martes, 11 de julio de 2017

Un eco sorprendente

                                             


   El eco, es un fenómeno acústico que sucede cuando las ondas sonoras chocan contra un obstáculo, rebotan en el mismo, y vuelven hasta el mismo lugar de donde han surgido. Esto da lugar a la repetición del sonido que, obviamente, se oye unos segundos después del sonido original.
   Para poder percibir el eco, nuestro oído necesita que haya un retardo mínimo; una distancia mínima entre el lugar donde surge el ruido, y el obstáculo en el que éste choca. Si la distancia es pequeña, el sonido reflejado vuelve rápidamente y se entremezcla con el original; en estos casos, como el cerebro no los diferencia, los interpreta como un solo sonido y no hay eco.
   La distancia mínima necesaria, entre el emisor del ruido y el obstáculo donde éste choca, para que ambos sonidos no se mezclen y haya eco, es de unos 100 metros aproximadamente.
   A veces, los obstáculos son varios y se encuentran a diferentes distancias; en estos casos, podemos oír un eco múltiple (distintos ecos, simultáneamente).
   El eco, es posible oírlo sobre todo en aquellos lugares donde existen terrenos escarpados, con paredes verticales, como ocurre en las montañas, desfiladeros, y en los cañones de los ríos.
   A grandes rasgos, esta es la explicación científica de la formación del eco, a falta de algunas matizaciones; como que el obstáculo, donde debe chocar el sonido, ha de ser una superficie dura; el ambiente ha de ser silencioso, el sonido emitido ha de ser alto, suficientemente potente para llegar al obstáculo correspondiente; no debe haber viento, etc.

   La mitología griega, por su parte, nos presenta otra explicación sobre la naturaleza del eco, más original e interesante, que tiene poco que ver con los fundamentos físicos del sonido. Eco, era¸ y es (hay que tener en cuenta que los dioses son inmortales), una ninfa de la montaña. Según la mitología, las ninfas viven asociadas a algunos sitios concretos como pueden ser corrientes de agua, montes, manantiales, grutas… , y, como eran muy hermosas, a Zeus le encantaba cortejarlas; por ello, a menudo, solía visitarlas en la Tierra (las visitas no eran precisamente para rezar el rosario).
   Hera, la esposa de Zeus, tenía fundadas sospechas de que éste le era infiel -ni de los dioses puede una fiarse-, y harta de que el marido estuviera casi más tiempo en la Tierra que en el Olimpo, un día bajó a la Tierra intentando pillar a Zeus con alguna ninfa, en plena faena.
   Eco, que la vio llegar, para evitar que Hera descubriera la infidelidad de Zeus, y para proteger a la ninfa que aquel día estaba con él, de las iras de la esposa enfurecida; con el fin de de entretenerla, estuvo hablándole durante mucho rato, dando tiempo a los amantes para que se escabulleran.
   Hera, permaneció un tiempo escuchando a Eco, pero pronto se hartó y se fue a buscar a los amantes; cuando llegó al lugar donde sospechaba que iba a encontrar a Zeus con las manos en…, comprobó que tanto él, como la ninfa, ya se habían largado. Muy irritada, al percatarse del ardid de Eco para obstaculizar su investigación, la maldijo condenándola a no poder hablar con nadie. Solo podría repetir las últimas palabras que dijeran los demás.
   Por lo tanto, cuando llegamos a un lugar donde hay eco y damos voces para escucharlo; según la mitología, allí no hay ondas sonoras que reboten en las peñas, ni nada por el estilo. A quien estamos oyendo, realmente, es a Eco, la ninfa de la montaña, condenada por Hera a repetir las últimas palabras que gritamos.

   Nuestras arribes, si por algo se caracterizan es por lo escarpado del terreno. Los distintos ríos de la zona, gracias a la erosión que han ido ejerciendo en el suelo, a lo largo de millones de años, han conformado unos profundos cañones que, en algunos sitios, ofrecen unas condiciones óptimas para que haya eco.

   Un día, siendo adolescentes, habíamos ido tres amigos a los Arribes del Huebra y estábamos contemplando el impresionante paisaje que ofrece el cañón del río, desde la parte superior de la orilla en la que nos encontrábamos. Desde allí veíamos al Huebra correr a nuestros pies, encajonado en el fondo de los arribes, a más de 200 m. de profundidad. Nos encontrábamos en una peña, en el mismo borde del abismo, y frente a nosotros, en la orilla opuesta, admirábamos los arribes de ese lado; un
Arribes del Huebra
terreno de lo más abrupto: con unos imponentes paredones de granito.
   Allí, los únicos seres vivos capaces de alcanzar aquellos riscos son los pájaros; fundamentalmente los buitres leonados, que tienen allí sus posaderos y nidos. Ellos, son sedentarios y viven allí durante todo el año compartiendo su residencia, gran parte de la primavera y el verano, con los alimoches. Estos últimos, en cambio, son aves migratorias que van a pasar el invierno a África.
   Aquel día, veíamos algunas de estas rapaces sobrevolando la zona mostrándonos que el mejor modo de desenvolverse por aquel terreno tan escabroso es volando, tal como hacían ellas.
   La belleza que guardan las Arribes es espectacular. Allí, lejos de la civilización, reina un silencio impresionante; roto, únicamente, por los sonidos propios de la naturaleza: el canto de los pájaros; el zumbido de los insectos, en verano; alguna vaca lejana que muge ocasionalmente... Son lugares mágicos donde uno casi se siente un intruso. Mientras admirábamos la grandeza del paisaje, uno de los compañeros dijo:
   - ¿Sabéis que aquí hay eco?
   - Pues claro, contestamos a la vez el otro y yo. Los tres éramos del lugar, y no era la primera vez que íbamos al río. Sin mediar más palabras, comencé a gritar yo:
    - ¡ Eeeeeeeeeh!
    - ¡Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeh! respondió el eco, tras unos segundos de espera. No una, sino varias veces, ya que es un eco múltiple el que allí se puede escuchar.
   Seguimos dando voces, varias veces más y el eco, que aquel día era excelente, nos respondió otras tantas veces Tras hacer una pausa, uno de mis compañeros, en un "alarde de fineza", gritó.
   - ¡Cabrooooooooón!
   - ¡Cabrooooooooooooooooooooooooooón! Contestó el eco, también multiplicando la respuesta, varias veces.
   Una vez que se hizo el silencio, después de que se acabara el eco, pudimos oír con toda claridad:
   - ¡Cabrón tuuuuuuuuuuuuuuuuuuú!

   Los tres, nos quedamos estupefactos el escuchar aquello. El eco repite los sonidos que emites; pero de ahí, a que añada palabras propias... no sabíamos que decir.
   Si nos atenemos a la mitología, hasta podríamos haber culpado a la ninfa Eco. ¿Y si ésta,  excepcionalmente,  ese día , en vez de repetir nuestras voces, se había enfadado con el compañero por decir palabras soeces, había recuperado el habla, y era ella quien había respondido?
   Pero estábamos seguros que las ninfas no dicen esas palabras y, además, aunque nunca habíamos escuchado a una ninfa -al menos yo-, y no teníamos referencias de cómo es su voz, lo que habíamos oído era una voz varonil…de eso no teníamos duda; así que descartamos de inmediato la teoría de la ninfa.
   Entonces, observamos que, en la orilla opuesta, en la parte alta de los arribes del río, había unas vacas pastando; debido a la larga distancia, apenas eran perceptibles desde el lugar donde nos encontrábamos y la conclusión a la que llegamos fue que la voz que habíamos oído no se trataba de ningún eco extraño, sino que debía pertenecer al dueño del ganado que andaría por allí. Habría oído el improperio que había lanzado el compañero al aire, se había dado por aludido y había contestado.      Este razonamiento parecía más lógico que echar mano de la mitología para explicar lo sucedido; pero no teníamos prismáticos y, a simple vista, debido a la distancia, éramos incapaces de distinguir la silueta de persona alguna en la otra orilla.
   Tras la gran sorpresa que nos habíamos llevado, no sabíamos qué hacer. No era plan de excusarse a voces ante el misterioso hombre cuya voz habíamos oído, pero al que éramos incapaces de ver.       Además, el compañero no había insultado a nadie; únicamente, se había dirigido al eco en términos poco apropiados, pensando que estábamos solos por estos parajes, y la casualidad había querido que no fuera así, Indudablemente, aquello había sido "un accidente".
   La moraleja que aprendimos aquel día es que, siempre, hay que medir bien las palabras que uno dice... aunque se las diga al eco; haciendo caso al refrán castellano que dice “Palabra y piedra suelta no tienen vuelta”