martes, 4 de enero de 2022

Etnografía para niños (como yo)

   
   La forma de celebrar la navidad ha evolucionado mucho a lo largo del tiempo, tanto, que el sentido religioso que la originó ha quedado relegado a un segundo plano. El problema llega a tal punto, decía alguno, que a la Misa del Gallo ya no va ni el gallo. 
    La televisión, internet y el resto de medios de comunicación audiovisual, unido a la facilidad para viajar por el mundo…en resumen, la globalización, han determinado que el modo de celebrar la navidad sea bastante homogéneo aquí y en los países de nuestro entorno tomando como modelo ¡cómo no!, las costumbres norteamericanas. Cómo será la cosa, que ,antes, poner un árbol de navidad en el exterior de las casas y adornar sus fachadas, profusamente, con luces de todos los colores, era algo que solo veíamos en las películas de aquel continente y este año, en un pueblo, una noche fui a una casa y era tal el espectáculo de luz que los dueños habían montado en la fachada, que, cuando llamé a la puerta y me abrieron, estuve a punto de decirles ¡Good Nigth!, en vez de ¡Buenas noches! 

   Sin embargo, en épocas no tan lejanas, la celebración de la navidad tenía en cada lugar sus peculiaridades, como sucedía en nuestro pueblo donde, paralelamente a la fiesta religiosa, se celebraba la fiesta profana en la que una de sus manifestaciones consistía en cortar un árbol en el campo, llevarlo al pueblo y plantarlo en el medio de la plaza. 

   Unos veranos atrás, en Asturias, pasé por una aldea próxima a Oviedo, en una plazuela vi  plantado un árbol alto y recto, y no es que hubiera nacido allí. La gente del lugar había iba al campo, seleccionado un buen chopo -el pueblo estaba rodeado por unas magníficas arboledas -lo habían cortado por su base, habían recortado sus ramas dejando su tronco completamente liso, y, tras cavar un hoyo en el suelo, lo habían plantado en aquel lugar. 
   Un lugareño, me informó que era una ancestral costumbre, en aquel pueblo, la víspera de San Juan, plantar todos los años en la plaza “el árbol de San Juan”, un acto que iba asociado al encendido de una hoguera. El ritual, en su conjunto, era conocido como hacer “la Joguera” (quiero creer que hablaba de “la hoguera” aspirando la hache).
   Este acto de plantar un árbol durante unos días dentro del pueblo, cerca de sus habitantes, se hace en muchos lugares de nuestra geografía como Galicia, Asturias, Castilla, León, La Mancha, Aragón y en otras regiones (yo una vez pude verlo en un pueblo de la Sierra de Gata, al norte de Cáceres). 

   Mientras que en unos lugares el ritual se hace, o se hacía (casi siempre hay que hablar en pasado) la noche de San Juan, a comienzos del verano, como en aquella aldea asturiana; en otros sitios esto sucede al comienzo del invierno eligiendo un día cercano al 21 de diciembre; en ambos casos, las fechas no están elegidas al azar, sino que están relacionadas con los solsticios de verano e invierno. 
   En otros pueblos, en cambio, plantan su árbol la noche del 30 de abril para recibir al mes de mayo; siendo conocido, en estos casos, como árbol mayo, y el acto de colocarlo: plantar “el mayo”. 

   Estamos ante un rito antiquísimo, una reminiscencia de cultos precristianos, en unos casos relacionados con la fecundidad de la tierra y los animales, y en otros con los ciclos de luz solar…con los solsticios. 
   A lo largo del año, tenemos el solsticio de invierno y el de verano. En el hemisferio norte, el solsticio de invierno tiene lugar el 21-22 de diciembre; en esta fecha, el sol alcanza su cenit en el punto más bajo del horizonte siendo el día con menos horas de luz; a partir de entonces, la claridad de los días va alargándose progresivamente en detrimento de la oscuridad de las noches hasta el solsticio de verano (21-22 de junio), el día más luminoso del año, invirtiéndose entonces el proceso hasta el siguiente solsticio de invierno, cerrándose así el ciclo anual solsticial. 

   En aquellos lugares donde aún practican este rito de plantar un árbol dentro del pueblo, si preguntas a la gente el motivo de su realización, casi todos contestan que es una costumbre que se ha hecho desde siempre y esa es suficiente razón para ello, sin importarles demasiado su origen. 
   
   Esta costumbre, es un claro vestigio de dendolatría, la veneración que sentían nuestros antepasados más remotos por los bosques en general, y los árboles en particular. 
   En la antigüedad, en Europa, estuvo muy difundido el culto a los árboles, los bosques y los espíritus que los habitan, por parte de los pueblos germánicos, eslavos, celtas, iberos, celtíberos, e incluso por los civilizados griegos y romanos, perdiéndose los orígenes de esta tradición en la noche de los tiempos –una forma elegante de decir que ignoramos el inicio de algo – 

    Antes de que existieran las modernas religiones, nuestro credo, el cristianismo, es muy joven. “apenas” tiene 2021 años";  por lo tanto, “antes de que Dios anduviera por el mundo”, nuestros antepasados, durante muchos miles de años, no tenían los dioses modernos que tenemos ahora y creían en una serie de fuerzas superiores que regían sus destinos, eran “sus dioses”. 
   Los celtas, el primer pueblo que ocupó nuestro territorio, del que existen referencias escritas, tenían una caterva de divinidades: el sol, la luna, ríos, fuentes, montañas y otros accidentes orográficos…, y también rendían culto a los árboles. 
   Los historiadores romanos, que escribieron sobre este particular, hablaban de los bosques sagrados celtas, casi siempre robledales, y de las ceremonias que realizaban los druidas: solicitar buenas cosechas en mayo; adorar al sol durante el día más largo (Solsticio de Verano), ayudar al sol a renacer (Solsticio de Invierno) -yo no puedo confirmar que esto ocurriera realmente así, ya que, aunque no soy joven, esto sucedía hace unos 3000 años, siglo arriba, siglo abajo, me pilla lejos, y no estaba allí para verlo, pero los estudiosos del tema así lo cuentan-. 

   Cuando hizo acto de presencia el cristianismo, sus inicios fueron muy modestos; al principio, sólo eran doce (los apóstoles) y el Jefe: Jesucristo, y les costó arrancar, pero pronto fue ganando acólitos, creció espectacularmente y en el siglo III pasó a ser la religión oficial del Imperio Romano proclamando la existencia de un único y verdadero Dios, tachando de paganismo la adoración de las múltiples divinidades de los no cristianos (en pocas palabras, el que no fuera cristiano “se la estaba jugando”). 

   El caso es que, aunque se elaboraron los correspondientes edictos, con mucha solemnidad, la verdad es que nuestros antepasados, en sus pueblos, con las comunicaciones que había: sin carreteras, correo, televisión, teléfono, radio, ni internet, seguramente ni se enteraron de tales prohibiciones. 
   Pasaban los siglos, y nuestros antepasados “los herejes”, si tuvieron conocimiento de la nueva normativa, en materia religiosa, hicieron caso omiso del asunto pues las autoridades cristianas continuaron persiguiendo y amenazando todo lo que pareciera idolatría, unas veces con las llamas del infierno y otras con las de la tierra; así, en el  Concilio de Toledo (año 661); se anuncia la persecución y castigo de “los adoradores de los ídolos, los que veneran piedras y dan culto a árboles y fuentes”.
  En Portugal, la Câmara de Lisboa, que por lo visto también se dedicaba a estos menesteres, allá por el año 1283, prohibió celebrar la Fiesta de los Mayos. 

    A pesar de ello, nuestros antepasados continuaron, a lo largo del tiempo, plantando todos los años un árbol en los pueblos, una tradición que en Barrueco se vino haciendo, el día de Nochevieja, hasta mediados del siglo pasado. 
   En nuestro pueblo, si consideramos que el acto se desarrollaba la tarde-noche del 31 de diciembre, evidentemente, no era para recibir al mes de mayo como ocurre en otros lugares; por ello, obviamente, no podemos decir que plantaban un mayo. Si lo hacían recibiendo al nuevo año, estimo que es más apropiado llamarle el “Árbol de Año Nuevo”.
    
   En Barrueco, hasta comienzos de la década de 1950, los encargados de ir al campo a cortar un árbol, transportarlo en un carro tirado por ellos mismos, alisar el tronco y cortarle todas las ramas, excepto un pequeño peñacho que dejaban en la parte superior, eran los quintos del año - aquí, para enojo de los señores/as de Podemos/as, no podemos incluir a las quintas, ya que entonces sólo los varones eran “los agraciados” con la obligación de cumplir el servicio militar-. 
   La "plantá” del árbol, antes de que hubiera luz eléctrica, supongo que tenía lugar la tarde del último día del año, aprovechando la luz del día; por estas fechas, anochece pronto, alrededor de las seis y media de la tarde, y, aunque existe la posibilidad de que el acto pudiera celebrarse a la luz de una hoguera dándole al ritual un aspecto más mágico y de gran belleza plástica, nuestros antepasados serían antiguos, pero no tontos, por ello, creo que, antes de que llegara la noche, el árbol ya estaba colocado en su sitio “alzando inhiesta su esbelta figura hacia el cielo”, como diría el poeta. 

   Los quintos, además, ataban un gallo en la parte superior del mismo, colocando también un letrero con el siguiente mensaje: “kikirikí, un año llevo aquí". Si esto sucedía la tarde del 31 de diciembre, y el árbol era retirado la tarde del día siguiente, 1 de enero del nuevo año; si nadie conseguía subir al árbol y rescatar el gallo antes, cuando lo quitaban y éste era bajado de su atalaya, efectivamente, había estado allí desde el año anterior (lo bien que lo hubieran pasado los animalistas criticándonos, si hubieran existido entonces y se hubieran enterado de las peripecias del pobre gallo)
   
   Los maltratadores de aves, en la plaza, también hacían una hoguera, con leña que habían acarreado previamente, que ardería durante toda la noche ya que iban a permanecer allí, amparados por el calor y resplandor que desprendían las llamas, hasta el amanecer; pasaban el tiempo asando chorizos, comiendo dulces, bebiendo vino u otros licores, cantando, e invitando a todo aquel que pasara por la plaza. 
   Aunque a ratos faltasen algunos, siempre permanecía algún componente del grupo manteniendo la hoguera y cuidando que nadie trepara hasta lo alto del árbol y se llevara el gallo, pues si alguien conseguía hacerlo y liberarlo, pasaba a ser de su propiedad. 
   Cuando llagaba la hora de su retirada, el árbol era troceado y la gente tenía mucho interés en llevar una porción del mismo a sus casas; aunque era mágico y había sido llevado al pueblo para proteger a toda la comunidad, quien tenía un trozo del mismo en su domicilio debía sentirse más seguro aún. Los tocones que llevaba la gente hasta sus domicilios, eran quemados y sus cenizas, posteriormente, esparcidas en las huertas para aprovechar sus efectos benefactores y así obtener buenas cosechas. 
   En cuanto al pobre gallo, que llevaba “un año allí”, acababa en la cazuela; lo comían los quintos si es que alguien, aprovechando algún descuido de estos, no había trepado al árbol y se lo había llevado. 
 
   Esta tradición estuvo sin efectuarse varias décadas, hasta que a mediados de la década de 1970, no recuerdo exactamente el año, los quintos de entonces, la noche del 31 de diciembre, volvieron a repetir el ritual, esta vez sin gallo ni letrero, siendo la última vez que se hizo; en cambio, la hoguera que se hacía en la plaza, durante la Nochevieja, aún siguió realizándose durante muchos años.


  La desaparición de esta costumbre milenaria, que persistió en el tiempo a pesar de los esfuerzos que la iglesia hizo para que desapareciera, no hay que considerarla ni buena ni mala; simplemente, obedece a la evolución natural de las cosas.
    A pesar de que ya no hay quintos que planten en el medio de la plaza todos los años un chopo, y de que la gente sea descreída y haya perdido la fe en el dios sol, en los espíritus arbóreos, e incluso en Dios, la magia de los árboles sigue vigente. 
   Si consideramos que nos proporcionan el oxígeno que respiramos, nos alimentamos con sus frutos, son un excelente combustible para cocinar y darnos calor en invierno, con su madera podemos construir viviendas y muebles, así como instrumentos de trabajo, ocio y un sinfín de utilidades más, ¿ cómo puede extrañarnos que los primeros pobladores los adoraran? 
   Si los dendólatras fueron tachados de herejes por ese motivo, yo, confieso que debo ser uno de ellos. También venero a los árboles a mi modo : me encanta la fruta.