Aquel día, tras cerrar el consultorio del pueblo, el médico miró el
reloj y comprobó con satisfacción que la consulta había acabado a una hora
razonable. Estaba contento ya que, tras el intenso trabajo que había
tenido a lo largo de la semana anterior, la situación parecía haberse
normalizado y el estado de salud de los pacientes había vuelto a su nivel
habitual. Era mediodía y como buen español que era, antes de regresar a su
casa, decidió tomar algo en el bar, así que dirigió sus pasos hacia el mismo y
en el camino fue recordando lo sucedido.
Era la primera semana de julio, el verano estaba en sus
inicios y en el pueblo, como era habitual por estas fechas, la
población se había incrementado notablemente; pero el motivo que tanto
había intensificado su trabajo, durante los días previos, no había sido
originado por este crecimiento poblacional, sino por otro muy distinto
El agua es un elemento imprescindible para nuestra existencia,
que siempre ha condicionado, enormemente la vida del hombre ya que, desde el
principio de los tiempos, se ha visto obligado a asentarse en lugares donde
fuera fácil el acceso a este preciado elemento. Algo tan sencillo como
abrir un grifo en casa y que por él salga agua apta para el consumo, para
nosotros es algo rutinario y parece muy simple; pero hasta que
esto ha podido ser una realidad, tanto los habitantes de los pueblos como los
de las ciudades han tenido que sufrir, previamente, un montón de vicisitudes.
Esta dependencia del agua, entre otras cosas, ha sido el motivo
de que la mayoría de las ciudades estén ubicadas al lado de algún río, y de que
los pueblos, cuando no tienen algún curso de agua cercano, se encuentren
situados en lugares donde el agua subterránea, a través de fuentes, pozos y
pilares pueda ser accesible a sus habitantes.
Durante siglos, para el consumo habitual, la gente recogía el agua
directamente de ríos, arroyos, lagos, fuentes…, ésta en ocasiones se
contaminaba y quienes la bebían contraían infecciones gastrointestinales, un
hecho que era bastante común de modo que el problema que nuestros
antepasados tenían, respecto al agua, no se limitaba únicamente a poder
disponer de ella en cantidad suficiente, siendo también necesario que fuese potable,
algo que no siempre era posible.
Beber agua potable que procede directamente del manantial, ya
sea en pozos, pilares o fuentes, es un lujo que aún nos podemos permitir en
nuestros pueblos; es un agua natural, sin cloro ni sustancias añadidas que
interfieran con sus características organolépticas y, aunque es un agua
estupenda, a veces puede llegar a contaminarse por gérmenes, un hecho que es
más común en verano cuando disminuye el caudal de los ríos y las fuentes y
con ello las posibilidades de depuración natural.
El refranero popular dice al
respecto que “agua corriente no mata a la gente”; también podríamos decir que “cuando
el caudal flojea, llega la diarrea” (esto
último no sé si lo dice también el refranero, o quizá fuera Platón. Y si no fue
alguno de ellos, pues lo añado yo).
Bueno, pues el problema de salud que había ocurrido en
el pueblo, durante los días anteriores, estaba relacionado con el agua;
concretamente, con una fuente pública. Ésta, proporcionaba un agua abundante,
de gran calidad que, desde tiempo inmemorial, había saciado la sed de los
lugareños; por ello, cuando en el pueblo se hicieron las obras de
abastecimiento para llevar el agua a los domicilios, habían decidido
mantenerla, tal como estaba, para que quien lo deseara pudiera seguir
utilizándola.
Desde el otoño, cuando comenzaban las lluvias, hasta los inicios del
verano siguiente, la fuente conservaba un abundante caudal, pero cuando
llegaba el estío, a medida que pasaban las semanas, el chorro del
caño iba decreciendo progresivamente de modo que, aunque el manantial casi
nunca llegaba a secarse, cuando llegaba septiembre por el caño solamente
corría un pequeño hilillo de agua dando la sensación de que iba a agotarse en
cualquier momento.
En el pueblo, a pesar de que en todas las casas
ya había agua corriente, la gente seguía utilizando para beber el
agua de la fuente, pues la calidad de ésta era muy superior a la del
abastecimiento general; reservando, ésta última, para el aseo, la limpieza de
la casa y demás menesteres.
El tema del agua funcionaba de ese modo: casi todo el mundo la
bebía de la fuente durante otoño, invierno y primavera con total confianza,
pues el caño mantenía un copioso caudal. En cambio, al llegar el verano, cuando
el chorro de la fuente empezaba a menguar, los habitantes del lugar, conscientes
de que, a medida que el caudal del mismo disminuía, aumentaban las
posibilidades de que el agua se contaminara; por prudencia, casi todos ellos
dejaban de beberla de allí pasando a beber entonces el agua del grifo de sus
casas.
La fecha en la que la gente cambiaba sus hábitos respecto al
agua no era fija ya que oscilaba todos los años dependiendo de lo abundante que
hubiera sido la temporada de lluvias que condicionaba el caudal del caño; por
esta circunstancia, todos los veranos el asunto de calcular cuándo dejar
de beber agua de la fuente levantaba mucha expectación.
El boticario había recomendado, repetidamente, al
alcalde, que prohibiese a los paisanos beber agua de la fuente durante el
verano ya que, al no estar potabilizada como la del suministro general,
raro era el año en el que no había algún caso de gastroenteritis, mas éste
nunca le había hecho caso.
Aunque eran los últimos tiempos del
franquismo y España seguía siendo un estado totalitario, donde el sentido de la
autoridad se mantenía muy arraigado, el regidor del pueblo debía ser
algo libertario, una cosa extremadamente rara para esa época (quizá es que no tenía los suficientes
redaños para enfrentarse a los vecinos, algo que no podemos descartar ) y
siempre le respondía que el agua de la fuente era estupenda, así que
tenían que ser los vecinos del pueblo, y no el alcalde ni el boticario, quienes
debían decidir, libremente, cuándo dejar de utilizar el agua de la fuente, cada
verano.
En realidad, casi nunca pasaba nada importante pues todos los
años, cuando alguien pillaba una diarrea, lo comunicaba a los vecinos y
familiares, el “boca a boca” funcionaba muy bien, y, en cuestión de horas,
todos los habitantes del lugar sabían que el agua de la fuente ya no era
potable y dejaban de consumirla hasta el otoño, cuando el caño volvía a
recuperar un buen caudal.
Este asunto se había convertido en una tradición más del
pueblo y sus habitantes, conscientes de que a medida que avanzaba el verano
aumentaban las probabilidades de que se contaminara el agua de la fuente,
habían establecido la costumbre de considerar al día de la Virgen del
Carmen (16 de julio) como la fecha límite para dejar de beberla; así que,
“por si acaso”, a partir de ese día, casi todo el mundo empezaba a beber el
agua que llegaba del suministro general a los domicilios.
Evidentemente, esto no era nada científico y, como la fecha
era meramente orientativa, siempre había “valientes” que apuraban mucho los
días y continuaban bebiendo agua de la fuente durante más allá de ese día.
Curiosamente, los más imprudentes eran los más viejos, que seguían
consumiéndola durante varias semanas más y casi nunca les pasaba nada (o si les
pasaba, no lo decían).
Del mismo modo que en Asturias hay un día al año en el que celebran
la pesca en los ríos del primer salmón de la temporada, al que llaman “El
Campano”, siendo una fecha muy señalada en el principado, en el
pueblo -salvando las distancias- también era un día muy señalado
aquel en el que aparecía la primera persona de la temporada con diarrea,
pues ese era el indicador de que la gente debía dejar de beber definitivamente
el agua de la fuente hasta el otoño.
Ese año, el otoño y el invierno anteriores habían sido
especialmente secos y la primavera también había sido muy
pobre en lluvias; por ello, como los manantiales se habían cebado
poco, el caudal de la fuente comenzó a mermar muy pronto. Debido a esta
circunstancia, o bien a alguna otra causa que nunca llegó a
saberse, resultó que, en la última semana de junio, el agua de la fuente
perdió su salubridad.
El primer aviso, de que el agua del caño había dejado de ser
potable, no sobrevino del mismo modo a lo que venía siendo habitual durante
los años anteriores; hasta entonces, cuando alguno de “los valientes” que
seguían bebiendo agua de la fuente, más allá del día de la Virgen del Carmen,
resultaba afectado, lo que siempre había acontecido,
cuando aparecía la primera persona afectada por gastroenteritis -que
venía a ser como “El Campano” del pueblo-, ésta avisaba a los demás y, en
cuestión de horas, o a lo sumo un día, desaparecían “todos los valientes”
y ya nadie bebía agua de la fuente.
En esta ocasión, lo ocurrido fue que, como aún faltaban tres
semanas para el día de la Virgen del Carmen, todo el mundo seguía bebiendo
agua de la fuente ya que aún eran “fechas seguras”, y sobrevino un verdadero
boom…una auténtica explosión gastroenterítica (vamos, una cagalera
generalizada), resultando afectados, los habitantes del pueblo, por docenas.
Durante el tiempo que duró la epidemia, los medicamentos para
tratar vómitos, diarreas y dolores de abdominales corrieron a raudales, ya que era
rara la familia donde uno o varios de sus integrantes no hubieran enfermado por
el agua contaminada. Mientras tanto, la conciencia del farmacéutico estaba en
un estado de disociación múltiple: Pensamiento positivo: estaba
contento porque, al aumentar la venta de medicamentos y agua mineral (entonces,
el agua mineral en los pueblos apenas se usaba y sólo se vendía en farmacias),
el negoció mejoró ostensiblemente esos días. Él, no es que se
alegrara porque los vecinos se “fueran de vareta”, pero consideraba que, si
estaban así y necesitaban medicamentos, alguien tenía que
vendérselos. Pensamiento negativo: en su fuero interno estaba muy
cabreado con el “alcalde libertario”, esa “rara avis franquista” que, haciendo
caso omiso a su recomendación, nunca había querido poner un letrero en la
fuente avisando de que el agua no estaba potabilizada.
En la intrahistoria de los pueblos siempre acontecen hechos
significativos, hitos importantes que marcan un antes y un después, tal como
ocurrió con la epidemia de gastroenteritis de aquel año. Al haber sido ésta tan
brutal y afectar a tantos paisanos, motivó que el alcalde perdiera súbitamente
su “sensibilidad libertaria” olvidándose del derecho de los vecinos a elegir
libremente el sitio donde coger el agua para beber, que tantas veces había
defendido ante el boticario y decidió ejercer de alcalde con “mando en plaza”
(en este caso, quizá habría que decir con “mando en fuente”), así que ordenó al
alguacil poner un letrero en la fuente, para avisar del problema del agua
Letrero sugerido por el boticario: “Agua no potabilizada”
Letrero que finalmente se puso: “Prohibido beber agua de la
fuente hasta nueva orden”
Cuentan las crónicas que el motivo que llevó al
alcalde, mandar colocar el letrero, no obedeció a la sugerencia
del farmacéutico -éste llevaba años intentando convencerle de ello, sin
éxito-, sino a que él resultó ser uno de los afectados (como podemos ver, las bacterias, al contrario que las personas, son
justas e imparciales y les importan “un comino” las jerarquías y la
autoridad).
Lo cierto es que el aviso del letrero no tuvo utilidad
alguna ya que, cuando lo colocó el alguacil en la fuente, los vecinos
llevaban ya varios días sin beber agua de la misma.
(Nota aclaratoria: Aunque la foto que acompaña al texto corresponde a la
fuente de Vilvestre, y en ella hay un letrero donde pone “Agua no potable”
quiero aclarar que esto no ocurrió en ese pueblo).