben“ y “existen”, en el bar,  apurando los últimos tragos de la jornada, hablando animadamente, y la conversación había derivado ese día hacia lo divino.  No sé cómo había comenzado  el tema, ni como había tomado  estos derroteros, pero el caso es que  la conversación giraba en torno a la religión.
   - Dios existe, no tengo ninguna  duda, decía uno de nuestros teólogos  tabernarios,  la prueba la tenemos en nosotros mismos.  Creó al hombre de la nada y somos una maravilla (evidentemente, el paisano tenía la autoestima muy alta), sólo hay que vernos: tenemos un cerebro para  pensar,  comemos, bebemos, jo*****, respiramos, cazamos,  pescamos,  venimos al bar a hablar con los amigos…  Todo esto es así,  porque nos ha hecho un ser superior… o sea, Dios.
   Tras acabar su pequeño discurso, miró atentamente a  sus interlocutores, intentando adivinar el impacto que sus palabras habían ocasionado en ellos, y apuró el  medio vaso de cerveza que aún le quedaba.  Estaba  satisfecho por los  argumentos expuestos y, a la vez, extrañado de que a estas horas su mente fuera capaz de razonar de este modo, sin que le doliera la cabeza.
 - Pues yo, dijo otro de la misma escuela teólogica  que el anterior, que andaba por allí, no creo mucho en Dios por lo mismo. 
- ¿Cómo que  no crees en Dios, por lo mismo?  exclamó el primero, sorprendido. Eso es imposible. Tendrás tus propias razones para no creer en Dios,  pero no pueden ser las mismas que tengo yo para creer en Él.  L-  Sí es posible -respondió el segundo teólogo tabernario-. Yo, si sigo tu razonamiento,  llego a  la conclusión contraria…es imposible que  Dios exista. La Biblia dice  que creó al hombre y lo hizo a su imagen y semejanza ¿Es así?
-  Efectivamente, respondió “el creyente”.
- Verás -siguió razonando “el ateo”-,  es imposible que Dios haya creado al ser humano, y, además, parecido a Él.  El hombre es un ser  ruin, un mentiroso...un auténtico cabronazo; capaz de robar y de explotar a sus subordinados  en el trabajo (sospecho que este segundo teólogo tabernario, ese día, debió haber tenido algún problema con el jefe). Somos el único animal que  mata a otros animales por gusto, no porque lo necesitemos para comer; de provocar  guerras y matar a otros hombres  por territorios, dinero, por ideas políticas o religiosas…
   Si  Dios existiera, es imposible que hubiese creado a los hombres. Somos la prueba viviente de que Dios no existe. Estoy totalmente seguro de que a gente  como mi jefe -esto último lo dijo enfadado, alzando la voz- , Dios no la hubiera  creado nunca. Las dos cosas son incompatibles: Si hubiera un Dios, mi jefe es imposible que existiera; pero, como mi jefe sí existe, es imposible que exista  el Otro  (La sospecha se confirma, este segundo teólogo había tenido un mal día con su superior…tan malo... tan malo, que hasta le hizo renegar de su religión).


jueves, 12 de octubre de 2017

Culebrones. Entre la ciencia y la magia III


   El culebrón (o culebrilla), es una enfermedad de la piel en la que se forma, en una determinada zona del cuerpo, un conglomerado de vesículas. Éstas, que son muy frágiles, duran poco pues rápidamente se rompen, quedando en su lugar unas pequeñas ulceraciones. Además de las lesiones cutáneas, la enfermedad cursa también con un dolor en la misma zona, que a veces es muy intenso. 

  La enfermedad es conocida desde la antigüedad, pero la naturaleza de la misma -su origen- es relativamente reciente y, hasta hace unas cuantas décadas, no muchas, la medicina no contaba con remedios eficaces para su tratamiento; por lo que la gente solía recurrir a los curanderos para que trataran este mal.

 Antes, cuando no había lavadoras, la ropa se lavaba a mano  en las bordas, lavaderos,  arroyos y ríos -entonces, ser lavandera era una profesión-  y, una vez limpia, a menudo era puesta a secar tendida sobre la hierba, o encima de alguna pared.
   Las vesículas que se originan en esta enfermedad, muchas veces, se agrupan adoptando una disposición lineal; basándose en este hecho, se creía que la  enfermedad ocurría porque había pasado una culebra sobre la ropa puesta a secar en el campo; la serpiente, en su paseo textil, dejaba allí un veneno, y, posteriormente, cuando alguien se ponía esa ropa, la zona   de la misma, por donde había pasado el reptil, al entrar en contacto con la piel, era la responsable de que apareciera la enfermedad, de ahí el nombre de culebrón que recibe la misma.

   La distribución de las vesículas sobre la piel, al ser alargada,  recuerda, lejanamente
-muy lejanamente-, una culebra; por lo que en el imaginario popular, el culebrón vendría a ser una proyección del reptil sobre la piel del afectado, donde sus distintas zonas representarían la cabeza, el  cuerpo y la cola.

 Alguien, podría preguntarse por qué razón sigue habiendo culebrones, si tanto el lavado, que se hace en lavadoras, como el secado de la ropa, tiene lugar en las casas y ésta yo no se tiende en el campo.
   La explicación a ello corresponde a la ciencia; pero, como aún  estamos en el "tiempo de la magia" vamos a seguir con ella, dejando la respuesta para algo más adelante..

  El culebrón puede aparecer en cualquier zona del cuerpo, siendo su localización más común en el tórax. A este nivel, casi siempre podemos ver que lo hace de forma unilateral, en un lado del pecho, quedando "la cola" a la  altura de la columna, "el cuerpo" sigue un trayecto paralelo a alguna costilla hacia adelante, y "la cabeza" se ubica en la parte anterior del tórax, no sobrepasando nunca la línea media.
   Cuando las lesiones de la piel no son unilaterales y se extienden por ambos lados del tórax, rodeando totalmente el pecho, se dice que se ha unido “el rabo con la cabeza”. Si esto sucediera, el afectado "puede darse por perdido", ya que, casi, con total seguridad, va  a morir asfixiado (Claro que esto es excepcional y no suele ocurrir nunca).

  Hasta hace unos años -no muchos-, cuando alguien tenía un culebrón, lo habitual era que esa persona acudiera a un curandero para que le sanase el mal.
  El sanador, lo primero que hacía era examinar las lesiones de la piel para asegurarse de estar ante un auténtico culebrón, ya que hay enfermedades dermatológicas, bastante  parecidas, que no lo son, y, una vez, ya convencido de que el paciente tenía tal dolencia, procedía a curarlo; para ello, realizaba unas invocaciones o rezos, aplicando además, sobre la piel, en la zona afectada, un producto elaborado por él mismo, un polvo de color claro, cuya fórmula, secreta era transmitida de padres a hijos. 
   La duración habitual del tratamiento era de siete a nueve sesiones, a razón de una diaria; pero, si, al finalizar éstas, el enfermo aún no estaba curado, era necesario realizar unas cuantas más. Cuando acababa esta segunda serie, ya se habían curado, prácticamente, el 95% de los pacientes, habiendo desaparecido para entonces, casi siempre, todas las lesiones cutáneas.
   Aunque el polvo blanco, que le era aplicado al paciente en la piel, servía para aliviar las lesiones cutáneas; para que el culebrón desapareciera totalmente el curandero tenía que “rezarlo”.
  La justificación de estos rezos la encontramos en la mismísima Biblia: Al culebrón es preciso rezarlo porque ha sido ocasionado por la serpiente, y ésta es el símbolo del diablo (recordad a Adán y Eva, la manzana de la discordia, y la serpiente que hablaba, que no era otra que el mismo demonio) luego, como éste (la culebra = demonio) había sido el auténtico causante del culebrón, era necesario rezar a  Dios para que expulsara el mal del cuerpo.

   Todo lo escrito hasta aquí, pertenece al campo de la magia; ahora, vamos a entrar, muy someramente, en el campo de la ciencia.
    
   El culebrón, conocido por la ciencia médica como Herpes Zoster, es una infección vírica, originada por el virus Varicela-Zoster, que afecta a los nervios y a la piel.
   El primer síntoma de la enfermedad es un dolor que aparece en una zona del cuerpo;  allí, unos días más tarde, sobre la piel,  surgen unas vesículas que se rompen con facilidad quedando en su lugar unas  pequeñas úlceras.
   Las lesiones epidérmicas, siguen el trayecto del nervio afectado, de ahí que, a veces, tengan una distribución alargada y, al haber, también, afectación nerviosa, la enfermedad suele cursar con neuralgia (un intenso dolor), difícil de tratar.
   Las lesiones de la piel desaparecen, generalmente, en dos-tres semanas; pero el dolor, a menudo, persiste durante varios meses, para desesperación del paciente, ya que puede ser muy intenso.
   Hoy día, existe un tratamiento antivírico, bastante eficaz, para tratar el Herpes Zoster; pero, hasta finales de la década de 1980, hace sólo unos 30 años, no lo había. Por entonces, aunque ya se sabía que era una enfermedad ocasionada por un virus, la medicina no contaba con medicamentos eficaces ante el mismo.
  
   Por esa época, yo me encontraba estudiando medicina en Salamanca y tenía la asignatura de Dermatología.
   Un día, estaba de prácticas en una consulta, en el Hospital Clínico.  Allí nos encontrábamos, con un dermatólogo,  3 alumnos de la asignatura y el enfermo que iba a entrar, en ese momento, venía a revisión, y tenía un culebrón.
   El dermatólogo leyó su historia clínica,  antes de que pasara a la consulta, y nos comentó el caso.
-  Ahora va a entrar un paciente que tiene un herpes zoster torácico. La evolución es muy larga y, hasta hora, no está siendo favorable. Esta enfermedad suele curar en 2-3 semanas, pero en algunos casos se prolonga más tiempo, y es lo que le ocurre a este hombre. Lleva ya, con esta patología, cerca de 3 meses. En la última revisión, que fue el mes pasado, aún continuaba con el cuadro epidérmico y, además, tenía una neuralgia tremenda, que le impedía hacer una vida normal. Vamos a ver cómo lo encontramos hoy.
   Sabéis que, para el Herpes Zoster, no contamos con un tratamiento específico que permita eliminar el virus, y que sólo podemos aliviar los síntomas. Los analgésicos y el tratamiento tópico (loción o crema sobre la piel)  están resultando poco efectivos, el dolor que tiene es intenso, la evolución, repito, es muy larga, y lo está pasando muy mal. Cuando estuvo aquí, en la última revisión, se encontraba desesperado.
 
   Hizo una pausa, antes de seguir con su exposición, y continuó con su explicación:
  - El paciente me comentó que le habían hablado de curanderos que tratan los culebrones, y que, como apenas mejoraba con medicinas, estaba pensando acudir a uno de ellos;  así que me preguntó qué opinaba del asunto. 
   Yo, le aclaré que la medicina, hoy por hoy, no cuenta con un tratamiento  antivírico eficaz para curar este padecimiento, y que sólo podíamos calmarle los síntomas  mientras curaba la enfermedad. Que si quería recurrir a un curandero, allá él; pero le recomendé no abandonar el tratamiento médico y continuar viniendo a revisión.

   Hizo otra pausa -supongo que dudaba si proseguir o no con su explicación -y continuó con la charla:
    -También me preguntó, que si conocía a algún curandero solvente...a mí. Imaginaos, a un dermatólogo enviando pacientes al curandero. Lo cierto es que el hombre estaba muy mal, le vi tan desesperado que le sugerí ir a Barruecopardo, un pueblo de aquí, de Salamanca; está lejos, cerca de Portugal, por la zona de Vitigudino. Alguien me dijo un día que en ese pueblo hay un curandero que trata los culebrones.
   Mis compañeros de prácticas eran una chica de Zamora y un chico de un pueblo Cáceres. No conocían Barrueco y yo, prudentemente,  me callé.
- A lo mejor ha ido al curandero, se ha curado y no ha venido -bromeó el dermatólogo-.
   Sus esperanzas se disiparon rápidamente, pues la enfermera llamó al paciente y sí que había acudido a la revisión.
   El hombre entró en la consulta, acompañado por su mujer, y estaba muy sonriente, hecho que agradó al médico. En las anteriores revisiones, la cara del paciente debió haber sido de sufrimiento, por el intenso dolor que tenía, y todos sabemos que la cara es el espejo del alma.
   Tras los oportunos saludos, preguntó el dermatólogo:
  -¿Cómo sigue?
-Mire usted, ya estoy bien. Respondió el enfermo. Fui al curandero que me recomendó, en Barruecopardo. No es un curandero, es una curandera. Tuve que ir nueve días. Desde mi pueblo, que está en la provincia de Ávila, iba todos los días a ese pueblo. Queda lejos, la verdad, pero estaba tan desesperado que hubiera ido a donde fuese. Al quinto día empecé a mejorar y al séptimo ya no tenía dolores. Hombre lo sentía algo, pero ni mucho menos como estaba, que no me dejaba vivir.
   No sabe lo agradecido que estoy por haberme enviado allí. Ojalá hubiera ido antes.
     El dermatólogo escuchaba con atención las explicaciones del paciente  y, con gran curiosidad,  preguntó.
  - ¿Cómo es el tratamiento? ¿Qué le hacía la curandera?
   -Pues me echaba unos polvos blancos en la piel y hacía unos rezos. No sé si le si rezaba a Dios o al demonio; a mí me da igual ; el caso es que me ha curado y estoy contentísimo.
   Yo, ahora, ya estoy bien y le puedo decir que  me he reconciliado con la vida; estos últimos meses, cuando tenía el culebrón, a veces, me dolía tanto, que casi quería morirme. ¿Por qué seremos tan tontos que, hasta que no estamos malos, no nos convencemos  de que la salud es el bien más importante que tenemos?

   El médico estaba estupefacto, y más que se quedó cuando el hombre  le pidió a su mujer una bolsa, que ésta traía en la mano, y sacó un lomo. 
   -Tenga usted. En agradecimiento, por enviarme a la curandera de ese pueblo. Como ya estaba bien, no sabía si venir a la consulta cuando me citaron, pero tenía que traerle esto y por eso he venido.
   -¡A mí no tiene que darme nada!, protestó el médico. En todo caso a la curandera.
  Pero el hombre hizo caso omiso al dermatólogo, y depositó el lomo sobre la mesa
   - Mire usted, esa mujer no quería que le pagara -continuo hablando el paciente-, decía que lo que ella sabía se lo había enseñado su madre para ayudar a los demás y que no le debía nada. Sólo aceptaba la voluntad... y si quería. Le regalé otro lomo como éste que le dejo a usted,  y dos docenas de huevos. No aceptó nada más. No quiso dinero alguno. Le hubiera pagado lo que me hubiera pedido, la verdad. No sabe esa mujer, el bien que me ha hecho.
  Cuando el paciente y su mujer abandonaron la consulta, se hizo el silencio, nadie se atrevía a comentar lo sucedido,  y éste, lo rompió el dermatólogo.
   -La verdad, es que la medicina, hoy día, como ya os dije antes, carece de un tratamiento eficaz para el Herpes Zoster.
   Yo creo que, esto que ha sucedido, ha sido debido a que la inmunidad natural de este hombre -las defensas que crea el cuerpo ante las infecciones- ha conseguido controlar el virus; eso es, realmente, lo que le ha curado y resulta que esto ha coincidido en el tiempo con el tratamiento del curandero; o quién sabe...a lo mejor han sido los  polvos que le ha echado esa mujer.
   En fin, el caso es que está curado y yo me alegro infinitamente. Os confieso que, si no me lo cuenta el propio paciente, no me lo creo.
  Eso sí, no vayáis a decirle a nadie que un dermatólogo de este hospital remitió un paciente a una curandera. Reconozco que es verdad y me alegro enormemente por el hombre, ya que estaba desesperado y dispuesto a hacer lo que fuera; pero, de esto, haced el favor... ni una palabra a nadie. 

   Una vez que acabó la consulta, ya en la calle, los tres estudiantes comentamos el hecho y aproveché para hacer patria, comentándoles que era de Barrueco, y que, si un día tenían un culebrón, con gusto les presentaría a Julia, la curandera.