Ir de paseo por el bosque es como recibir un fuerte abrazo de la Madre Naturaleza (J. Erwine)
Los bosques, los árboles en general, son un auténtico regalo que nos
ofrece la naturaleza, desde el principio de los tiempos, siendo providenciales
para la humanidad pues aportan tal cantidad de beneficios para los otros seres
vivos, hombres y animales que, si nos propusiéramos realizar una lista
pormenorizada de ellos, ésta sería interminable.
Además, los frutos del bosque fueron un componente fundamental en la dieta
de los primitivos pobladores; estos, junto con la caza y la pesca, constituyeron
uno de los pilares básicos en su alimentación, antes de la aparición de la
agricultura, cuando aún eran exclusivamente cazadores y recolectores.
La madera es una materia prima de primer
orden con la que se construyen casas, muebles, útiles de trabajo y de ocio,
carruajes, e incluso armas -un garrote es
un arma mientras no se demuestre lo contrario-, sin olvidar que también es un
excelente combustible, más ecológico que los derivados del petróleo, que
permitió a nuestros antepasados, y hoy día nos sigue permitiendo, a
nosotros, combatir el frío invernal y cocinar nuestros alimentos.
Si quisiéramos continuar hablando de efectos beneficiosos, aún podríamos añadir que de algunos árboles se obtienen medicinas, y aún podríamos seguir sumando muchos más beneficios, pero para no
alargar excesivamente la lista voy a dejarlo aquí.
Otra utilidad asociada a las arboledas es la de proporcionar refugio, tanto a los hombres, sean estos héroes –todos los cinéfilos conocemos que en el bosque de Sherwood se refugiaban Robin Hood y sus amigos- o villanos, así como a los animales, unos lugares donde además de encontrar protección ante los cazadores, también hallan alimento en los frutos y hojas arbóreas.
Sumado a todo lo anterior, el bosque ofrece ,además, beneficios de tipo espiritual. Para algunas culturas, ciertos bosques eran lugares sagrados donde recibían culto diversas divinidades;
sin olvidar, además, algunos árboles mitológicos como el Árbol de la Vida, o el del
Bien y del Mal (este último es mencionado en el Génesis).
Actualmente, en el siglo XXI, aunque ya no vayamos a rendir culto alguno a estos lugares, allí seguimos encontrando un beneficio espiritual; en este caso, es la sensación de paz y bienestar que ofrece la floresta a las personas que a ellos se acercan.
Un paseo por el encinar, el robledal o el castañar, a cualquier hora del
día, es muy reconfortante para el senderista, una delicia para los sentidos
Este puede
ver los cambios que va experimentando el paisaje, el aspecto de las
arboledas, día a día, a largo de todo el año, acorde a los ciclos de la
Naturaleza. Observar los variopintos colores que presentan las hojas del
robledal en otoño, previamente a su caída, es un espectáculo visual
inigualable, pura magia.
También puede escuchar los sonidos del
bosque, el canto de los pájaros cuyo hábitat principal son las ramas de
los árboles, como los coloristas carboneros, herrerillos, oropéndolas y
verdecillos…, y el del resto de la fauna que allí habita; sin olvidar que, a
veces, es el propio bosque quien habla directamente a quien sabe escucharlo. No
me digáis que el tenue sonido de las hojas arbóreas mecidas por el viento no es
un susurro que se convierte casi en un grito cuando es una fuerte ráfaga quien
las agita.
Además, puede percibir el profundo olor que desprenden las flores, las que nacen directamente en el suelo, las de los árboles y arbustos: tomillo, romero, retama… y el olor de la hierba y la tierra mojada, tras las primeras gotas de la lluvia; una muestra variopinta de fragancias que deja un recuerdo imborrable en la mente en todo aquel que ha tenido la suerte de percibirlas.
En cuanto al sentido del gusto,
el bosque nos ofrece la posibilidad de degustar los frutos que, tan
generosamente, nos ofrecen árboles y arbustos: castañas, bellotas, arándanos,
zarzamoras, endrinos…, y el propio suelo, especialmente en otoño, una época idónea
para recorrer las arboledas, a la búsqueda de setas.
Además de todo lo anterior, el bosque aún nos reserva otras sorpresas
ya que, en sus rincones más escondidos, moran seres
fantásticos de todo tipo; tenemos un primer grupo integrado
por los númenes (deidades protectoras), un segundo grupo en el que incluimos duendes,
elfos, hadas, gnomos… que, aunque no puedan ser catalogados como benefactores,
como los primeros, al menos son inofensivos, y un tercer grupo constituido por
seres monstruosos y maléficos, entre los cuales está Arbideo.
Los árboles pertenecen al reino vegetal y tienen
raíz, tronco y hojas; el hecho de tener raíces implica que estén fijos al
suelo y nunca puedan moverse del lugar donde nacen, permaneciendo a lo largo de
su vida siempre allí; en cambio, Arbideo, a pesar de ser un árbol,
concretamente, un roble, se mueve a voluntad por el campo. Es bastante alto, mide
cerca de 10 metros de altura y, al contrario que los demás robles, además de poder
desplazarse a voluntad, no toma su alimento del suelo a través de las
raíces, como el resto de los árboles, sino que se alimenta de carne.Arbideo ( foto auténtica)
Sí, Arbideo es carnívoro y le gusta la carne
tierna, como a mí; con la diferencia de que yo no como niños como él, ya que las
víctimas preferidas de este maléfico ser son aquellos muchachos que tienen la
ocurrencia de andar solos por el campo.
Este monstruo come-niños, como puede moverse
libremente, a pesar de ser un árbol, siempre está al acecho de posibles
víctimas. Desconozco sus preferencias
culinarias y no puedo afirmar si a los niños los come crudos, asados o fritos,
pero el caso es que, si ve un muchacho que anda solo por el campo, irremisiblemente, acaba
devorado.
Las leyendas para meter miedo a los niños
son muy abundantes, siendo el objetivo, común a todas ellas, asustarlos a fin
de evitar su exposición a posibles peligros; en este caso, el objetivo
perseguido era evitar que se alejaran solos del pueblo.
En casi todas
ellas, los protagonistas son animales míticos -el coco, la fiera Corrupia- u hombres muy malos –el hombre del saco y el sacamantecas son
unos clásicos- no siendo ajenas a
ello, además, las brujas. Esta leyenda de Arbideo, es muy curiosa si tenemos en
cuenta que se trata de un árbol que come personas.
¡ Y es que, amigos míos, ya no podemos fiarnos ni de las plantas!
Nota
En la primera mitad del siglo pasado, una
tarde de febrero, estaba un hombre de nuestro pueblo, en un valle, cuidando un
rebaño de vacas y vio acercase cuatro niños que iban a comer la merienda al
campo, ya que era el Jueves Merendero.
A lo lejos, en el horizonte, se apreciaban nubes negras que presagiaban
tormenta y este hombre, al ver a aquellos muchachos de corta edad, tan lejos
del pueblo, les recomendó que regresaran a sus casas lo antes posible para evitar
que les pillara la tormenta en pleno campo. Como viera que no le hicieran caso
alguno (el no hacer caso a los consejos de los mayores no es algo exclusivo de
los tiempos actuales, como podemos ver), les propuso escuchar la leyenda de Arbideo,
a lo que se prestaron muy contentos, ya que aquel hombre era conocido por ser
un gran narrador de historias.
El dueño de las vacas, aunque sabía que este malévolo ser está especializado
en comer a los niños, cuando salen solos al campo, aquel día, intencionadamente,
desvirtuó un poco la narración afirmando que no era imprescindible estar solo para
ser devorado por este monstruo, pues si tenía hambre atrasada, que era lo
habitual, no tenía reparo alguno en comerse un muchacho, aunque perteneciera a un grupo,
como ocurría con ellos cuatro. Concluyó la historia afirmando que, una vez que
Arbideo hace acto de presencia, al tener un aspecto terrorífico, todos huyen despavoridos;
pero él, que es bastante rápido, persigue a sus potenciales víctimas eligiendo para
ser devorado, ¡cómo no!, al último, al menos veloz.
Los chicos, tras escuchar al hombre, se burlaron de él afirmando que aquello
sólo era un cuento y no hicieron caso alguno a su recomendación de volver al
pueblo para evitar tener un desagradable encuentro con Arbideo, pero la
tormenta sí era real. Al poco rato, empezó a correr el viento, se fueron
aproximando las nubes, sonó el primer trueno a lo lejos y fue entonces cuando los
chicos se asustaron y decidieron regresar a sus casas.
Es sabido, por todos, que el miedo a veces hace ver cosas inexistentes; por
ello, aunque estaban convencidos que Arbideo sólo era un personaje de ficción, iban
mirando de soslayo los robles que encontraban en los prados que bordeaban el
camino, no fuera el caso de que alguno se moviera.
En un momento dado, uno de los muchachos creyó ver que un roble se movía
(en realidad se movían las ramas de todo ellos, empujadas por el viento; pero la
imaginación a veces es muy traicionera y él creyó ver que un roble, realmente,
se movía y había cambiado de lugar) lo
comentó a los demás, que ya de por sí estaban asustados por la tormenta, que cada
vez estaba más próxima, y se apoderó el pánico de todos ellos,
convirtiéndose el paso ligero que llevaban hasta ese momento, en una carrera
desesperada en la que ninguno quería ser el último para evitar ser víctima del
monstruo.
El más pequeño del grupo, obviamente, era el que menos corría y supongo
que iría diciéndoles a los demás la clásica frase: - No corráis que es peor. El pobre muchacho, aunque iba muerto de miedo
corriendo a la zaga de los demás, que no le esperaron en ningún momento –la
solidaridad del grupo, si brilló por algo fue su ausencia- “sobrevivió” y no
murió aquel día víctima del monstruo vegetal. Murió de viejo y no hace mucho
tiempo.
Ese niño, que se llamaba Manolo, fue quien me contó la leyenda de Arbideo.
El hombre de las vacas, que a su vez se la había narrado a él, y al resto de
los compañeros, era mi abuelo materno.
Manolo, al acabar de contar el suceso, me confesó: -Vaya faena que nos
hizo tu abuelo. Si su objetivo era asustarnos, lo consiguió. En mi vida he
pasado tanto miedo como aquel día.
José como siempre un gran relato. Interesante poder seguirte y disfrutar de tus narraciones. Un ssludo
ResponderEliminarMe alegro que te guste. Un saludo
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