Los burros, asnos o pollinos, son animales
domésticos que, desde la antigüedad, han
sido utilizados por el hombre en todo tipo de actividades: para trabajar (tirar
del carro, trillar, arar…); con un fin
lúdico (ir a comer la merienda al campo, a la fiesta de algún pueblo vecino...),
o como medio de transporte para ir de uno a otro pueblo o a la ciudad - igual que sucede actualmente con los coches,
antes también había clases: la gente pudiente iba en caballo y la menos pudiente,
en asnos o caminando -; como podemos ver, servían para todo. Ahora que tanto nos preocupa el cuidado de
la Naturaleza, hay que destacar que son unos “vehículos” 100% ecológicos; las
continuas subidas de carburantes, a sus dueños, le traen al fresco; no
necesitan pasar revisiones en el taller, no precisan hacer la ITV, y, además de
no contaminar, producen abono natural.
A pesar de estas ventajas “tan evidentes”; en
la actualidad, apenas vemos
ya, en nuestros pueblos, asnos y caballos, pues ya
no son utilizados en labores agrícolas, ni como medio de transporte para ir
al campo; esta última actividad, la realiza la gente en todoterrenos o
furgonetas.
Argolla en la pared |
Antes de que llegara la mecanización al
campo, en el medio rural, burros, mulos y caballos eran parte del paisaje habitual por ello, en cada casa, en las paredes de las fachadas, era frecuente encontrar argollas
fijadas a la pared, para sujetar los raberos de las caballerías (era su lugar de aparcamiento)
Centrándonos en los asnos domésticos; los hay grandes y
pequeños, dóciles y broncos, de pelajes claros y oscuros…, pero, independientemente de su morfología, estos animales siempre han tenido fama de ser
torpes y testarudos.
Todos nosotros, cuando cometemos algún
error, es frecuente que nos digan (a unos
más que a otros): ¡pero qué burro
eres!, cuando la realidad es que esta fama, muchas veces, es inmerecida.
Algunos asnos, presentan rasgos de inteligencia que causan admiración entre sus
dueños; al respecto, una vez hablaban dos hombres sobre las excelencias de
estos animales y decía uno al otro:
- No sé por qué dicen que los burros son
torpes, los hay muy inteligentes; es más, yo creo que algunos, incluso son más listos
que el dueño.
Su interlocutor asentía ante la afirmación
del amigo, y contestó:
- ¡Coño! el mío sin ir más lejos (éste hombre, se apresuró tanto en su
respuesta, que no debió meditar bien lo que estaba diciendo).
Bueno, pues esto sucedió en Barruecopardo, a
mediados del siglo pasado; en esa época, el ganado equino aún era muy abundante
en los pueblos, apenas había llegado la mecanización al campo, y, al contrario
que ahora, rara era la casa donde no tuvieran uno o un par de asnos como
animales de trabajo.
Había una familia que tenía una burra muy
fuerte, se desenvolvía bien en el trabajo y, además, era bastante dócil: la dueña la llevaba a buscar agua a la fuente, con las aguaderas, y nunca había
roto un cántaro, aceptaba de buen grado que los niños se subieran a ella… El
caso es que el dueño estaba muy satisfecho con ella; pero, como en esta vida no
hay nada perfecto, también tenía un lado oscuro y, en sus ratos libres, tenía
iniciativas propias que se salían de lo común.
Al animal no le gustaba estar solo de modo
que, cuando su amo la dejaba en algún lugar, aunque estuviera sujeta, había
aprendido a desprenderse de la cabezada y volver al pueblo, al domicilio del dueño,
dejándolo tirado, en el campo, en más de una ocasión. Esta habilidad asnal, había obligado al amo del animal a ingeniárselas para buscar nuevos métodos que permitieran un reajuste en la cabezada, hasta que encontró
uno con el que pudo de evitar que volviera a desprenderse de ella.
Cuando el dueño pensó que ya tenía dominada la situación, un día volvió con la burra al
campo, la dejó atada a la rama de un árbol, se alejó de allí un tiempo para hacer
sus tareas y, cuando volvió, observó que no estaba; lo había vuelto a hacer… se había largado de
allí tras roer la rama del árbol a la que estaba sujeta. Con el consiguiente
enfado, el amo del animal tuvo que volver caminando a casa.
En otra ocasión, volvió el dueño con el animal al campo y, para evitar que se fugase nuevamente, venía provisto de una buena cuerda, atando con ella uno
de los extremos a una pata del animal a la vez que pasaba el otro cabo de la cuerda alrededor del tronco de un roble; así
sujeta, se fue a hacer las tareas con la certeza de que esta vez iba a ser imposible
que se largara la burra ya que, por mucho que mordiera el tronco, no iba a poder
escaparse de allí; pero, a las dos horas, cuando volvió a recogerla, se llevó
una sorpresa mayúscula al comprobar que había vuelto a fugarse, en este caso,
rompiendo la propia cuerda mediante mordiscos.
La burra escapista, sólo realizaba estas
“hazañas” cuando el amo la dejaba sola; estando presente, aunque estuviera
suelta, no se alejaba de él, de modo que procuraba siempre tenerla cerca, a la
vista y así es como iba soslayando el problema, para evitar que volviera a
dejarle tirado.
(El que a uno le deje plantado la novia, no
tiene gracia alguna, pero tiene un pase…te buscas otra y ya está, ¡pero que lo
haga tu burra!)
Un día Clodoveo, así se llamaba el dueño
del animal, fue con ella a la huerta; el acceso a la misma era a través de un
valle, tenía una portera con una puerta de madera para entrar, que estaba bastante
vieja, y le fue imposible abrirla; para evitar romperla, decidió crear un
portillo en la pared
retirando unas cuantas piedras y entró en la huerta a
través de él, dejando a la burra en el valle, tras cerrar el portillo que había
hecho, para evitar que entrara el animal.
Pared de piedra granítica |
Era verano, la huerta presentaba un aspecto
espléndido, y el hombre se puso a trabajar regando las plantas y quitando malas
hierbas; estaba enfrascado en la tarea y, en un momento dado, al levantar la
vista de los surcos, se llevó una gran sorpresa. El animal se encontraba dentro
de la huerta y estaba comiéndose una lechuga, cosa que le enfadó mucho.
El portillo de la pared, que él había hecho,
retirando unas piedras, y que después había vuelto a rehacer, estaba abierto
con las piedras caídas en el suelo, y por él había entrado el animal en la
huerta. ¡Vaya con la burra!, no se conformaba con la hierba seca del valle y allí
la tenía amenazando con comerse las plantas recién regadas.
La sacó de allí a cajas destempladas, para
evitar que hiciera estropicios en la huerta, a través del portillo que estaba
caído, y no dejaba de preguntarse si las piedras se habían caído solas, porque habían
quedado mal colocadas, o había sido la burra quien las había empujado, tras
haberle visto a él hacerlo anteriormente; esta segunda opción, automáticamente,
la descartó. Consideró que era imposible que un asno, por muy listo que sea, fuera
capaz de aprender esas cosas.
En las relaciones humanas, se dice de forma
metafórica que “uno recoge lo que siembra”; cuando esto lo llevamos al mundo
real y uno tiene una huerta, como sucedía con Clodoveo, no hay metáfora que
valga, eso es literal, uno recoge lo que ha sembrado previamente, y si quiere
que la cosecha sea buena, tiene que esmerarse en cuidar la huerta, así que una
de sus labores diarias, en aquella época del año, consistía en ir a la huerta a
regar y a mimar sus patatas, melones, sandías, lechugas, hortalizas, frutales…
Al día
siguiente, cuando volvió a la huerta con su burra, iba prevenido con herramientas
para abrir la vieja puerta de madera y, una vez que lo consiguió, entró en la
huerta y cerró la puerta, dejando a la burra en el valle, ya que tenerla dentro
de la huerta, por razones obvias, no era muy recomendable.
Llevaba un buen rato trabajando sobre los surcos
y, de pronto, oyó un ruido a sus
espaldas; al volverse pudo ver que el portillo de la pared, que había hecho el
día anterior para poder entrar, y había reconstruido al irse, estaba caído, y,
en ese momento, la burra, muy contenta, estaba entrando en la huerta a través
del mismo.
Clodoveo sólo había oído el ruido de las
piedras de la pared al caer al suelo y no había visto lo ocurrido, pero estaba totalmente
convencido de que había sido el animal, quien las había empujado desde el
exterior. Era, junto con lo ocurrido el día anterior, ya la segunda vez que se
caía el portillo de piedra y no creía que fuese una casualidad.
- Cuando cuente lo sucedido, no me
van a creer, se decía a sí mismo; algo que pudo
comprobar cuando regresó a casa. Le comentó a la familia lo ocurrido, y al decirles
que la burra era muy lista, ya que había aprendido a caer las piedras de la
pared para hacer portillos y entrar en la huerta, no le hicieron caso alguno, pensando
que era una ocurrencia suya.
En esa época, en los veranos, aún se
trillaba en las eras y, al final del día, muchas veces, se soltaba el ganado en los valles donde
pasaban la noche; lugares donde coincidían caballerías de distintos dueños.
Una mañana, en una huerta que tenía su
entrada desde uno de estos valles, un vecino sorprendió, en el interior de la misma, a un grupo de caballos,
mulos y burros; entre ellos se encontraba la burra de Clodoveo. Durante la noche, de forma inexplicable, en el muro de piedra que separaba la
huerta del valle, se había caído un trozo de la pared creándose un portillo y,
a través de él, habían penetrado las caballerías en su interior, dándose un
banquete de cuidado con los productos de la huerta.
El paisano dio parte al guarda jurado, éste recogió
a los equinos okupas y los encerró en el Corral del Concejo y; después, evaluó
con el dueño de la huerta los daños, para pasarle la factura a los amos de los
animales (el guarda jurado es un oficio
ya desaparecido; se trataba de un hombre que contrataba la Hermandad de Labradores,
una entidad existente en los pueblos,
cuyo fin era vigilar que todas las actividades del campo se desarrollaran con
normalidad: vigilaban que los animales respetaran los cultivos como era el caso,
que se respetaran las Hojas, limpiaban y
cuidan las fuentes y pilares..).
Clodoveo, que resultó ser uno de los
afectados, estaba totalmente seguro de que lo sucedido aquella noche, la caída
de un trozo de pared, en aquella huerta, y la entrada del ganado en la misma, no había sido accidental, sino que era
consecuencia de las habilidades de su
burra; ésta, habría decidido invitar a sus colegas a comer productos frescos de
la huerta y había caído las piedras para hacer el portillo; pero como nadie
había visto la acción, tendría que seguir con sus suposiciones.
Pagó la parte que le correspondió por los
daños causados y decidió olvidar el asunto; aunque, en su fuero interno,
estaba totalmente convencido de que esto no iba acabar aquí (Siempre se ha dicho que el primer pecado es
el que más cuesta. Si cometes uno, ya tienes que confesarte, así que ya puestos a ello, ya da igual hacerlo por
uno que por una docena… y la burra ya era reincidente).
Sus temores se confirmaron a los pocos días pues una noche, una banda de ganado caballar y asnal que estaba pastando en un
valle, entró en otra huerta a través de un portillo que “alguien” había hecho derribando
unas cuantas piedras de la pared, con el agravante de que esta vez se trataba de
su huerta.
El guarda jurado fue a comunicarle lo
ocurrido, y también le informó que entre los equinos delincuentes se encontraba
su burra, cosa que Clodoveo ya daba por sentado.
Fueron el guarda y él a la huerta a evaluar los
daños ocasionados por la razzia equina nocturna y, al comprobar que estos no
habían sido excesivos, declinó reclamar indemnización al resto de los dueños
del ganado, ante la extrañeza del guarda. Estaba plenamente convencido de que
la inductora, del ataque a la huerta, era precisamente su burra; a estas
alturas, toda una experta en derribar con el hocico piedras de las paredes; aunque
no quiso decirle al guarda el motivo de la negativa a que le indemnizaran los
dueños de los otros animales, a quienes su burra, muy hospitalaria ella, había
invitado a catar delicatessen de la huerta de su dueño.
Clodoveo pasó el resto del día muy enfadado
por lo ocurrido y, a la vez, preocupado; no tenía pruebas concluyentes de que
su burra fuera la causante de crear portillos en las paredes de piedra y,
encima, invitara a los colegas a darse un festín en las huertas, pero estaba
totalmente seguro de ello.
Pensaba
que debía actuar con prontitud, si quería evitar que el animal dejara de ser el
terror de las huertas, y tomó la decisión de deshacerse de ella.
Lo que estaba claro es que no podía
vendérsela a alguien del pueblo, la burra conocía todo el término y de poco valdría
que cambiara sólo de dueño.
Habló con un amigo de Vilvestre, un pueblo
vecino, por si conocía a alguien que quisiera comprar una burra joven, sana y
fornida (las otras virtudes se las calló)
y antes de una semana el animal había cambiado de dueño y se había convertido
en vilvestrano.
Clodoveo, una vez que vendió la burra
delincuente, por fin consiguió volver a dormir tranquilo por las noches, libre
de pesadillas; pero, a pesar de todo, el hecho de haber tenido una burra
tan peculiar les había marcado bastante y tanto a él, como al resto de la
familia, se preguntaban cómo le iría al nuevo dueño con ella.
Espero que le vaya bien, pensaba Clodoveo,
algo arrepentido por no haberle explicado, al nuevo amo, las “cualidades
ocultas del animal”; pero ya se sabe…si alguien quiere vender algo, su misión
es nombrar las virtudes y alabarlo; quien tiene que buscar los defectos, para
intentar bajar el precio, es la parte contraria, el comprador, y él, en este
caso, era el vendedor.
Habrían
pasado unas dos semanas y una mañana, al salir de casa para ir al campo, a iniciar
las tareas del día, tuvo un encuentro inesperado: ante la puerta de la casa estaba
su burra con albarda, pero sin la cabezada; se la había quitado y, una vez
libre, había decidido darse una vuelta, desde el pueblo vecino, e ir a saludar
a su antiguo dueño.
Clodoveo, no es que la echase de menos, pero
en el fondo se alegró al verla. Conociendo sus habilidades como escapista, no
le extrañó en absoluto verla allí, mirándole y dándole los buenos días. Después,
supo que su nuevo dueño había ido aquel día cerca del término de Barrueco, ella
debió haber reconocido el terreno y, al dejarla sola, atada a algún lado; ésta,
tras haberse soltado la cabezada, una nadería para ella, había decidió ir a dar
un vuelta a su antigua casa.
Al rato, apareció su dueño preocupado por la
burra perdida; no sabía si ésta había tirado hacia Vilvestre o hacia su antiguo pueblo, había decidió iniciar la búsqueda en el segundo lugar y se puso
muy contento cuando la vio a la puerta de Clodoveo; éste, le hizo pasar a su
casa, donde le invitó a tomar algo y aprovechó para aleccionarle de las
virtudes del animal, advirtiéndole también que, como ya había tenido ocasión de
comprobar, cuando se quedaba sola no era de fiar.
Tal como ocurriera en su día, con su
familia, cuando Clodoveo le contó “las virtudes” de la burra a su nuevo dueño, éste tampoco quiso creerle, pues pensaba que lo que estaba oyendo,
tratándose de un asno, era algo imposible.
No
había pasado aún una semana, desde el episodio anterior, y, un día, al
atardecer, cuando volvía Clodoveo del campo, al llegar a casa, salió la mujer a
abrir la puerta, y le preguntó riendo:
- ¿A
que no sabes quién está en el corral?
Él, no tuvo duda alguna de quien se trataba;
entre otras cosas, porque si te visita una persona en tu casa no la encierras en
el corral, así que tenía que ser un animal, y si era un animal sólo podía tratarse de la burra
escapista.
La esposa le informó que se había presentado
a media tarde, ante la puerta de la casa, y que ya había telefoneado a Vilvestre
para que le dieran el recado al dueño de “aquella joya”.
Clodoveo estaba harto del asunto de la burra,
el hecho de haberla vendido en otro pueblo no parecía haber resuelto el
problema y aquella noche volvió a tener pesadillas en las que el actual amo del animal insistía
para que se la recomprara porque ya no la quería.
Al día siguiente, el dueño de la burra pasó a
recogerla prometiendo que haría todo lo posible para que no se volviera
a escapar ya que él no podía estar continuamente persiguiéndola.
Pasó un tiempo y Clodoveo no volvió a tener noticias
de la burra; a pesar de ello, no podía quitársela del pensamiento ya que eran
muchas las peripecias que el jumento le había ocasionado.
Al llegar el otoño, un día, Clodoveo y su
familia fueron a una boda a Vilvestre y aprovecharon el viaje para visitar al
dueño de la burra y preguntar por ella. Éste les contó lo siguiente:
-
¡Pues
qué queréis que os diga!, eso no es un asno… es un auténtico demonio. No quise
creer lo que me decías de ella, Clodoveo, y debo reconocer que tenías toda la
razón. Se suelta cuando le da la gana, da igual que esté atada a la argolla, a
un árbol o a donde sea. Además, un día
la llevé a la huerta, se puso a tocar la pared con el hocico y, cuando llegó a
un tramo donde las piedras no estaban bien colocadas, las tiró haciendo un
portillo y entró dentro. No comió nada porque estaba yo allí y no la dejé.
-
¿Entonces
viste cómo lo hacía?, preguntó Clodoveo con gran curiosidad. Lo pregunto porque
yo sospechaba que lo hacía, pero nunca llegué a verla en plena faena.
-
¡Claro
que la vi!, respondió el de Vilvestre. No sabes con qué facilidad lo hizo; después,
lo repitió más veces y en otras huertas que no eran la mía…ni sé las lechugas
que se habrá comido, y los portillosde piedra que he tenido que levantar. ¡Cómo va a comer hierba seca y paja, como los demás asnos,
si entra en las huertas cuando quiere, y come lo que se le antoja!
El caso es que ya no vivía tranquilo. Cuando estaba sola, no sabía que trastada podría estar haciendo y acabé
vendiéndola. La venta la hice la semana pasada; ¡Y pensar que encima le tuve
que decir al tratante que era buenísima! Solo le puse una condición, que tenía
que venderla lejos de aquí. ¡Pobre de aquel que la compre!
La imagen última del burro o burra, que acompañas a tu historia, parece que esté diciendo: A mi nadie me dice nada; como si no existiera.... Sí, animalito, te hemos visto y leído tus andanzas, con distintos amos y por distintos pueblos; pero entre unas cosas y otras; especialmente las fiestas de S. Lorenzo en La Zarza...., por eso no te habíamos dicho nada; pero sí, seguimos tus andanzas que leímos cuando apareció tu historia.
ResponderEliminarHola Manolo. Veo que estás muy atareado dejando constancia gráfica de las fiestas, de la Zarza. Por cierto, tu calle será virtual pero te ha quedado fantástica.
ResponderEliminarRespecto a la burra, aunque cueste creerlo, realmente existió. Hoy día encontrar un burro -de cuatro aptas- no es tan fácil y la de la foto, que no se corresponde con la de la historia, es actual. La encontré en Mieza.