miércoles, 31 de octubre de 2018


El itinerario de las almas


   La biología dice que son seres vivos aquellos que tienen la capacidad de nacer, crecer, reproducirse y morir, unas propiedades que, en la Naturaleza, poseen los animales y las plantas. Estos, al nacer, tienen unas expectativas de vida que son muy variables dependiendo de las distintas especies; mientras hay mosquitos que viven tan solo unos días – menos aún si nos pican y los pillamos-, algunas tortugas marinas y ballenas alcanzan una supervivencia que se aproxima a los 200 años; pero si buscamos récords de longevidad, donde los encontramos es en el reino vegetal, siendo las Secoyas Rojas quienes poseen el récord absoluto; algunas de estas espectaculares coníferas, que llegan a alcanzar los 100 metros, pueden a superar los 2.000 años. El problema que se plantea, para quien desee verlas, es que debe viajar hasta la costa oeste de Estados Unidos, que es donde se encuentran; por ello, si queremos ver árboles longevos más cercanos, pueden servirnos nuestros robles y encinas, cuya edad se contabiliza en centenares de años.  

   Independientemente de la mayor o menor supervivencia que alcanzamos los seres vivos, todos tenemos un inicio y un final -el nacimiento y la muerte-, el período tiempo que transcurre entre estos dos momentos tan importantes de nuestra existencia, es la vida.    
   Los humanos, como animales que somos -unos más que otros, eso sí-, tenemos las mismas propiedades biológicas que “nuestros hermanos”; sin embargo, hay algo que nos diferencia de ellos y es que, al ser racionales, como podemos pensar y razonar, somos conscientes de lo que es la vida y, lo que es más terrible, que esta tiene un final cuando llega la muerte; vivimos con la certeza de que estamos predestinados a morir, en un plazo de tiempo más o menos lejano, y esto es algo que no llevamos bien.
   
   Una de las grandes preguntas que se ha hecho el hombre, desde la más remota antigüedad, es qué pasa después de la muerte. Enfrentarse a ese trance, es algo que siempre nos ha creado una gran inquietud.
   Las distintas civilizaciones, siempre han intentado soslayar el hecho de la muerte negándose a admitir que ésta sea la meta final de nuestro camino, y todas, sin excepción, han coincidido en aceptar la idea de que, tras la muerte, existe “un más allá”, un mundo diferente al nuestro, el terrenal, al que vamos después de morir.
   Esta idea de considerar a la muerte, “simplemente”, como un tránsito hacia “el otro mundo”, ha permitido al hombre que, el hecho de enfrentarnos a ella, no resulte tan abrumador; no obstante, hay que reconocer que, aunque la humanidad lleva sobre la tierra varios miles de años, y han existido (y existen), innumerables teorías que intentan proporcionar respuestas a esta duda, ninguna de ellas ha podido ser demostrada -seguimos sin saber dónde está  físicamente "ese otro mundo"-  por lo tanto, para seguir hablando del tema, es preciso abandonar los caminos de la ciencia y entrar en el terreno de la fe; es en este contexto, y no en otro, donde cada cultura o religión ha tratado de resolver este dilema según sus propias creencias.

   En la Grecia clásica, hace aproximadamente 2.500 años, algunos filósofos como Pitágoras, Platón y Empédocles, intentaron explicar el asunto de la vida y la muerte afirmando que el hombre es la suma del cuerpo y del alma; una idea que, aunque la habían tomado de otras civilizaciones anteriores, ellos “perfeccionaron" y que, de un modo u otro, ha llegado hasta nuestros días. Ellos llegaron a esta conclusión:
   El cuerpo es el envase, la parte material u orgánica; si buscamos un símil con la informática, diríamos que es el hardware, y es mortal; mientras que el alma, ánima o espíritu, es la parte inmaterial de la persona -lo que determina que el hombre sea un ser racional-; vendría a ser el software, y es inmortal.
   Cuando un ser humano muere, no cabe discusión alguna con el destino del cuerpo; al tratarse de algo material, es incinerado o enterrado, la Naturaleza sigue su curso, y acaba convertido en polvo haciendo bueno el dicho de que “de un polvo vienes y, al final, en polvo te conviertes” (quizá no sea ésta, exactamente, la frase escrita en el Génesis, pero el sentido es el mismo)   
   El problema se plantea a la hora de buscar un destino al alma (Alma=espíritu=ánima). ¿Qué ocurre con el espíritu de las personas, cuando mueren?
   Los griegos creían que el espíritu de una persona, al morir, sufría una transmigración (reencarnación) de modo que al nacer otra persona, se incorporaba a ella. Sostenían que el alma era inmortal, sobrevivía a la muerte del cuerpo, y regresaba bajo otras formas.
   En este sentido, las diversas religiones han seguido caminos parecidos -en realidad, las ideas o creencias, como antes no existían los derechos de autor, han ido copiadas de unas religiones a  otras; por supuesto, cada una de ellas afirma que sus dogmas son los auténticos- y, de una u otra forma, todas prometen otro mundo -otra vida- en el más allá, marcando a los creyentes un camino a seguir, una serie de normas que deben cumplir, para poder alcanzarlo con garantías.

   La percepción que han tenido (y tienen) las distintas culturas, respecto al asunto de la muerte, coincide en lo fundamental: en la inmortalidad del alma y en la existencia de otro mundo tras la muerte; sin embargo, cada una de ellas le ha imprimido sus propias particularidades.

   Los nativos norteamericanos, cuando morían, estaban destinados a cabalgar por las Praderas del Gran Espíritu -supongo que los sioux debían imaginárselas llenas de bisontes para cazar y libres de rostros pálidos”-
 
   Los celtas, también creían en la existencia de dos mundos: el de los vivos -el nuestro-, y el de los muertos. La Fiesta de Halloween, que se celebra el 31 de octubre, tiene su origen en la tradición celta; ellos pensaban que ese día se abrían las puertas del otro mundo para que los espíritus pudieran volver a la Tierra a arreglar aquellos asuntos que hubieran dejado pendientes.
-La costumbre de disfrazarse de zombis, espantajos y demás lindezas, durante la noche de Halloween, parece tener su origen en la creencia del regreso, este día, de los espíritus a la Tierra. La gente, con sus disfraces, pretendía adoptar el mismo aspecto que ellos para evitar que les reconocieran-.

  Los vikingos, a su vez, tenían el Valhalla, la morada de los dioses. Éste era el destino de los guerreros que morían en batalla, al que eran conducidos por las Valkirias -imagino que el resto de los vikingos, aunque no murieran en combate, también tendrían sitio en el Valhalla, aunque fuese en lugares con menos glamour-.
 
 La gente de mi tribu (los de la zona noroeste de Salamanca), así como el resto de los cristianos, cuando la Parca viene a visitarnos, nuestras almas tienen como destino final el Cielo o Paraíso
-supongo que nuestro cielo, el Valhalla y los cielos de las otras religiones, deben estar colindantes y quedar todos en la misma zona-.    

   Los cristianos, tenemos razones suficientes para sentir envidia de los vikingos, ya que nos cuesta mucho más que a ellos llegar al Cielo: no tenemos bellas valkirias que nos enseñen el camino y, además, mientras que a ellos les bastaba morir en una batalla para ir hasta allí, nosotros necesitamos currárnoslo mucho si queremos que nos admitan en El Paraíso; para obtener este privilegio, estamos obligados a ser buenos a lo largo de toda la vida, y ¡eso es más difícil!
  
   Nuestra religión, que es la buena, en sus comienzos, también admitía la reencarnación de las almas, tal como pensaban los antiguos griegos, pero había algunos aspectos que no quedaban demasiado claros: Si uno era muy malo, la persona en quien se reencarnaba su alma, cuando moría,  ¿iba a ser malo también?; si en una época determinada había más recién nacidos que almas en uso ¿los sobrantes se quedaban sin alma?, y si sucedía lo contrario y había más almas que recién nacidos, ¿en qué lugar se almacenaban éstas?      
   Estas y otras preguntas, relacionadas con la transmigración de las almas, carecían de respuestas convincentes y esto creaba una gran confusión; por ello, un Papa, creo que fue en el siglo VI, decidió que eso de que las almas se reencarnaran en otras personas no molaba mucho, determinando que, a partir de ese momento, cada uno de nosotros, cuando viniéramos al mundo, lo haríamos con un alma de nueva generación. 
   Entonces, si al nacer venimos al mundo con un alma nueva; al morir, ¿cuál es el destino de las almas viejas…las de los difuntos?

    Cuando era niño, mi catequista, que sabía mucho de estas cosas,  nos contaba lo siguiente: las almas de los malos van de patitas al Infierno, las de los buenos -aquellos que tienen un expediente impecable-, van derechitas al Paraíso (Cielo), y las de los regulares (los que son buenos y malos a tiempo parcial) van al Purgatorio, que es un lugar de tránsito, donde las ánimas deben permanecer un tiempo, purgando sus pecados, para poder entrar en el cielo. Vendría a ser un lugar para el reciclado de almas.

   (Nota: Hasta que fui adulto, mi existencia era muy triste; desde pequeño, siempre me habían dicho que, para alcanzar el Paraíso, era condición “sine qua non” tener que morir y esto no me hacía especial ilusión; sin embargo, un día descubrí que hay otro paraíso aquí en la tierra, concretamente, ¡en nuestra comarca! y mi vida cambió. ¡Es fantástico! Puedo ir al Paraíso, siempre que quiero, sin
necesidad de morirme; es un sitio muy recomendable, y desplazarse hasta allí es muy fácil pues se puede   llegar en coche hasta la misma puerta. Si alguien quiere ir a pasar un rato al Paraíso, sólo tiene que acercarse a Aldeadávila: La “Cafetería restaurante El Paraíso” es uno de los bares más emblemáticos de ese pueblo.

   Volviendo a las ánimas; cuando alguien muere, el espíritu debe abandonar el cuerpo y emprender el camino hacia el cielo; pero, en ocasiones, muchas almas, al ser inmortales, no son conscientes de que el cuerpo que las albergaba ha perdido su vitalidad, desconocen que tienen que abandonarlo y, por eso, hay que echarles una mano.
  En algunos pueblos de Salamanca, la familia del fallecido, para ayudar a que su alma abandonase el cuerpo, a veces colocaba encima del pecho del finado una taza con sal y pimienta. Esto lo pude ver, una vez, en la década de 1980, en un pueblo de la zona de Béjar (entonces los velatorios se realizaban en el domicilio del difunto).
  Había fallecido un hombre, y al preguntarle a la esposa el objetivo de colocar el recipiente sobre el difunto, me respondió que siempre se había hecho así y que debía permanecer allí unas horas para ayudar a que el alma abandonara el cuerpo y así pudiera ir al cielo.
   Yo desconocía que las ánimas tuvieran tanta aprensión por la sal y la pimienta, pero si la mujer lo decía…
  
   En lo tocante a las almas, uno de los recuerdos que guardo de la infancia, en mi pueblo, tuvo lugar en un velatorio. Una mujer, que había enviudado hacía poco tiempo, me dejó muy sorprendido cuando se acercó al ataúd del fallecido y le habló así a su ocupante:
-      Le dices a ***** (su marido fallecido) que hemos ganado el juicio y que tenía toda la razón…ya verás lo contento que se va a poner cuando lo sepa (La mujer se refería a un proceso judicial por una herencia ¡cómo no!)
 A aquel muerto, no recuerdo que le hubieran puesto una taza con sal y pimienta en el pecho, así que es muy posible que el espíritu aún permaneciera por allí y escuchara el recado.  
   Los tiempos cambian y hoy, posiblemente, si se desarrollara una escena similar, la familia de la viuda la llevaría, a la mayor brevedad posible, al psiquiatra; pues tendrían serias dudas de que la mujer tuviera sus facultades mentales en orden; sin embargo, en aquella época, y, sobre todo, en tiempos anteriores, la gente vivía plenamente convencida de que el otro mundo debía ser bastante similar a éste -un lugar de compadreo- y por eso, aquella viuda consideraba que era muy normal enviar al marido un recado, a través del espíritu del muerto.
  Los presentes en el velatorio, que contemplaron la escena de la mujer dando su encargo al fallecido, apenas hicieron comentario alguno; hablar con el espíritu de los muertos, había sido una práctica habitual hasta entonces y no debió resultarles demasiado extraño.
   También era muy común que los viudos/as, los días posteriores a la defunción, se acercaran al cementerio y, situándose ante la tumba del cónyuge difunto, mantuvieran conversaciones con él -unos monólogos, evidentemente- contándole los avatares de su vida diaria, convencidos de que el finado seguía escuchándole. Si algún día se encontraban el cementerio cerrado, no tenían inconveniente en contarle sus cosas desde la puerta del camposanto, a veces, en voz alta para que pudiera escucharle desde la tumba.
   Era su forma de entender que, como el alma del difunto era inmortal, aún debía andar por allí viéndole y escuchándole; se resistían a pensar que una persona, a la que has querido y con la que has convivido durante mucho tiempo, se hubiera ido para siempre.
 
   Continuando con el itinerario de las ánimas; al abandonar el cuerpo, como todo el mundo considera de sí mismo que es razonablemente bueno, la primera intención de su alma siempre es tomar el camino del cielo -no creo que a nadie se le ocurra ir al infierno voluntariamente-, y, una vez en las puertas del Paraíso, son recibidas por unos operarios que se ocupan de hacer la selección de las almas que llegan hasta allí, adjudicando los destinos -aunque San Pedro es conocido, vulgarmente, como el portero del lugar; en realidad es el Jefe de Admisión-. 
    Aquello debe ser muy similar a los exámenes de selectividad para entrar en una universidad pública española. Los malos -los peores de cada clase- son enviados directamente al Infierno (quedan  descartados para siempre); a los mejores -los números uno de cada promoción- se les franquean las puertas para entrar en el Cielo, tras darles las normas de vida y convivencia en ese lugar, y el resto -los regulares- son remitidos al Purgatorio, donde deben purgar sus pecados para poder entrar en el cielo (necesitan  una buena preparación con el fin de poder entrar en una segunda convocatoria).
 (La duda que me queda es adónde van los ateos, ya que, si no creen en Dios ni en el Paraíso, allí no pueden ir…aunque ellos se lo pierden ¡no haber sido ateo!)
  
   Los viajes que tienen que seguir los espíritus, hacia el “más allá” deben ser muy complicados;  estas rutas no están incluidas en los programas de los GPS y, además, tampoco tenemos valkirias que nos guíen, por lo que el camino hacia el Cielo sospecho que, muchas veces, debe ser muy similar a lo que sucede en invierno, en una autopista española, cuando nieva… un auténtico caos.
   Como ya expliqué antes, las almas, como son inmortales, al morir el cuerpo que las ha albergado, algunas se despistan, no se dan cuenta de que éste último ha llegado al final de sus días, y desconocen que tienen que iniciar su viaje permaneciendo por aquí, perdidas, algún tiempo; otras, en cambio, se dan cuenta del deceso e inician el viaje, pero, a pesar de poner voluntad, se pierden por el camino y vuelven a sus orígenes haciendo honor al refrán de  que “más vale lo malo conocido que…”  
   Existe aún un tercer grupo de almas, las más listas, que saben cuándo abandonar el cuerpo, inician su viaje en el momento oportuno, y llegan al Cielo en un periquete; claro que a estas no vamos a verlas nunca por aquí y, por eso, hoy no toca hablar de ellas.
 
   Los espíritus que no alcanzan los espacios celestes, se quedan por aquí pululando a nuestro alrededor; aunque, por suerte, son invisibles para nosotros. Hay personas que, en ocasiones, afirman haberlos sentido, e incluso insisten en haber visto alguno en forma de fantasmas -estadísticamente, está comprobado que quienes más ánimas ven, son aquellos que están pasados de cubatas- Yo, por mi parte, también reconozco haberme cruzado con más de un fantasma, pero de carne y hueso.

   Las ánimas que permanecen en La Tierra, tienden a concentrarse en determinados lugares como son las proximidades de los cementerios y los pueblos abandonados; estos, pueden haber sido
abandonados por los cuerpos, pero no ocurre lo mismo con las almas; por ello, cuando lleguemos a un sitio y no veamos a nadie, no debemos decir alegremente: ¡aquí no hay ni un alma!, porque seguramente no estemos acertados.

   La tradición, también dice que se acercan en gran número, a los pueblos y ciudades, durante la Noche de los Difuntos (madrugada del 2 de noviembre); ese día, deben sentir nostalgia y pretenden regresar a sus antiguos domicilios.  
   En tiempos pasados, cuando no había coches y la gente viajaba a lomos de caballerías o caminando; los viajeros, esa noche, evitaban a toda costa deambular por los caminos después del oscurecer, ya que las ánimas, aunque son invisibles, hay determinadas fechas en las que pueden hacerse visibles, dando unos sustos tremendos, y esa noche es una de ellas.
  El peligro que corrían los caminantes, la Noche de los Difuntos, deambulando por los caminos, envueltos en una oscuridad que ese día era particularmente espectral, no era figurado…era real. Se cuentan terribles historias de personas que, por despiste, u obligadas por las circunstancias, habían tenido que desplazarse, de una  a otra población, esa noche, que aparecieron muertas en la mañana siguiente, en el medio del camino, por “causas desconocidas”; sin embargo, nadie albergaba duda alguna de que esta muerte había sido causada por las ánimas. Ellas, no es que intervinieran directamente en tales óbitos, lo hacían indirectamente ya que la causa de su muerte era el miedo que sentían hacia ellas.  
   Ese mismo día, era costumbre que, en los campanarios de pueblos y ciudades, durante toda la noche, hasta el amanecer, estuviese sonando una campana entonando el lúgubre toque de difuntos; además, en todas las casas, debía permanecer un cirio encendido, no sólo durante la noche, sino las 24 horas, del día.

    No hay un acuerdo unánime en cuanto al significado de las campanadas sonando durante la Noche de Difuntos, ni el cirio encendido; en este aspecto, las opiniones son muy diferentes.
   Los más piadosos, opinan que el sonido de las campanas y la luz de los cirios en las casas, servía para orientar, en esa noche tan especial, a las almas perdidas. Como cada campana tiene un sonido único, diferente a las demás, las ánimas reconocían el son de la de pueblo y, gracias a ello, sabían a qué lugar debían dirigirse; en cuanto a las luces de los cirios, en las casas, servirían para que se orientaran y pudieran regresar aquella noche a sus antiguos hogares.
   Otros, en cambio, sostienen que el objetivo del tañido de las campanas, aquella noche, lejos de tener un fin piadoso, era para ahuyentar a las ánimas, evitando, de este modo, que se acercaran a los pueblos para que no asustaran al personal. Respecto a las llamas de los cirios, tendrían como misión dar luz para combatir el miedo innato que los humanos tenemos a la oscuridad; esa noche en especial, con tanta alma en pena pululando a nuestro alrededor, cuando aún no había luz eléctrica, como el ambiente de las casas era especialmente tenebroso. era necesario mantener una luz encendida con un fin protector ya que, como las ánimas prefieren la oscuridad, evitaban así que se acercaran a los hogares.
  A quienes son partidarios de esta segunda opinión, lejos de inspirar piedad, lo que producen las ánimas es pavor y por ello, consideran que es necesario protegerse de ellas, coincidiendo con el miedo de los celtas a los espíritus durante la noche de Halloween, ¿pura casualidad?... ¡de ningún modo!; el hecho de que la fiesta de Halloween y la de los Difuntos estén tan próximas en el calendario, no es casual.
   Del mismo modo que sucede con otras fiestas paganas anteriores al cristianismo, el Papa correspondiente, un día decidió cristianizar la fiesta y, con este fin, el Día de los Difuntos, que originariamente se celebraba en otras fechas, creo que en de mayo, pasó a realizarse también en noviembre, al día siguiente de la fiesta celta.
 
  Si consideramos que las almas perdidas, las “de por aquí” son invisibles, resulta difícil entender cómo es posible que se las tuviera tan presentes y se les guardara tanto respeto (miedo más bien) , especialmente en tiempos pasados; de todos modos,  es mejor que sigan siendo invisibles, pues, cuando una persona llega a verlas, significa que el final de sus días está muy próximo -son tan consideradas, que vienen a avisarnos de que falta poco para que les hagamos compañía, y de que es el momento de poner los papeles al día y así evitar problemas con Hacienda a los herederos-
  
   En algunas ocasiones, a lo largo de todo el año, sin quedar circunscrito a esta fecha, también es posible ver grupos de ánimas caminando en procesión; éstas, van deambulando en hileras de dos, sin un rumbo determinado, portando hachones (o velas). Cuando alguna persona tiene la desgracia de cruzarse con una de estas procesiones de ánimas, es señal inequívoca de que alguien próximo va a morir pronto; el espectador que se cruza con el cortejo, además, corre un gran peligro ya que, a veces, una fuerza irresistible le lleva a acompañar a la comitiva y no vuelve a saberse más de él
   -Es preciso aclarar que no todo el mundo está “cualificado” para poder encontrarse con estas comitivas de ánimas, es condición indispensable estar solo en medio del campo, tiene que ser de noche y, además, debe tener mucho miedo. La verdad es que la gente que ve extraterrestres, ovnis, fantasmas, animas…, en todos ellos, se repiten los mismos patrones-
  A esta comitiva nocturna de ánimas en pena, nuestros antepasados la conocían como “La Huesteda”; así al menos es como me lo enseñaron a mí; sin embargo, en cada zona recibe nombres distintos.
   Esta tradición, la procesión de ánimas perdidas,  es poco conocida en nuestra comarca, al contrario de lo que sucede en Galicia, donde las costumbres relacionadas con la muerte se han mantenido “muy vivas” hasta nuestros días; allí, esta comitiva de ánimas es muy popular y la conocen como “La Santa Compaña” (En el norte de  Portugal, también hay comitivas nocturnas de ánimas en pena paseando por allí, siendo conocidas como "Procissão das Almas" , lo cual es una muestra más de que la tradición no entiende de fronteras). 
   La duda que tengo es si las comitivas son distintas, y en cada lugar hay una, o bien, se trata siempre de la misma que anda recorriendo todo el país.
   Conocí a una persona que afirmaba haberse cruzado, en una ocasión, con “La Huesteda”. Por supuesto, las condiciones requeridas, para que esto sucediera, se cumplían en su totalidad: ocurrió en el campo, era de noche y se encontraba solo.
   Diodoro, el protagonista del suceso, me lo contó siendo ya mayor y situó la acción en la primera mitad del siglo pasado, cuando era un jovenzuelo bien parecido. Resulta que “hablaba” con una chica de un pueblo vecino y, entonces, como apenas había carreteras, los pueblos estaban unidos por caminos de herradura; obviamente, apenas había coches por estos lares.
  Era domingo y Diodoro había ido al pueblo de la novia para pasar la tarde con ella; al oscurecer, volvía de regreso a su pueblo subido en su burro y se encontraba muy cansado; iba quedándose dormido sobre el animal y, para evitar que le venciera el sueño y caerse del asno, decidió parar a descansar un rato; se apartó del camino, entró en un prado, colocó sobre la hierba una manta que llevaba, y se dispuso a echar una cabezadita.
   No supo determinar el tiempo que estuvo dormido, pero era ya noche cerrada cuando su sueño fue interrumpido por un fuerte olor a cera y el ruido de unos pasos -si eran ánimas, unos entes inmateriales, no entiendo lo de los pasos, pero él lo contaba así y ¡cómo iba yo a discutírselo!-  Desde la posición de tumbado en la que se encontraba, vio cómo una procesión de almas en pena, lentamente, en total silencio, pasaba ante su aterrorizada mirada.  Permaneció en el suelo, como hipnotizado, sin poder moverse del lugar, mientras la procesión seguía su camino, alejándose de allí, y volvió a quedar sumido en un profundo sueño del que se despertó al amanecer del nuevo día, sin tener la certeza de que lo ocurrido hubiera sido una pesadilla o algo real.
   Lo que había visto nuestro paisano, aquella noche ¿era, realmente, “La Huesteda”? Él afirmaba que sí, pues lo recordaba todo nítidamente y, a los pocos días, un paisano del pueblo -muy viejo eso sí- murió, y como estas procesiones, cuando aparecen, lo hacen para anunciar la muerte de alguien cercano...

    Freud, un célebre psicoanalista austriaco, intentando poner algo de raciocinio a estas cuestiones, llegó a la conclusión de que las religiones tienen su origen, precisamente, en el terror que la gente tiene a la muerte. Él consideraba que las distintas creencias, para intentar paliar el miedo del hombre a lo desconocido, han inventado auténticas fábulas ofreciéndonos la “certeza” de que hay algo más allá de este mundo terrenal. Cada una de ellas, partiendo de la premisa de ser la auténtica, para que sus seguidores puedan acceder a “ese lugar”, ha establecido una serie de normas o dogmas a seguir, acorde a sus creencias, que les sirven de guía para poder alcanzarlo.       
  
   Independiente de que uno tenga o no tenga fe, y de lo que pensara Freud del asunto, la muerte no es ninguna fábula, es una realidad, un hecho inevitable y además necesario -¿a alguien le gustaría ser inmortal en un cuerpo cada vez más viejo y lleno de males?-

   Saber que todos tenemos un final, y que éste puede estar “a la vuelta de cualquier esquina”, debería servirnos, no para vivir amargados pensando continuamente que nuestro fin puede llegar en cualquier momento, sino para apreciar nuestra existencia en su justo valor, considerando que la vida es algo maravilloso y que debemos vivirla plenamente, siendo conscientes de que cada día que vivimos es irrepetible.
   El tiempo que dure nuestra vida no depende de nosotros; en cambio, la forma en que lo  hagamos sí que está en nuestras manos.

                              Siempre mueren los mejores, dicen de uno cuando muere. Yo, como no
                              he muerto aún, debo ser de los peores. Pero me alegro de ello (Mark Twain)


martes, 2 de octubre de 2018


Historias riberanas II


Ocurrió un día de octubre…hace años

   
   Un tamborilero, es un músico que, tocando simultáneamente la gaita y el tamboril, interpreta, con mayor o menor maestría, música tradicional. Explicarle a alguien qué es un tamborilero resulta muy sencillo si vives en la franja oeste peninsular: León, Zamora, Salamanca, Norte de Cáceres, sur de Badajoz, Huelva y Sevilla, ya que, en todos estos sitios, es frecuente ver actuar a los tamborileros con ocasión de alguna fiesta; en cambio, fuera de estas zonas, si alguien lo pregunta, casi siempre hay que partir de cero a la hora de hablar de estos personajes, tal como me ocurrió recientemente.
   Al curioso -en realidad era una curiosa- le expliqué que estábamos ante un musico tradicional cuyos orígenes en el tiempo no son fáciles de determinar y que, con unos instrumentos bastante rústicos, es capaz de interpretar un amplio repertorio de canciones tradicionales: pasacalles, alboradas, ofertorios, danzas, bailes...  También le comenté que, antes de que llegara la electricidad a los pueblos, y, consecuentemente, los aparatos de música (tocadiscos y demás), estos músicos autóctonos, durante siglos, eran los encargados de amenizar las fiestas en sus correspondientes lugares, donde eran unos personajes muy valorados.
   La buena mujer, había a acertado a preguntar sobre un tema que era muy atractivo para mí y me explayé un buen rato sobre la vida y milagros de estos músicos, quizá demasiado (estoy totalmente convencido de que, en el futuro, jamás volverá a preguntar a alguien qué es un tamborilero. No creo que quiera correr el riesgo de que alguien se lo vuelva a contar).

   Este verano pasado, en uno de los recorridos que hice por nuestra comarca, volvía de “La Code”, uno de los parajes más impresionantes de los Arribes del Duero y, mientras iba en el coche por la carretera que une los pueblos de Mieza y Cerezal, recordé a una mujer que hizo este recorrido un día de octubre...ya hace años, con la diferencia de que ella lo hizo caminando y por motivos muy distintos a los míos.
   
   Actualmente, si alguien quiere aprender a tocar la gaita charra, y el tamboril, lo tiene bastante fácil; hay escuelas, tanto públicas como privadas, donde a uno le enseñan este arte; además, contamos con magníficos artesanos que fabrican unas gaitas y tamboriles estupendos; luego, si tenemos a nuestro alcance buenos instrumentos y excelentes maestros, sólo es necesario tener interés y mucha afición para unirse a este gremio de músicos tradicionales.
   Antiguamente, la tarea de aprendizaje no era tan sencilla, ya que no existían escuelas donde pudieran enseñarles “el oficio” a los interesados, por lo que los aspirantes a tamborilero tenían que ser autodidactas, aprendiendo por sí solos, viendo y escuchando a algún tamborilero cercano -con frecuencia era una afición que se transmitía de padres a hijos-.
   Como ocurre en todo tipo de aprendizaje, el grado de perfección que alcanzaban era muy variable: unos no lograban aprender nunca; otros adquirían unos conocimientos suficientes para desenvolverse, tocando los ritmos más básicos, y algunos, los menos, alcanzaban las más altas cotas de virtuosismo tamborilero.
  Respecto a los instrumentos, antaño, no era fácil hacerse con una gaita y un tamboril lo suficientemente buenos, y, a veces, incluso eran los propios tamborileros quienes tenían que fabricarlos.
   En lo referente a las gaitas, debido a la complejidad que conlleva su elaboración -fabricar una y lograr que tenga un buen sonido no es nada fácil-, casi siempre las adquirían a algún artesano “de probado oficio”.
   En cuanto al tamboril, el proceso era distinto; habitualmente, los tamborileros lo heredaban de algún pariente cercano: padre, abuelo, tío, hermano..., o bien, cada uno construía el suyo.
   Los tamboriles podían tener diferentes hechuras, unos estaban hechos con una caja de metal y otros, la gran mayoría de ellos, la tenían de madera. Para hacer estos últimos, se cogía una tabla con las
Tamboril charro
medidas apropiadas, eligiendo algún tipo de madera que se pudiera moldear con facilidad, y con ella se elaboraba la caja, continuando después haciendo los aros y añadiéndole los parches, las cuerdas, abrazaderas....
   También existían tamboriles -muy pocos, por lo costoso de su fabricación- que se construían vaciando el tronco de un árbol; estos, aparte de su gran valor etnológico, resultaban bastante pesados y, lo que es aún peor, con frecuencia, el sonido que emitían no era demasiado bueno.

   Así como las gaitas se vendían, compraban e intercambiaban con mucha frecuencia, los tamboriles casi nunca abandonaban el ámbito familiar, pasando de padres a hijos, hermanos, nietos, sobrinos… Para cualquiera de estos músicos, su tamboril no era un simple instrumento de percusión, significaba mucho más que eso; lo consideraban una parte más de ellos mismos, casi un apéndice de la propia persona -de hecho, el nombre de tamborilero deriva de este instrumento- y deshacerse de él, vendiéndolo, era algo impensable.
   Entre tamborileros, era una norma no escrita pero real: Nunca se preguntaba a un colega el precio de su tamboril, y, llegado el caso, si esto ocurría, la respuesta era siempre la misma:
   - Este tamboril no tiene precio, porque no se vende.

 Uno de estos músicos de la vieja escuela, la de los autodidactas; con un tamboril heredado; orgulloso de su condición de tamborilero, era el tío Quico, de Mieza (Salamanca) -En la década de 1960 ocurrieron los hechos que a continuación describo, y me fueron contados por el propio protagonista de la historia, años más tarde-
   Este hombre, había heredado el “oficio” y el tamboril de un hermano suyo, muerto prematuramente.  Quico hablaba de él, casi con veneración:
     - Mi hermano sí que tocaba bien, lo hacía muchísimo mejor que yo; el pobre murió joven y fue entonces cuando decidí yo dedicarme a esto.

   El tamboril de nuestro tamborilero era muy bueno. La caja, de madera, estaba hecha con una tabla convenientemente arqueada hasta completar un cilindro totalmente redondo, lo cual es difícil con estos materiales, en el que se fundían los extremos en una unión perfecta. Tenía un buen tamaño (unos 50 cm de altura y unos 40 cm de diámetro, aproximadamente), no pesaba mucho y tenía un sonido excelente.   
  Un tamborilero del vecino pueblo de Cerezal de Peñahorcada, en más de una ocasión, había pretendido comprar a Quico su tamboril, a sabiendas de que era una mercancía intransferible, y siempre había recibido la correspondiente negativa a su venta.

   Un año, durante las fiestas que celebran en Mieza, en honor a la Virgen del Árbol (8 de septiembre), una noche estaba el tamborilero tocando en un bar y algunos paisanos, a esas horas muy contentos, alentados por la ingestión de vino y otras bebidas espirituosas, se divertían de lo lindo bailando al son de Quico.
La gente de La Ribera es muy alegre y, a la vez, muy laboriosa; a la hora de trabajar, se dedican con
gran tesón a sus quehaceres -ganar terreno a las vertientes del Duero, en forma de bancales, fue un trabajo titánico; pero no lo hicieron titanes, sino estos hombres y mujeres- , pero cuando están de fiesta, se dedican a esta, si cabe, con más ahínco aún; disfrutando plenamente del jolgorio.
Bueno, pues aquel día la fiesta se prolongó más de lo recomendable, ¡eran ya pasadas las once de la noche! y en esa época, a partir de ciertas horas, no estaba permitido meter ruido en los bares ni en la calle porque interfería con el sueño de los vecinos y éstos tenían derecho a dormir (en la actualidad, cuando hay verbenas en las plazas de los pueblos hasta las tres de la madrugada, tiene uno la sensación de que este derecho ya no existe). 
Llegó la Guardia Civil al bar donde los miezucos bailaban, al son de la gaita y el tamboril, y, debido a "lo avanzado de la hora”, decidieron acabar de inmediato con el jaleo.
Hubo algunas protestas de la gente, por fastidiarles el divertimento; algunos solicitaron a los guardias una prorroga y éstos se enfadaron; entonces, el sentido de la autoridad se ejercía sin miramientos, y, como no se puede sancionar a nadie por bailar, quien “cargó con el mochuelo” fue el tamborilero, que para eso era quien “metía el ruido”, a quien decidieron imponerle una multa.
El pobre Quico no se lo creía: él, que había dejado de tocar cuando se lo indicaron los guardias, y que no había protestado en absoluto, resultó ser el chivo expiatorio de todo el asunto.
   El hecho fue muy comentado en el pueblo y nuestro tamborilero estaba enfadadísimo; no era sólo el importe de la multa lo que le dolía, lo peor de todo era que él, un hombre formal y respetuoso al máximo con las normas de convivencia, había sido multado como si fuera un vulgar delincuente. Todos eran igual de “culpables”, pero la autoridad sólo le había sancionado a él.
 Esta deshonra pública le dolió profundamente y, como todo había ocurrido por tocar el tamboril, se prometió a sí mismo no volver a hacerlo jamás…renunciaba a ser tamborilero.  
 A los pocos días, no sabemos si de forma casual o premeditada, el tamborilero de Cerezal, que en otras ocasiones había pretendido comprarle el tamboril, pasó por Mieza, se acercó a la casa de Quico, que aún continuaba muy enfadado, y esta vez sí consiguió que se lo vendiera. Éste, al fin y al cabo, había decidido dejar de ser tamborilero y no tenía intención alguna de volver a tocarlo más; si encima el otro mostraba tanto interés por él, por qué no iba a vendérselo.
 Es sabido que uno, cuando está enfadado, no debe tomar decisiones importantes pues luego, casi siempre, acaba arrepintiéndose; aunque, en este caso, la decisión adoptada por Quico parecía haber sido acertada ya que pasaban los días y él, anímicamente, se encontraba muy bien.   

El tiempo, que nunca se detiene, siguió su curso y se aproximaba la Fiesta del Ofertorio (Las Madrinas); esta fiesta, entonces, se celebraba en Mieza, en honor a la Virgen del Rosario, el día 7 de octubre.
 Cuando las madrinas de aquel año se dirigieron a Quico, requiriendo sus servicios, para que tocara el día de la Virgen, éste les notificó que, tras lo ocurrido en la pasada fiesta de septiembre, había perdido la ilusión de ser tamborilero y que ya no iba a volver tocar más.
Como prueba de que sus intenciones iban en serio, les informó que incluso había vendido su tamboril. 

 Aquel año, cuando llegó el Día de las Madrinas, éstas tuvieron que contratar al tamborilero de un pueblo vecino y Quico acudió a la ceremonia del ofertorio como un ciudadano más, convencido de que la decisión que había adoptado, de no volver a ejercer de   tamborilero, era la más apropiada.  A pesar de todo, sintió una sensación extraña; durante muchos años, siempre había sido él quien había acompañado a las madrinas durante El Ofertorio y era la primera vez que acudía como un simple espectador.
Un caballero, si no tiene caballo, deja de ser caballero; del mismo modo, un tamborilero, sin tamboril, ya no es tamborilero. Así lo había considerado Quico hasta entonces, plenamente convencido de que la decisión de renunciar a tocar el tamboril y, además venderlo, había sido acertada. No obstante, el escuchar los sones de gaita y tamboril por las calles de Mieza, interpretados por el colega del pueblo vecino, no le dejó indiferente.

Aquella noche, a la hora de acostarse, el "ex tamborilero" no tenía sueño alguno y sentía un desasosiego interior que no sabía explicar muy bien. Dicen que "la mejor almohada para dormir es tener una conciencia tranquila" y aquella noche la conciencia del tamborilero no lo estaba.
Tardó mucho en conciliar el sueño y, cuando por fin lo logró, éste no alcanzó el grado de profundidad que es deseable; aquello, ni de lejos era un sueño reparador sino todo lo contrario; sólo pudo alcanzar un nivel de sueño muy superficial y las horas que permaneció en la cama se mantuvo en un nivel semi-vigil, (medio despierto-medio dormido). En este estado de semiinconsciencia, acudieron un montón de ideas a su cabeza.
 Aquellos pensamientos, que durante toda la tarde habían permanecido en su subconsciente, afloraron de golpe y con gran nitidez a su mente, haciéndose plenamente conscientes; fue entonces cuando comprendió qué es lo que realmente le pasaba (Los psicoterapeutas cobran dinero a sus pacientes por trabajar con ellos para lograr que hagan conscientes los pensamientos que tienen ocultos en su subconsciente; en cambio, a Quico, este proceso le salió barato: le fue suficiente apoyar la cabeza en la almohada y estar medio adormilado, para que estos pensamientos llegaran en tropel)

   Las preocupaciones que se habían hecho conscientes al acostarse, y que interferían el sueño de este hombre, estaban relacionadas con la decisión de haber abandonado el oficio de tamborilero. El firme convencimiento de haber tomado una decisión correcta, al vender su tamboril porque no iba a volver a tocarlo, había desaparecido.
 Tantos años de ser el tamborilero del lugar, no podían ser olvidados de la noche a la mañana: Por un lado estaba la gran afición que había desarrollado durante tanto tiempo y, por otro, la obligación que sentía hacía su hermano, de quien había heredado su tamboril, al morir este. ¿Pero quién era él para desprenderse de algo que era patrimonio de la familia? ¿Dónde se ha visto que un tamborilero venda su tamboril? ¿Quién iba a acompañar en el futuro a Las Madrinas; a tocar el Baile de La Bandera en la fiesta y a acompañar en las bodas y demás celebraciones a sus paisanos? Sí, podían contratar al tamborilero de otro pueblo, como había ocurrido en esta ocasión, pero la gente quiere que le toquen lo suyo, lo del pueblo. Además, si no quería ejercer de tamborilero, pues vale… pero es que además estaba el otro tema: la venta del tamboril. Aunque no quisiera tocarlo, nunca debió venderlo; no era un simple instrumento musical, formaba parte de su vida, de su persona y hasta de la familia; lo había heredado de su hermano y, por lo tanto, lo normal es que estuviera en su casa, de donde nunca debió haber salido.
 En cuanto al conflicto con la guardia civil, tampoco era para tanto; todos sus paisanos le habían apoyado dándole la razón; él, en su día, pagó la multa y se acabó...no le debía nada a nadie
(En prueba de solidaridad con Quico, hubiera estado muy bien haber hecho una colecta los presentes en el bar, la noche de autos, y entre todos haber abonado la multa; pero como esto no era una película con final feliz, sino un hecho de la vida real, fue él quien la pagó)

 Todos estos pensamientos estuvieron circulando, constantemente, por la cabeza del tamborilero, a lo largo de la noche. Al llegar la mañana, una vez que se levantó, le dijo a su mujer:
- ¡Mira!, esta tarde cojo la mula -entonces, apenas había coches particulares- y voy a Cerezal. A ver si ******** quiere devolverme el tamboril. No debí venderlo ¡Qué tonto fui!
- ¡Pues claro que no debiste venderlo!, le apoyó la esposa. Cuando uno es tamborilero lo es para siempre. Es tu tamboril ¡cómo no va a devolvértelo!; dile la verdad, que estabas enfadado y ya está. Él también es tamborilero y sabe lo que significa ese instrumento para ti.
- Ya veremos -respondió Quico-. Con lo que le costó hacerse con él, no va a ser fácil; a ver si esta noche el tamboril duerme en casa.

   El tamboril no durmió en casa esa noche; su nuevo propietario estaba encantado con él; era un tamboril excelente, le había costado mucho esfuerzo adquirirlo y se negó rotundamente a revenderlo a su antiguo dueño.
   Cuando Quico volvió a Mieza, estaba desesperado y renegado de la vida. Estaba enfadado consigo mismo, con el colega de Cerezal y con el mundo entero. Del disgusto que traía no quiso ni cenar y se fue directo a la cama con el convencimiento de que le esperaba una noche de insomnio. 
 Su esposa también estaba enojadísima; el tamboril…su tamboril, tenía que volver a casa como fuera; formaba parte del patrimonio familiar y era de ley que estuviese donde nunca debió faltar. Ella, como tamborilera consorte, decidió que debía tomar cartas en el asunto.
    Al día siguiente, la mujer de Quico recorrió a pie los seis kilómetros que separan Mieza de Cerezal, fue directa a la casa del tamborilero de este segundo pueblo y mantuvo una larga charla con éste:  le ofreció más dinero por el tamboril que el que éste había pagado por él…le rogó…le suplico…le dijo que si hacía falta se lo pedía de rodillas…que cómo iba a poder tocar aquel tamboril sabiendo que, en
Cerezal de Peñahorcada
realidad, pertenecía Quico…que su marido estaba muy arrepentido de haberle vendido un tamboril que había pertenecido a su difunto hermano…que por un momento de ira, su esposo iba a vivir amargado el resto de su vida…que ella no podía volver a Mieza sin el objeto de la discordia, que...que…que…
   El caso es que ocurrió lo que tenía que ocurrir. ¡Si es que, lo que no consiga una mujer...! El tamborilero de Cerezal, finalmente, accedió a devolverle el tamboril por el mismo dinero que a él le había costado. Era un hombre honrado y comprendía que el tamboril, aunque legalmente era suyo, moralmente no lo era.
 La esposa de Quico lo metió en un saco, se lo puso al hombro y desanduvo el camino hasta Mieza “la mar” de contenta. Ya estaba oscureciendo cuando llegó al pueblo; al entrar en su casa, el marido reparó en el saco y, sobre todo, en la sonrisa que traía su mujer.
- ¡Toma!, dijo ésta a Quico. ¡Aquí lo tienes! ¡No sabes lo que ha costado convencerlo para que me lo devolviera! ¡Espero que, en toda tu vida, no se te ocurra volver a desprenderte de él!
- ¡Ni por todo el oro del mundo!, contestó este.
   Sacó el tamboril del saco y lo acarició por todos los lados. Era el reencuentro con un viejo amigo que volvía a casa tras un montón de vicisitudes; tensó las cuerdas con las abrazaderas, ajustó la cuerda del parche posterior, cogió la porra (baqueta) y comenzó a tocarlo ¡Cuánto tiempo sin oírlo!  Sonaba estupendamente, como siempre. Le debió parecer música celestial.
-  Fue uno de los días más felices de mi vida. Me confesó el tamborilero.