viernes, 23 de abril de 2021

El milagro de San Hermógenes

 


    Una vez estuve en un pueblo donde tenían a San Hermógenes  como patrón y, al visitar la iglesia de aquel lugar, vi su altar mayor de estilo neoclásico, con varias imágenes en el mismo, pero allí no estaba la del patrón; a éste, le tenían reservada una capilla en una de las zonas laterales del templo a la que se accedía a través de una gran puerta metálica enrejada que estaba abierta y, al pasar al interior, vi, adosado a la pared, un altar de piedra granítica de muy buena factura, destinado a albergar la imagen del santo, pero se encontraba vacío.

    En el cielo supongo que todos los santos merecen la misma consideración, pero aquí en la tierra no ocurre lo mismo, en el santoral hay categorías. En primer lugar están los santos más populares, vendría a ser la creme de la creme de la santidad, como San José, San Juan, San Pedro, San Sebastián, San Blas, San Antonio, San Miguel, San Roque…,  que son patronos de muchos lugares; después, tenemos una larga lista de santos que, aunque no son tan conocidos, mantienen un cierto renombre, vendrían a ser santos de  segunda división, como ocurre en nuestro pueblo con San Felipe, olvidado por todos en nuestra ermita, y, por último, están los santos menos conocidos, a los que podríamos catalogar

San Felipe: Olvidado en nuestra ermita

de tercera categoría, de los que apenas hay imágenes, como ocurre con San Hermógenes, un soldado romano que, en un ejercicio de transfuguismo, tan propio entre los políticos de hoy , se convirtió al cristianismo junto a otros compañeros; con la diferencia de que los tránsfugas de antes no eran tan bien tratados como a los de ahora. Cómo sería la cosa que, por este motivo, fue martirizado.

    De San Hermógenes, yo sabía muy poco…el nombre y poco más, por ello, cuando me enteré de que era el patrón de aquel pueblo, sentí una enorme curiosidad por ver cómo era su imagen. Al haber sido soldado, me lo imaginaba vestido de legionario romano, mas tuve que seguir sólo imaginándolo, pues, como ya comenté anteriormente, su altar estaba vacío.

   Ante la alternativa de que la imagen no estuviera en su lugar, por hallarse en proceso de restauración, y aprovechando que el cura, en ese momento, estaba en la sacristía, me dirigí hasta allí  a preguntarle por la imagen.

   Se trataba de un cura joven y, después de presentarme, tras oír mi pregunta, se sintió bastante extrañado por mi interés; debió llamarle mucho la atención que un forastero se interesara precisamente por ese santo.

  Me comentó que él llevaba ejerciendo de párroco, en aquel pueblo, cinco años, y que cuando llegó, San Hermógenes ya no estaba en su altar. El anterior cura le había dicho que él, a su vez, cuando había llegado a aquel pueblo, bastantes años atrás, tampoco estaba, así que no podía darme muchas noticias al respecto.

-             -  ¿Pero la imagen ha existido alguna vez?, insistí yo

-             -Sí. Contestó el párroco. Claro que existió. La gente mayor del pueblo aún la recuerda.

-            - ¿Y sigue siendo el patrón del pueblo? Volví a preguntar.

       Por supuesto, dijo el cura algo irritado por la pregunta. Una cosa es que no haya imagen y otra que no exista el santo. No tienen nada que ver una cosa con la otra. Verás, continuó hablando el párroco, comprendo que te resulte extraño el hecho de que San Hermógenes sea el patrón del pueblo y no tengamos imagen alguna del mismo. Esto se debe a que un día, ya hace muchos años, desapareció en unas circunstancias algo extrañas, pero no es óbice alguno para que siga siendo nuestro patrón. Es más, la gente de aquí incluso habla de un milagro ocurrido por mediación del santo, aunque oficialmente nunca llegó a reconocerse. Yo llevo varias parroquias, sabrás que ahora hay pocos curas, y tengo mucha prisa. Me están esperando en otro pueblo para decir una misa. Si tienes mucho interés en el asunto, te aconsejo que vayas a ver a Elpidio, el antiguo sacristán. Es natural del pueblo y siempre ha vivido aquí, él te puede informar mucho mejor que yo; tiene muchos años, pero su memoria es fantástica y creo que es la persona idónea para satisfacer su curiosidad. Puedes decirle que vas de mi parte.Además, dijo el párroco para rematar la cuestión, como cura que soy, no soy la persona más indicada para hablar del milagro. Sólo te pido una cosa, si te habla del mismo, no juzgues los hechos con los ojos de un hombre de hoy, aquello ocurrió hace más de 60 años y la perspectiva de las cosas de entonces y de ahora es muy diferente. No lo olvides. 

        Era evidente que el cura sabía mucho más de San Hermógenes de lo que me había dado a entender, y que, elegantemente, se estaba quitando del medio para no seguir hablando del tema. Debía sospechar que no iba a conformarme con sus breves explicaciones y que iba a continuar preguntando a la gente del pueblo sobre su “patrón ausente”, así que, como mal menor, había decidido remitirme al sacristán.

  Estaba en un pueblo cuyo patrón era San Hermógenes, su imagen había desaparecido de la iglesia, tiempos atrás, en condiciones poco claras, y, además, había un milagro del que el cura no quería dar detalle alguno. Aquello se estaba poniendo muy interesante, así que, siguiendo su consejo decidí ir a ver al sacristán, por lo que, desde la iglesia fui directamente a casa de Elpidio, que es como se llamaba aquel hombre.

  El “oficio” de sacristán era -¿es?-  una actividad que consistía en ayudar al sacerdote durante los oficios religiosos, recayendo el puesto, generalmente, en gente muy cristiana que se prestaba a ello, desinteresadamente, y que hoy día, prácticamente, ha desparecido.

   Cabía la posibilidad de que Elpidio estuviera en el campo trabajando; mucha gente en los pueblos, cuando se jubila, tienen huertas o animales para seguir haciendo alguna tarea y entretenerse en algo, y si esto era así, tendría que volver otro día, pero Dios, o San Hermógenes -vaya usted a saber- , quiso que aquel fuera mi día de suerte ya que la esposa del sacristán me dijo que estaba en el pueblo, y que si quería verle, a estas horas - era la una del mediodía - todos los días, acostumbraba ir a los bares del pueblo  y que no iba a tener dificultad alguna en encontrarlo ya que sólo había dos y ambos estaban en la plaza, así que la cuestión era fácil: Si no estaba en uno, estaba en el otro.

   En el primer bar que entré, había cuatro clientes y uno de ellos era Elpidio. Tras saludarle, le dije que venía de parte del cura, le expliqué el motivo de haber ido a verle, que el párroco había comentado que él la personan idónea para informarme, y esto pareció agradarle. Además, le indiqué que quería invitarle a algo mientras me lo contaba. De hecho, invité a todos los parroquianos que estaban con él.

 Hay personas que cuando hablas con ellas, notas rápidamente que son algo antipáticas y basan su lenguaje en monosílabos, economizando las palabras de tal modo que, si un día los encuentras simpáticos, hasta te preocupas por ellos, pensando que les está puede estar pasando algo; a otras, en cambio, les preguntas que cómo están, y te cuentan hasta como se llamaban sus padrinos de bautizo.

   La mayoría, nos encontramos en un término medio y ese supongo que era el caso de Elpidio, pero a aquellas horas, tras los vinos que se había trasegado anteriormente, y el que yo le invité, estaba bastante locuaz haciendo bueno el dicho “ Después de la lluvia nace la hierba; después del vino, las palabras “, así que, tras beber un poco del vaso -creo que era clarete de Cigales- que nos había puesto la camarera, empezó a contarme:

 -     Mira, yo ya soy muy viejo; tengo ochenta y tres años y he sido sacristán durante más de sesenta. Iba para cura y estuve en el seminario varios años, pero me gustaban las mujeres y lo del voto de castidad no me convencía nada, así que, a los diecisiete años, lo dejé ¿y sabes lo primero que hice cuando dejé el seminario?

-     Se buscó una novia. Respondí yo.

-       Efectivamente. Continuó, entre risas, Elpidio. A mí me gustaba estudiar y se me daba bien el latín, que entonces era fundamental para las misas y celebraciones religiosas; coincidió que por aquella época murió el antiguo sacristán, y el cura que había entonces, don Emeterio, un día se presentó en mi casa y dijo que, aprovechando que había sido seminarista y sabía latín, tenía que ser el nuevo sacristán. ¡Y eso que yo no iba ni a misa!

      No hay peor cristiano que aquel que, durante años, ha estado asistiendo, por obligación, a diario a misas, rosarios y resto de actividades que hay en los seminarios, como me había ocurrido a mí, así que la cosa no me hacía gracia alguna y me negué, pero don Emeterio insistió y supo convencerme con un buen argumento. Me ofreció un pequeño sueldo, al mes. Algo testimonial, todo sea dicho, así que acepté y hasta ahora. Actualmente los sacristanes ya no tenemos función alguna y hace años que “dejé de ejercer”, pero en el pueblo, para todos, sigo siendo el sacristán.

- ¿Sigue cobrando como sacristán? Pregunté yo.

- No. Hace mucho que dejé de hacerlo. Si no hago nada, no puedo cobrar nada.  Pero estuve cobrando mi sueldo bastante tiempo. Debía ser el único sacristán asalariado de toda la diócesis.

 -     En cuanto a la imagen de San Hermógenes, falta de su altar desde hace más de 50 años. Continuó hablando Elpidio. Por aquel entonces, se había casado el alcalde del pueblo, un hombre que sobrepasaba ampliamente los cuarenta, con una mujer de veinticinco, pasaba el tiempo, no tenían hijos, y en un pueblo pequeño donde la vida privada es un hecho desconocido, la gente preguntaba continuamente al matrimonio que qué pasaba con los hijos, y que a ver si es que “no valían” -una expresión muy corriente de entonces para referirse a los problemas de reproducción que tenemos algunas personas-

   El problema estaba en él y no de ella, como veras más adelante. Aclaró Elpidio. Se rumoreaba que, como él ya tenía sus años, “las cosas” en la cama no funcionaban como Dios manda, porque “el pajarito no le volaba bien”, y así, malamente, podían hacer lo que hay que hacer para poder tener un hijo.

   Hoy día, la medicina tiene remedios para arreglar esas cosas, pero en aquellos tiempos todavía no había los adelantos de hoy día, y, para intentar solucionar el problema, a Marcelina, así se llamaba la mujer del alcalde, se le ocurrió hacer una novena al patrón del pueblo, a San Hermógenes, pidiéndole que hiciera lo posible para que pudiera tener un hijo.

   Yo escuchaba atentamente al sacristán, y empecé a hacerme un esquema de lo que podía haber ocurrido: don Emeterio había escuchado las súplicas de la mujer al santo, había decidido ayudarla “debidamente”, ella, entonces, tuvo un hijo, y todos tan contentos. Pero no fue eso lo que sucedió; además, eso no era muy milagroso que digamos.    

   Resultó que la mujer del alcalde, la de los veinticinco años, le pidió a San Hermógenes con mucha fe que, como quería tener un hijo, hiciera lo posible para que esto pudiera suceder. Si una novena consiste en efectuar rezos a la Virgen o algún Santo durante nueve días, ya casi al final de la misma, al octavo día, el marido sufrió un infarto tremendo y murió “de repente”, quedando la mujer viuda; así que la novena de Marcelina, al santo, para poder tener un hijo, pensó ella que había quedado en agua de borrajas.

    Cuando en una pareja, uno de los dos cónyuges es 20 años mayor que el otro, hay muchas posibilidades de que uno de los dos sea rico -generalmente, el más viejo-, y aquí ocurría lo mismo. El alcalde era rico y Marcelina le heredó; así que ella, una mujer viuda, joven, rica y de buen ver, se convirtió en una mujer muy cotizada para todos los solteros de la comarca. Tras pasar el luto reglamentario, que entonces se cumplía, empezó a tener pretendientes, uno de ellos fue de su gusto, y volvió a casarse.

  El nuevo marido era parejo en edad y “todo lo tenía en buen uso” –el sacristán lo contó de otra manera más explícita-  así que al año del “casamento”, aproximadamente, la pareja tuvo un hermoso niño.

   Marcelina estaba inmensamente feliz con el retoño y decía a todo el mundo que ahora es cuando lo entendía todo; que su novena no había sido en balde, y que el embarazo y nacimiento de su hijo había sido un auténtico milagro propiciado por San Hermógenes. Ella se había dirigido al santo pidiéndole un hijo y lo tenía gracias a que éste que, siguiendo unos caminos un poco enrevesados eso sí, desde el cielo había hecho lo posible para que tal cosa sucediera.

  La feliz mamá, en agradecimiento al santo, hizo la promesa de que, durante un año, en su capilla no iba a faltar nunca una vela encendida y, a raíz de esto, por toda la comarca se corrió la voz de que San Hermógenes era un santo “muy apañao” para ayudar a las parejas a tener hijos. Debido a esta circunstancia, en su capilla, a partir de entonces, era muy habitual ver al lado de las velas que ponía Marcelina, otras que llevaban algunas mujeres pidiendo al santo otro milagro.

  Don Emeterio, siguió contando el sacristán, nunca admitió que aquello hubiera sido un milagro. Decía que todo había sido producto de la casualidad; pero, por otra parte, estaba contentísimo porque gracias al santo “milagrero”, la iglesia era muy muy visitada y las más devotas dejaban donativos en el cepillo, así que “por qué iba a estropearles la fe” en el patrón del pueblo.

   Todo iba sobre sobre ruedas, hasta que un día una mujer de un pueblo cercano, apareció en el templo con una vela y preguntó al cura que cual era la capilla de San Hermógenes. Don Emeterio se lo indicó, y le dijo que si no tenía hijos.

-     Sí. Respondió la mujer. Tengo cuatro hijos.

-  ¿¡¡Cuatro hijos!!? Contestó don Emeterio sumamente sorprendido ¿Y viene a pedirle otro a San Hermógenes?

-     ¡No señor! ¡Cómo voy a pedirle un hijo a San Hermógenes!  Contestó la mujer con desdén. Lo que pasa es que tengo un problema tremendo con mi marido. Es un mal esposo y ya no sé qué hacer con él -entonces no existía el divorcio en España, y cuando uno se casaba era para “ toda la vida”- Conozco a la Marcelina, sé que le pidió a San Hermógenes que hiciera lo posible para poder tener un hijo, y el santo lo solucionó todo: arregló el problema que tenía con el marido, y así pudo después tener el niño. Bueno, pues yo como ya tengo hijos, no necesito pedirle tanto al santo, con la mitad del milagro me conformo.

  

   Al oír esto, don Emeterio, se quedó helado. Siguió hablando Elpidio. Él pensaba que todas las velas que le llevaban las mujeres al santo eran para buscar descendencia, y ahora resultaba que aquella, y quien sabe si alguna más, iban sólo a pedirle la primera parte del milagro.

   Aquella misma tarde me encargó que llamara al herrero y que le ayudara a poner una cerradura a la puerta de la capilla de San Hermógenes, ya que sólo tenía un pasador, pues no quería que nadie volviera a entrar en la misma a pedirle milagros de ningún tipo al santo; pero, a pesar de todo, seguían apareciendo velas encendidas en el suelo, por fuera de la reja, de modo que, una madrugada, misteriosamente, desapareció la imagen del santo de su capilla, para evitar que  la gente continuara pidiéndole milagros.

-                    -   ¿ Y qué fue de la imagen?  Pregunté yo.

-     No estoy seguro del todo. Contestó el sacristán. Don Emeterio, decía que se la habían llevado al obispado y que este la había enviado a alguna parroquia de otra diócesis, lejos de la nuestra, para que las feligresas le perdieran la pista y se olvidaran de ella; pero yo tengo serias dudas de que acabara así.  

    Había un anticuario que venía mucho por los pueblos a comprar cosas viejas a la gente, y don Emeterio a veces le vendía cosas que decía que “ya no servían”. Unos días antes de la desaparición de la imagen, ese hombre había estado por aquí y yo mismo le vi hablando con él. Si a eso unimos que la desaparición, ocurrió una noche y a escondidas, creo que la sospecha es más que fundada de donde pudo acabar San Hermógenes. Habría que preguntarle al anticuario, pero murió ya hace muchos años.