miércoles, 27 de noviembre de 2019

Toponimia Popular (II). La Zarza

 
 
   Si hacemos un recorrido por la toponimia de los pueblos de nuestra comarca, encontramos muchos lugares cuyo nombre tiene su origen en el mundo vegetal como es el caso de Ahigal de los Aceiteros, Almendra, Carrasco, los dos Cerezales, de Peñahorcada y de Puertas, Encinasola, El Manzano, Olmedo, Pozos de Hinojo, Robledo Hermoso, Zarza de Don Beltrán, Zarza de Pumareda… 
    En el caso de este último pueblo, la relación con el reino vegetal la encontramos por duplicado.
    Por una parte, tenemos Zarza, que es el nombre abreviado de Zarzamora, un arbusto silvestre, muy abundante en la comarca; sus tallos, que están cubiertos de espinas -los zarzales-, llegan a alcanzar hasta 4 metros de longitud y de ellos nacen, en verano, sus frutos: las moras, que son comestibles. Es una planta muy invasiva, de rápido crecimiento, y, aunque es común verla al lado de las paredes que delimitan las fincas, puede colonizar amplias extensiones del terreno si se la deja crecer a su libre albedrío. 
   En segundo lugar, como apellido, encontramos Pumareda, cuya etimología parece provenir de un tipo de fruta concreta: los frutos pomáceos, entre los que se encuentran la manzana, la pera y el membrillo. Los nombres de Pomar, Pumar, Pomareda y Pumarada, derivan de este tipo de fruto y se emplean mucho en Asturias haciendo referencia a las plantaciones de manzanos. Si consideramos que, cuando se fundó este pueblo, los reyes de León también lo eran de Asturias, esto nos lleva a pensar que los primeros pobladores, de Zarza de Pumareda  debieron ser asturianos y decidieron ponerle el apellido Pumareda, a este pueblo, para diferenciarlo del resto de lugares con los que comparte el nombre de Zarza.
   Lo expuesto anteriormente son, únicamente, especulaciones, ya que el origen del nombre de este pueblo pudo ser éste, o bien otro distinto, -nunca tendremos una certeza absoluta de ello-; en cambio, los “expertos” en toponimia popular no tienen duda alguna de por qué, este pueblo, se llama así. 
   A mí, siendo adolescente, uno de estos “entendidos” me contó el motivo de que “La Zarza”, que es el nombre abreviado que empleamos la gente de la zona para referirnos a La Zarza de Pumareda, tenga este nombre. 
   Volvíamos una noche de Aldeadávila a Barrueco en coche, y este hombre, que compartía los asientos traseros conmigo, al pasar por allí, me dijo: - ¿Sabes por qué este pueblo se llama “La Zarza?     
 - Supongo que porque habría muchas zarzas por aquí. Respondí yo, dejándome llevar por la lógica.
 - ¡Qué va…!, respondió mi compañero de viaje. Si fuera así, se llamaría “Las Zarzas” ¿no crees? 

   Voy a contártelo, tal como me lo contaron a mí. Este pueblo antes se llamaba de otra manera, pero un día ocurrió aquí un suceso muy señalado, y fue entonces cuando le cambiaron el nombre. Es una historia muy interesante en la que se entremezclan, a partes iguales, la superstición con el terror, faltando el canto de un duro -hoy diríamos el canto de un euro- para que aquello acabara en tragedia.     La culpable de todo ello, ya te lo adelanto, fue una lechuza. 
   Como la cosa se estaba poniendo interesante y aún faltaban unos kilómetros para llegar a nuestro destino, animé a aquel improvisado narrador a que me contara la historia. 

   - Esto ocurrió hace muchos años, aunque no demasiados -continuó hablando él- A mí me lo contó un hombre y a él, a su vez, se lo había contado su abuelo que afirmaba haber conocido a un amigo que era amigo de un primo segundo del hombre que protagonizó el suceso -con tales referencias, no cabe duda alguna que el hecho tuvo que ser “verídico”-. 
   En aquella época, aún no circulaban coches por nuestra comarca y la gente que viajaba de un pueblo a otro, o a la ciudad, lo hacía en caballería: burro, caballo o mulo, que venían a ser los coches de ahora; o en coches tirados por caballos. Los más pobres lo hacían en el coche de San Fernando…ya sabes: unos a pie y los otros andando. 
   Bueno, pues resulta que el protagonista fue un hombre de Mieza que era tratante de ganado, y había venido a La Zarza porque un hombre de este pueblo quería comprar un mulo. El tratante tenía uno muy bueno para vender, había quedado con el posible comprador para enseñárselo, y una tarde se vino con el mulo para acá. El zarceño, cuando lo vio, le gustó mucho el animal y, tras regatear un poco el precio, pronto llegaron a un acuerdo. Entonces, cuando los tratos acababan bien, siempre se celebraba el “alboroque”, así que tras la venta del mulo fueron a la taberna y se entretuvieron allí un buen rato.     Cuando el tratante y el comprador decidieron acabar la celebración, salieron del bar y resulta que  ya había anochecido. El de Mieza, como ya no tenía mulo, debía volver andando a su pueblo, así que el comprador le invitó quedarse en La Zarza, hasta la mañana siguiente, ofreciéndole cama y cena, para que pudiera hacer el camino de vuelta a casa con la luz del día, pero el miezuco desestimó la propuesta del compañero porque había quedado con la mujer en que regresaría aquella noche, aunque fuera tarde, ya que tenía que hacer algo en su pueblo al día siguiente, a primera hora, y no podía aplazar el regreso. 
   En aquellos tiempos, ir caminando de un lugar a otro era algo muy habitual. En nuestra comarca, aún no había luz eléctrica, tampoco circulaban coches, y creo que Graham Bell ni siquiera había inventado el teléfono. 
   Por suerte, aquella noche, había una hermosa luna llena y ello permitía a Bibiano, que así se llamaba el tratante, caminar, viendo con claridad el suelo que pisaba, sin correr el riesgo de romperse la crisma a consecuencia de algún tropezón. 
   Los dos paisanos, tras haberse trasegado dos jarras de vino y haber comido unos buenos pinchos; con la barriga llena y el vinillo circulando por todo el cuerpo estaban muy alegres, y Bibiano le dijo al compañero: 
   - ¡Por mí no te preocupes! Esto sólo es un paseo. Y si llego tarde… ¡qué se le va a hacer!, como dice el refrán “más tarde…será más tarde…pero más de noche ya no va a ser”. Si me espabilo un poco, aunque llegue “entre gallos y medianoche”, aún podré dormir lo suficiente hasta la mañana.          - Como quieras, respondió el compañero. 

   Se despidieron con un apretón de manos y Bibiano dirigió sus pasos hacia la salida del pueblo, al camino que une La Zarza con Mieza. 

   Hoy día, a nadie, ni siquiera al senderista más avezado, se le ocurriría emprender una ruta en solitario, de 5 km, en plena noche, tan sólo iluminado por “la luar” (luz de la luna en el antiguo dialecto leonés, en gallego y en portugués), pero estamos hablando de la gente de antes, personas duras como los robles, y esto, para ellos, era una nadería…tan solo un paseo a la luz de la luna. 
   Una vez que Bibiano tomó el camino hacia su pueblo, apenas había dejado atrás las últimas casas de La Zarza, -las casas que hoy día podemos ver a las afueras, en la salida hacia Mieza, aún no se habían construido- de pronto sintió en el aire un sonido extraño, como un chirrido metálico, por encima de su cabeza, y al mirar hacia arriba, intentando localizar su origen, pudo apreciar que lo emitía un pájaro de alas blancas que pasaba volando a baja altura. 
   El caminante, rápidamente supo identificar al pájaro: era una coruja, nombre con el que es conocida popularmente la lechuza, y eso le inquietó un poco. 
   Los búhos, mochuelos, cárabos, autillos y lechuzas, son aves rapaces nocturnas que viven en nuestros campos y siempre han despertado mucha curiosidad, a la vez que recelo, entre la gente, debido a que su actividad la desarrollan durante la noche...la hora de las brujas, espíritus, fantasmas. 
   La coruja, es un ave muy bonita y de aspecto inconfundible. Tiene el cuerpo cubierto por un plumaje en el que predomina el color blanco, y una cara en forma de corazón en la que destacan unos ojos negros que contrastan, profundamente, con el resto del disco facial que es blanco.
   Los clásicos griegos profesaban un gran respeto a la lechuza, que era considerada el símbolo de Atenea, diosa de la sabiduría, siendo también el símbolo de la filosofía; en cambio, en el imaginario popular, las rapaces nocturnas, en general, y, de un modo especial, la coruja, eran considerados pájaros de mal agüero. Esto último es debido a que, mientras que el resto de las aves nocturnas viven en el campo, alejadas del hombre, las lechuzas, con frecuencia, anidan en sitios cercanos a él: corrales, edificios abandonados, campanarios de las iglesias…. , y, a causa de esta proximidad es  más probable encontrarse con una lechuza que con cualquiera de las otras rapaces nocturnas. 
   Se creía que algunas brujas se convertían en lechuzas para ir volando de unos sitios a otros; de ahí la expresión “bruja-coruja” - Imagino que esto ocurriría antes de que se inventaran las escobas voladoras, algo que supuso un gran “avance tecnológico” para el gremio brujeril-. 
   Además de su relación con las brujas, también se creía que si una persona oía y/o veía una lechuza, ello presagiaba una desgracia: una enfermedad o, lo que es peor aún, la muerte de un familiar 
cercano o de uno mismo. Por ello, a Bibiano, el hecho de haber tenido ese inesperado encuentro le inquietó un poco. ¿Qué desgracia habrá venido a anunciar esta coruja ?, pensaba el caminante. 
   Los suyos, a mediodía, cuando había salido de su pueblo, con el mulo, camino de La Zarza; estaban muy sanos, así que no pensaba que pudiera venir algo malo por ahí; de modo que quedaba él. ¿Acaso iba a tener algún contratiempo en el camino? 
   Afortunadamente, él no era medroso y el hecho de haber visto una lechuza no iba a cambiar para nada sus planes, así que continuó la marcha sin darle excesiva importancia al asunto. 
   Apenas había avanzado veinte metros, volvió a oír de nuevo, en el aire, el mismo sonido agudo, una mezcla de siseo y chirrido metálico, que oyera antes, y vio pasar, nuevamente, volando ante él, a baja altura, a la lechuza. 
   Una vez, vale, ¡¡pero dos!! Esto ya no es una casualidad, pensó Bibiano. 
   Había oído, en más de una ocasión, historias escabrosas sucedidas a caminantes solitarios, siempre ambientadas en la oscuridad de la noche, donde una lechuza había estado presente, y, ¡mira por donde! era de noche, estaba solo, y una coruja se había cruzado ya dos veces, en su camino. 
   Esta vez notó que la pequeña inquietud que sintiera con el primer avistamiento, había aumentado bastante e, inconscientemente, fue disminuyendo el ritmo de la marcha, llegando, en un momento dado, a detenerse en el medio del camino sin saber que actitud tomar. Tras los dos avisos de la coruja, tenía el presentimiento de que algo malo iba a suceder aquella noche, pero no tenía la más remota idea de lo que pudiera ocurrir. Él estaba sano y se sentía bien; así que, si no existía un problema interno de salud, lo que ocurriera debía ser algo externo ¿Pero qué? 
   Ante unos pensamientos tan poco tranquilizadores, por un momento, incluso estuvo tentado de volver sobre sus pasos y aceptar el generoso ofrecimiento que le hiciera el comprador del mulo para que se quedara a dormir en su casa aquella noche; pero el hecho de tener que justificarse diciendole que había reconsiderado la invitación porque se le había cruzado una coruja en el camino, le pareció demasiado ridículo, así que desecho de inmediato la idea; por ello, tras dudarlo durante unos instantes, decidió continuar la ruta. Su objetivo aquella noche era llegar a Mieza, y ninguna lechuza iba a impedirlo. 

   Antes, la gente, que era muy creyente, consideraba que su vida estaba en manos del destino y que poco podían influir en él, por ello, cuando uno debía enfrentarse a alguna situación imprevisible, era frecuente oír en los pueblos: “No te preocupes demasiado, pasará lo que tenga que pasar, y eso no hay quien lo cambie”. A esa conclusión había llegado Bibiano mientras proseguía su camino. 
  Apenas había avanzado unos cincuenta pasos desde que reanudara la marcha, observó que en la margen izquierda del camino, unos metros más adelante, había unas tapias pintadas de blanco en las que se reflejaba muy bien la luz de la luna. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que aquello era el cementerio del pueblo y que, quisiera o no, debía pasar por allí ya que se encontraba al mismo
Cementerio de La Zarza
borde del camino.
   Él, anteriormente, había pasado muchas veces por aquel lugar, pero, como siempre lo había hecho de día, nunca había llamado su atención el hecho de que estuviera allí el camposanto; sin embargo, cuando llega la noche, las cosas cambian, y, la perspectiva de estar al lado del cementerio, a aquella hora, le intranquilizó bastante. 
   Los humanos, desde el comienzo de los tiempos, hemos sentido un miedo innato a la oscuridad; además, a ello hay que añadir que, antes, los padres, cuando éramos niños, con frecuencia fomentaban este miedo, para que no saliéramos de noche hablándonos de brujas, espíritus, y otros seres maléficos que acostumbran a hacer sus actividades durante la noche -respecto a las brujas, nuestros padres siempre decían que eran viejas, feas y malas. Yo, más adelante, descubrí, por mí mismo, que esto no siempre es así pues también las hay jóvenes y guapas- 
   Afortunadamente, los tiempos cambian y, actualmente, aquella vieja costumbre de los padres, de amedrentar a los hijos, ha desaparecido; hoy día, algo así, incluso, sería considerado como maltrato psicológico infantil; pero como Bibiano era de aquella época, de niño también había sido amedrentado por sus progenitores y aún no había superado totalmente sus miedos infantiles a la oscuridad; así que, al percatarse de que tenía que pasar al lado del cementerio, notó que la leve inquietud inicial, súbitamente, había aumentado muchos enteros transformándose en angustia, y ésta iba acrecentándose por momentos. 
   Sentía una opresión que, partiendo del pecho, le subía hasta la garganta, donde notaba la sensación de tener “un nudo” apretándole el cuello (cuando un hombre está asustado y siente opresión en la garganta, con frecuencia dice que es porque los ******** se le han subido hasta allí y los lleva de corbata, lo cual es pura metáfora. Anatómicamente, está demostrado que ello es totalmente imposible.  Sólo es una somatización de la angustia).
   El tratante se detuvo nuevamente  en el medio del camino, sin dejar de observar aquella tapia que se encontraba a tan solo a unos metros de donde estaba parado y volvió a oír el mismo sonido chirriante de las veces anteriores veces… fue entonces cuando la vio. 
   La luz lunar permitía ver, perfectamente, desde donde él se encontraba, la encalada tapia del camposanto y, encima de ella, mirándole fijamente, estaba posada la coruja. El pájaro, en vez de asustarse por la proximidad del caminante, permanecía inmóvil, sobre la tapia, como si estuviera esperándole. Entonces lo entendió todo. 
   El mal que intuía que iba a ocurrir aquella noche, y que hasta ese momento no sabía de dónde podía provenir, ahora ya estaba claro…procedía del cementerio. Algún espíritu sabía que aquella noche iba a pasar por allí un pobre desgraciado, y estaba esperándolo para llevárselo al otro mundo.     Notó que el corazón palpitaba aceleradamente en su pecho, la angustia que sentía en la garganta aumentaba por momentos, haciéndose casi asfixiante, y hasta el vello del cuerpo se le erizó...ahora sí que no podía disimular que estaba acojonado en grado sumo. 
   Bibiano, ya sin pararse a pensar en nada, siguió avanzando mecánicamente y, al llegar a la altura del cementerio, aceleró el paso arrimándose todo lo posible al lado opuesto del camino, para pasar lo más alejado posible de la lechuza que, posada en la tapia, no dejaba de mirarle fijamente. 
   Los rayos de la luna llena permitían ver cómo el pájaro seguía los movimientos del caminante, girando la cabeza, sin mover el cuerpo -las rapaces nocturnas pueden girar el cuello ampliamente, permitiéndoles mantener un campo visual de 270 grados. Aunque la gente cree que pueden girar la cabeza 360 grados, eso no es así- 
   Bibiano, a su vez, no dejaba de mirar a la lechuza que permanecía inmutable sobre la tapia del cementerio y, como iba caminando sin mirar donde ponía los pies, acabó pisando en el mismo borde del camino, resbaló y fue a dar con sus huesos en la cuneta. 
   Muy dolorido, por el golpe dado contra el suelo, se maldijo a sí mismo por caminar sin ir mirando por dónde pisaba. Se sentó y, cuando se disponía a levantarse, sintió que varias manos le sujetaban con fuerza por la espalda impidiéndole incorporarse. 
 - ¡Suéltame! ¡¡Por favor no me hagas nada!! ¡¡¡No me hagas nada!!! 
  - ¡¡Socorro!! ¡¡¡socorro!!! 
   El miezuco, aterrorizado, con voz desgarrada, gritaba desesperadamente al sentir aquella extraña fuerza que, tras haberle atrapado por la espalda, le impedía moverse; pero allí, los únicos seres vivos que había, eran él y la lechuza - ¿A quién pretendería pedir socorro, aquel pobre hombre?- 
   Con sus voces, lo único que consiguió es que la lechuza levantara el vuelo y abandonase la tapia, del cementerio.
   No sabemos si los esfuerzos que realizaba Bibiano, para intentar desprenderse de aquella fuerza extraña que le atenazaba por la espalda, fueron insuficientes; o si en realidad era el terror que sentía lo que le mantuvo allí paralizado, pero el caso es que era incapaz de incorporarse desde el suelo, y, tras unos largos segundos que debieron parecerle horas, comenzó a sentir que todo a su alrededor empezaba a dar vueltas y acabó perdiendo la conciencia. 

   El asunto se aclaró en la mañana siguiente, al amanecer, cuando un hombre de La Zarza, que iba al campo, al pasar por aquel lugar, vio al tratante que permanecía sentado en la cuneta. Tenía enganchada la ropa, por la espalda, en un zarzal, y ya ni siquiera hacía esfuerzo alguno por levantarse. 
   El pobre, estaba delirando y decía una y otra vez: 
    - Por no hacerle caso a la coruja…por no hacerle caso a la coruja... 

   El caso es que la noticia de lo sucedido corrió como la pólvora por todos los pueblos de la comarca - siguió contando mi compañero de asiento- y la gente, cuando pasaba por este pueblo, al principio, decía: Aquí fue donde ocurrió “lo de la zarza”. Más adelante, para abreviar, decían: Éste es el pueblo de “la zarza”, y, así es como acabo siendo conocido por todos. 
   Con el paso del tiempo, un día, el ayuntamiento del lugar, en vista de que todo el mundo en la comarca decía que los habitantes de allí eran del pueblo de La Zarza, decidieron cambiarle el nombre y, desde ese día, se llama “La Zarza”

 Nota 
   El cuento de un hombre que, una noche, en un camino, queda atrapado por una zarza, pensando que es un espíritu, lo contaban en todos los pueblos de la zona; sin embargo, mi informante afirmaba que no se trataba de cuento alguno, sino de una historia real que había sucedido en La Zarza. Y yo… ¿por qué iba a contradecirle?

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Alejaros del castaño


    Una vez, en este pueblo, vivían un hombre y una mujer que llevaban ya muchos años casados, y, como ocurre en casi todos los matrimonios que llevan ya muchos años de convivencia, la vigorosa hoguera que es el amor de juventud, con el transcurso del tiempo había ido debilitándose y tan solo subsistía ya una pequeña llamita. Al menos, todo hay que decirlo, aún había algo de luz en la pareja y se toleraban lo suficiente. Hoy día, las cosas ya no suelen ser así, pues cuando la relación de los matrimonios actuales comienza a ir mal y toma la cuesta abajo; la llama, no es que se debilite poco a poco, como sucedía antes, sino que, en la mayoría de las ocasiones, se apaga de sopetón y "cada mochuelo acaba marchándose a su olivo".  
   Cuando una pareja inicia una relación sentimental, el amor de estas primeras etapas es muy pasional: ciego, intenso, ilusionante..., pero, con el tiempo, más pronto o más tarde, acaba recuperando la vista, pierde intensidad, la ilusión inicial va disminuyendo progresivamente, y esa pasión inicial evoluciona a un tipo de amor más adulto…más sosegado; en ocasiones, demasiado sosegado, como era el caso.

   Bueno, pues este matrimonio llevaba ya varias décadas de convivencia y, aunque la llama ya calentaba poco, la relación entre ambos conyuges era muy correcta y mantenían una convivencia razonablemente buena. No obstante, el marido, desde hacía varias semanas, había notado que la esposa mostraba hacia él más indiferencia de la habitual.
  - ¿Tú me quieres?, preguntaba a veces él.
  - ¡Pues claro, hombre!, contestaba la mujer, sin dejar de hacer aquello en lo que estuviese ocupada en aquel momento, y sin mirarlo siquiera. Con lo que dejaba al pobre marido en un mar de dudas.
   
   Un día, el hombre decidió poner a prueba a la esposa y, como había oído que uno cuando realmente aprecia las cosas es cuando éstas le faltan, decidió hacerse el muerto -No puedo explicarme cómo se las arregló para engañar a la gente: esposa, familia, amigos, vecindad y hasta al médico; pero el caso es que se hizo el muerto, y lo hizo tan bien, que todos le creyeron-
   Durante el velatorio, que entonces se hacía en las casas, él, desde el féretro, oía a la gente darle el pésame a su mujer, por la “enorme pérdida” -uno cuando mejor persona es, y cuando más alabanzas recibe, es cuando se muere-, y ella  sollozaba; así que el marido, desde el interior del ataúd pensaba: Pues si llora, será porque algo me quiere.
  
   Cuando llegó la hora del entierro; en los pueblos, entonces, al contrario que ahora, el último viaje que le daban a uno no era en un coche fúnebre, sino que el ataúd era llevado a hombros por cuatro hombres. Coincidía que en aquel pueblo, en el camino del cementerio,  había unos castaños y el “difunto”, al llegar a la altura de ellos, desde el ataúd, se encaramó a la rama de uno de aquellos árboles ¡¡¡sin que nadie se percatase de ello!!!, de modo que, cuando llegaron al cementerio, enterraron caja vacía.
   Al llegar la noche, amparado en la oscuridad, el “difunto vivo” bajó del castaño y se dirigió al pueblo. Mientras recorría el trayecto hasta su casa, iba pensando: ¡Pobre mujer! Lo triste que debe estar por haberse quedado viuda. Va a ponerse contentísima cuando vea que estoy vivo ¡Vaya sorpresa que le voy a dar!  
 
   Lo cierto es que, cuando llegó a su casa, hubo sorpresa…sí...y por ambas partes, pero quien se llevó la mayor sorpresa fue él, ya que la mujer estaba en casa, en la cama, con otro hombre, y no precisamente rezando el rosario.
   El “ex difunto” montó en cólera y -éste, como es un cuento muy antiguo, en otros tiempos, cuando lo contaban, hablaban de insultos, amenazas, y “otras cosas”; pero los tiempos que corren obligan a decir que- ambos se lo tomaron con mucha deportividad, no pasó nada grave, y siguieron viviendo juntos, como si no hubiera pasado nada. Al fin y al cabo, estaban empatados: él, a ella, le había gastado la broma de que estaba muerto, y ella a él de que estaba muy viva, así que acabaron perdonándose mutuamente.
Camino del cementerio
   Al poco tiempo, al hombre le dio un “patatús”, murió “de verdad” y cuentan que, cuando iban a enterrarle, camino del cementerio, al llegar a la altura de los castaños, la viuda, que no estaba dispuesta a que se repitiera lo de la vez anterior, gritó a los hombres que llevaban el ataúd:
   - ¡Alejaros del castaño! ¡No suceda lo de antaño!

Nota

Éste, es un conocido cuento popular que nos contaban de niños. En Barrueco, como en el camino del cementerio hay unos castaños, a mí me lo contaron más de una vez, con ocasión de algún entierro, al pasar al lado del castañar; por ello, siempre estuve convencido de que el cuento era propio de mi pueblo.
Más adelante, pude comprobar que, tal como sucede con la mayoría de los cuentos tradicionales, casi nunca son exclusivos de un lugar pues lo contaban también en otros sitios, tanto dentro como fuera de nuestra provincia.