sábado, 18 de julio de 2020

El Tío de las Guindas

   En el campo decimos que es tiempo de cerezas cuando este fruto ya está maduro y listo para su consumo, una época que en nuestro medio transcurre generalmente desde primeros de mayo hasta mediados de julio; todos los años, cuando llegaba la temporada de las cerezas, la gente, en nuestra zona, hablaba indistintamente de guindas y cerezas, como esto era algo que estaba habituado a oír desde niño, nunca había llamado excesivamente mi atención. Fue el año pasado cuando reparé en ello y me surgió la duda ¿Cerezas y guindas son sinónimos del mismo fruto? ¿Acaso corresponden a dos frutos diferentes?

    Sócrates uno de los grandes filósofos en la Grecia Clásica (el siglo V a. de C.), vivía en Atenas y acostumbraba a ir al ágora (la plaza) para hablar con la gente. Si hubieran existido entonces las tabernas, seguramente estas conversaciones socráticas hubieran tenido lugar en algún bar ateniense, ante una copa de vino griego, que creo que es muy bueno, pero como en esos tiempos los bares aún no se habían inventado, todo esto tenía lugar en plena calle.
   Este filósofo se caracterizaba por plantear, a quienes le escuchaban, preguntas trascendentes que hoy día, a pesar de los años transcurridos, siguen estando vigentes, del tipo: ¿Todo lo que es legal es justo?, ¿Crees que los dioses escuchan por igual a los ricos que a los pobres? ¿Piensas que los políticos buscan el bien del pueblo, o el bien propio?   

   Actualmente, en pueblos y ciudades, por suerte sí hay bares y yo un día, en una cafetería de la plaza de mi pueblo, emulando a Sócrates, pregunté a dos paisanos que estaban a mi lado cuál era la diferencia entre las guindas y las cerezas -la pregunta muy trascendental no es que fuera, pero era la duda que yo tenía aquel día y aquellos dos parroquianos tenían pinta de saber del tema -   
   La cuestión parecía muy simple y yo esperaba una respuesta clara y sencilla, pero, para mí sorpresa, allí se estableció un auténtico debate sobre el asunto. Aunque la pregunta iba dirigida a los dos hombres que estaban a mi lado, en aquel momento había cuatro o cinco clientes más en el bar y todos acabaron opinando sobre el tema; además, como casi siempre ocurre en los grandes debates académicos, tampoco hubo un acuerdo final.

   Uno afirmaba que no había diferencia alguna y que simplemente eran dos formas diferentes de llamar al mismo fruto; otro opinaba no tenían nada que ver una con la otra, “que las guindas eran guindas y las cerezas eran cerezas” -esto último no pudo rebatírselo nadie- ; otro contaba que siempre prefería comer guindas en vez de cerezas porque eran más digestivas; un cuarto afirmaba que las guindas no eran buenas para comer en fresco y que sólo valían para meterlas en aguardiente, pues le daban un buen sabor  -imagino que después, cuando se bebiera el aguardiente, aprovecharía para comer alguna guinda y entonces hasta le parecerían exquisitas-… En fin, no sé cómo volvía Sócrates a casa después de cada uno de sus debates en el ágora ateniense, pero yo volví a la mía con las mismas dudas que tenía cuando hice la pregunta. 
   Por lo visto, todos debían ser especialistas en cerezas, o al menos creían serlo, y cuando abandoné el bar aún seguían discutiendo sobre el tema, así que tuve que valerme de otros medios para enterarme del asunto.

  Aquellos que empleen ambos nombres, guindas y cerezas, indistintamente, hay que decirles que no están cometiendo error alguno ya que ambas son cerezas que se corresponden con distintas variedades del mismo fruto.
   Las guindas son cerezas que proceden de un árbol: prunus cerasus (conocido popularmente como “guindo”), tienen un sabor agridulce y, aunque se puede comer el fruto fresco y antes era muy común encontrarlas a la venta, hoy día se emplean fundamentalmente para elaborar aguardiente y hacer mermeladas u otro tipo de conservas.
   El resto de las cerezas proceden de otro árbol: prunus avium (el cerezo común) que da un tipo de cerezas más dulces que las guindas. Pero de ningún modo hemos de pensar que sólo hay dos tipos de cerezas, en el mundo hay muchas variedades de ellas; sólo en España, existe más medio centenar.
  
   Hasta no hace mucho tiempo, en las tiendas encontrábamos indistintamente cerezas y guindas, pero, como la cereza dulce, comercialmente, tenía más aceptación, los agricultores han ido seleccionando las variedades en aras a una mayor rentabilidad, se ha ido industrializando el cultivo, y hoy día casi el 100% de las cerezas que vemos a la venta en las fruterías corresponden a variedades de cerezas dulces.

   Se trata de un fruto muy apreciado, cuyo cultivo está muy difundido por todo el mundo; propio de climas templados, en España los cerezos crecen muy bien en las zonas con clima mediterráneo. En Salamanca, así como en el resto de la Submeseta Norte, tenemos un clima de tipo continental que no es apropiado para este tipo de cultivo; no obstante, hay algunas zonas donde existe un microclima muy parecido al mediterráneo, como ocurre en las Arribes Duero, y ello ha hecho posible el cultivo de la cereza en algunos pueblos, especialmente en Mieza que es el único lugar de la comarca donde la producción de este fruto ha alcanzado cierta entidad.
   En este pueblo, actualmente, está muy racionalizado el cultivo y hay una cooperativa que comercializa casi toda la cosecha, pero antes cada productor, a título individual, cultivaba sus cerezos y, cuando el fruto ya estaba maduro, metía las cerezas en unas banastas, las colocaba a lomos de un mulo o un burro, a modo de alforjas, y recorría la comarca vendiendo la mercancía por los pueblos, directamente. Era un comercio sin intermediarios, de productor a consumidor.
   En aquellos tiempos, hasta hace unos 50-60 años, apenas existían los coches particulares y menos entre la gente del campo, así que la imagen de un hombre con una caballería cargada con unas banastas, no solo de cerezas sino con otras variedades de fruta, vendiendo por las casas, puerta a puerta, formaba parte del paisaje habitual en las calles de nuestros pueblos.

   Esto ocurrió hace ya muchos años, un día de primeros de julio. Situémonos en la hora incierta que es el mediodía - aunque el mediodía cronológico de cada jornada son las 12 horas y ahí no cabe discusión alguna, la gente no tiene tan claro el concepto del mediodía. Cada uno tenemos nuestra propia “hora del mediodía” y ésta, a menudo, no coincide con la hora de los demás. Si tenemos en cuenta que casi todos consideramos que la tarde comienza una vez que hemos comido, obviamente, el “mediodía de cada uno” es el tiempo que transcurre desde las doce hasta este momento, de ahí que para algunos “su mediodía” incluso puede durar horas-
   
   Era “el mediodía” y un grupo de cuatro hombres, que estaba en una de las tabernas del pueblo, salió del establecimiento con intención de ir a otro bar antes de dispersarse y regresar cada uno a su casa para comer. Una vez en la calle, vieron que pasaba en ese momento un hombre vendiendo guindas.
   El vendedor era de Mieza, había salido de su pueblo temprano y, tras pasar por Cerezal, como allí no vendiera toda la mercancía, había continuado hasta Barrueco. Una vez aquí, si no conseguía acabar con las existencias del día, aún continuaría su recorrido por algún otro pueblo ya que el objetivo siempre era el mismo: volver a casa después de haber vendido toda la fruta que llevaba. 
   Estos hombres de Mieza eran gente muy laboriosa. Se levantaban al amanecer, aparejaban la caballería con la carga y salían de su pueblo a recorrer la comarca para vender la fruta. Cuando   regresaban a su lugar de origen, como en esta época del año las tardes son muy largas, muchas veces el descanso que se tomaban consistía en ir al campo a recoger la fruta que saldrían a vender el día siguiente y así un día tras otro hasta que acababa la temporada y en los árboles ya no quedaba fruto alguno.

   (Aviso: Si alguien pretende, hoy día, hallar algún ejemplar de este tipo de personas tan trabajadoras, que no pierda el tiempo. No lo va a encontrar. Tal como ocurriera con los dinosaurios hace millones de años, más recientemente, eso sí, también se han extinguido).   
 
     Como ya indiqué anteriormente, entonces casi nadie tenía coche y los burros y mulos eran los vehículos empleados habitualmente para estos menesteres.
     Aquellos hombres, al salir del bar y ver al miezuco, uno de ellos preguntó:

   -   ¡Qué vende, buen hombre!
   ¡Tengo guindas! ¡Muy buenas! ¡Además, están recién cogidas! Contestó el vendedor
   -   ¡A cuánto son!, preguntó otro.
   -   ¡Muy baratas!, respondió el de Mieza, sin dar más detalles.

   Él sabía que quien se encargaba de hacer la compra de cada casa siempre era la mujer, así que no mostró demasiado interés en perder el tiempo con aquella cuadrilla de hombres que ya de mañana andaban de bares.
   Entonces, los hombres repararon en la burrita que traía el hombre para transportar las cerezas -esta iba habitualmente en unas banastas a modo de alforjas- y les hizo mucha gracia ya que era muy pequeña.
   En el mundo hay muchas razas de burros de distintos tamaños y pelajes; en lo referente al tamaño, hay asnos grandes, otros que podríamos catalogarlos de tamaño intermedio, y también pequeños que resultan muy simpáticos a la vista como era el caso.
   Análogamente a lo que sucede hoy día con los coches, ya que mientras unos los prefieren  grandes y largos otros los eligen cortos y pequeños, entonces con los burros sucedía lo mismo. Algunos preferían burros corpulentos de gran alzada, para el trabajo, y otros en cambio los elegían  pequeños; quienes tenían burros chicos,  casi siempre era para hacer labores menores o, simplemente, como vehículo para desplazarse a los distintos lugares. A veces resultaba grotesco ver hombres muy altos subidos en burros bajitos, que iban casi arrastrando los pies por el suelo.
 
   La burrita del hombre de las guindas era de este tipo. De pelaje marrón oscuro, apenas medía 1,20 m. de alzada; sumamente dócil, allí estaba al lado del dueño sin que éste necesitase sujetarla para que permaneciera a su vera, soportando en el lomo la carga de cerezas.

-   ¿De dónde viene usted con una burra tan pequeña? Preguntó otro. ¿Viene de Mieza?
-    ¡Pues sí! Soy de Mieza y vengo de Mieza. Contestó el vendedor. La burra, aunque la ven chica, tiene mucha fuerza, lo que pasa es que yo he venido andando con ella; cuando venda todas las guindas, entonces ya me subo en la burra para volver a mí pueblo.
  
   Todos miraban con atención a la simpática burrita y ésta le miraba a ellos con indiferencia. Entonces comentó uno:

   La burra es bonita. Si casi debe dar pena subirse en ella. ¿Es una cría?
-  ¡Qué va a ser una cría! Contestó el de Mieza con desdén, al ver que aquellos hombres, de pronto, habían perdido todo el interés por las guindas, si es que lo habían tenido alguna vez, y ahora este se centraba en la burra. La tengo desde hace tiempo y el animal es así, pequeño… como el dueño.
- Bueno amigos, continuó hablando el dueño del animal, yo he venido a vender cerezas y si quieren comprar alguna…vale, y si no…yo sigo mi camino. Está empezando a hacer calor y tengo que acabar de vender toda la fruta para poder volver pronto “pal” pueblo.
¡No tenga tanta prisa!, dijo otro. Si hace falta, nosotros le compramos algunas guindas y ya 
 está. Déjenos admirar la burrita un poco más.

   Eran hombres jóvenes los que formaban el grupo y el que acababa de hablar estaba encantado con el animal, empezó a acariciarle la cabeza y el cuello a la par que le dirigía algunas palabras para que se tranquilizara ante la presencia de un extraño como él, y ella se dejaba hacer.

  -  Si no llevara usted la carga de guindas, le pedía que me dejara dar un paseo en la burra. ¡Qué bonita es! Aunque al verla tan pequeña, casi da pena subirse en ella. Dan ganas hasta de cogerla.
-   ¡Pues cógela si puedes! Contestó el dueño que estaba empezando a cansarse de la situación. Él había llegado a ese pueblo a vender guindas, tenía que continuar recorriendo las calles del lugar anunciando la mercancía por las casas, y estaba allí parado en mitad de la calle con aquellos hombres a quienes lo único que les interesaba era lo graciosa que era la burra que llevaba. Así que decidió zanjar la conversación y seguir con su actividad mercantil.
-    Mirad, la burra la compré siendo una cría hace 3 años, y aunque la veáis pequeña es muy fuerte, me lleva a todos los sitios y me hace el avío. Además, añadió a modo de broma, tiene la ventaja de que si un día voy subido y me caigo de ella, como es bajita, el suelo está cerca y me haré poco daño. Al principio, cuando la compré, alguna vez la cogí, así que imaginad lo pequeña que era cuando era una cría, pero creció y ahora cualquiera carga con ella. En fin, me alegra que os guste la burra, pero ella y yo tenemos que seguir nuestro camino.

-       ¡Espere un poco, hombre! Dijo el que acariciaba al animal. Nosotros vamos al bar que se ve allí adelante. ¿Qué le parece si cojo la burra, con la carga y todo, y la llevo hasta allí sin parar? Si puedo hacerlo, nos paga usted una ronda a todos, y si no logro llegar hasta allí, con la burra encima, los compañeros y yo le compramos todas las guindas que le quedan y así se puede volver para su pueblo ya mismo.

   Todos quedaron muy sorprendidos al escuchar lo que acababa de proponer el compañero, y el primero que reaccionó ante la propuesta fue el dueño del animal:

  ¿Pero dónde se ha visto tal cosa? Estoy acostumbrado a ver burros cargando con personas, pero nunca he visto personas cargando con burros.
            -  Si acepta, lo va a poder ver. Respondió el que había lanzado el desafío. Eso sí, se dirigió a 
           los amigos, si no soy capaz de llegar hasta allí, tenéis que comprometeros a comprar las         
           guindas conmigo. 
            -  ¡Venga, vale! Contestaron estos.

   El dueño de la burra aceptó de buen grado aquella inusual apuesta, convencido de que ya 
tenía vendida toda la mercancía del día; "el porteador" de burros se situó debajo del animal y los compañeros le ayudaron a sujetar la burra que, a pesar de su docilidad, lógicamente estaba algo asustada. La cargó sobre sus hombros, sujetando las patas adelante, sobre el pecho, para impedir que el animal se moviera, la izó del suelo y comenzó el recorrido cuya meta era un bar que estaba a la vista, frente a ellos, calle arriba, a unos cien metros aproximadamente de donde se encontraban.
 
   Con paso firme, el joven que cargaba con la burra avanzaba y sus compañeros, que iban tras él con el vendedor, no dejaban de animarle, jaleándole; en cambio, el dueño del animal, el “Tío de las Guindas”, caminaba en silencio convencido de que de un momento a otro iba a acabar el espectáculo.       
   Un hombre cargando con un asno, seguido por una cuadrilla de hombres animándole, no es un espectáculo que pueda verse todos los días, así que todo aquel que pasaba en aquellos momentos por la calle se detenía a mirar aquella extraña comitiva.
 
   El centenar de metros que separaban ambos bares, sin faltar ninguno, fue capaz de recorrer el fornido joven que cargaba con el animal. Cuando estaba a punto de llegar a su meta, los clientes de aquel establecimiento, al ver acercarse aquella extraña procesión, entre risas y comentarios salieron a la calle a recibirlos.
 
       Cuando la comitiva alcanzó la meta, llegando a la puerta del establecimiento, los compañeros           ayudaron al cargador de burros a dejar el animal en el suelo, le felicitaron por haber ganado la     
    apuesta y entraron en el bar a celebrar lo sucedido, a la par que el dueño del animal maldecía para 
    sus adentros haber aceptado el desafío; no solo había perdido la venta de las cerezas, sino que 
    además debía invitar a los apostantes. Él había dado su palabra y no podía faltar a ella.
¿Quién era más burro?   


   Este hecho sucedió realmente y, aunque no es un cuento, también tuvo un final feliz como las narraciones infantiles, pero los protagonistas no acabaron comiendo perdices, sino guindas.     El hombre que susurraba y cargaba con burros, y sus compañeros, eran buena gente y, en un acto de generosidad y gratitud,- La gratitud es la señal de las almas nobles (Esopo) - por el buen rato que habían pasado con el vendedor y su burra, hablaron con los demás clientes que había en el bar y entre todos los allí presentes, incluida la dueña del establecimiento, le compraron todas las guindas que aún le quedaban por vender;  gracias a ello, éste con su burra, subido en ella…ahora sí, desde el bar, muy contento,  emprendió el camino de regreso a su pueblo.

Nota
 Esto ocurrió a comienzos de 1960; ese día, mi padre, "a mediodía” (debían ser las 3 de la tarde) volvió a casa con dos kilos de cerezas.