sábado, 26 de marzo de 2022

Asuntos divinos y profanos : El “tío Dios”

   Esto ocurrió por la Pascua y, aunque las crónicas no aclaran con precisión el año, todos los datos parecen indicar que debió acaecer a finales de la década de 1950 o comienzos de 1960, una época, en España, donde la gente aún era muy creyente y la religión se hallaba muy presente en todos los ámbitos de la vida (familia, educación, trabajo, fiestas); tanto… tanto, que hasta se respiraba en el ambiente.

   La Pascua de Resurrección, Pascua Florida o Domingo de Pascua, es la fiesta central del cristianismo, donde conmemoramos la resurrección de Jesucristo, marca el final de la Semana Santa y, tal como sucede con esta última, no tiene una fecha fija variando cada año según los ciclos de la luna. 
  Para un cristiano, que es practicante, antes y ahora, sobre todo antes, confesarse y comulgar son actos habituales que realiza con más o menos frecuencia a lo largo del año; pero la Iglesia, sabedora de que no todos somos tan buenos cristianos, y que no nos gusta excesivamente andar contando nuestros pecados a nadie; pensando en este alto porcentaje de potenciales remolones, ya en el Concilio de Letrán, el año 1251, instituyó un mandato para todos los cristianos, que vendría a ser un acuerdo de mínimos, mediante el cual todos estamos obligados a comulgar por esta época, un acto que es conocido popularmente como " cumplir con el precepto pascual”. 
   Este norma, en la década de 1950, era rigurosamente respetada por todos y, como para poder comulgar es necesario confesarse primero, y el confesor de los feligreses era, y es, habitualmente, el cura de cada parroquia; don Tolentino, el párroco del aquel pueblo, aprovechando que la Pascua ya estaba próxima, había planeado aprovechar esta circunstancia para enterarse quién era el autor del robo del que había sido víctima, unas semanas atrás, en lo que él consideraba un auténtico acto de felonía. Pero empecemos por el principio. 

   El sacerdote, tan sólo llevaba medio año al frente de la parroquia. Cuando llegó destinado al pueblo 

para sustituir al anterior párroco, que había sido trasladado a otro lugar; éste, le había presentado al sacristán aconsejándole que lo mantuviera en el puesto, ya que era muy discreto y, viniendo la recomendación, de parte del compañero, no dudó un momento en aceptar su consejo, pero, a los pocos días, llegó a la conclusión de que la decisión había sido algo precipitada y que debió haberse tomado un tiempo para pensarlo ya que las circunstancias personales del sacristán eran un tanto especiales y tenía serias dudas de que fuera la persona más indicada para tenerlo como ayudante. 

   Tal desazón, se debía a que el sacristán se llamaba Diosdado, pero nadie le llamaba así. En el pueblo era conocido por la gente como ”el tío Dios”; además, muchos vecinos ni se molestaban en anteponer el tratamiento de “tío”, llamándole directamente “Dios”. 
   No es que la gente de aquel pueblo fuera especialmente irreverente; simplemente, obraban así porque estaban acostumbrados a hacerlo desde siempre y a nadie llamaba la atención, excepto al sacerdote y esto le “ponía de los nervios”. 
   En la vida real, Dios está en todas partes y no se le ve; pero en aquel pueblo “Dios” sí era visible y además le gustaba mucho frecuentar las tabernas. Por otra parte, lo normal es que los curas estén al servicio del Creador, en cambio, allí, resultaba que “Dios” era su subordinado. 
   Otra de las particularidades que acompañaban a Diosdado, era que tenía una hija llamada María; luego, contraviniendo a lo que dicen los evangelios, en aquel lugar, Dios no era hijo de María, sino que María era hija de “Dios”. 
   Aún había otro asunto que tampoco gustaba nada al párroco y era que, en sus años de formación en el seminario, a pesar de haber leído muchos de los libros que componen la Biblia, en ninguno de ellos, ni siquiera en la letra pequeña, había visto reseña alguna de que Dios tuviera nietos, y en aquel pueblo la gente hablaba con total naturalidad de los nietos de “Dios”. 
 María, la hija de Diosdado, estaba casada con un hombre que, precisamente, se llamaba José - que también es casualidad, razonaba el cura - y con él había tenido dos hijos. Al menos, ninguno de los dos se llamaba Jesús, para alivio de don Tolentino, que pensaba que era lo único que le faltaba “al pastel”.

   El que hubiese dos dioses en aquel pueblo, uno divino, el Dios el Auténtico, y otro humano, el “tío Dios”, daba lugar a innumerables bromas, chascarrillos, chanzas o humoradas entre los vecinos, algo que el cura consideraba que, si no era un sacrilegio, se le parecía bastante; además, no hacía más que preguntarse cómo era posible que el anterior párroco le hubiera recomendado a Diosdado como sacristán, admirándose a la vez de que hubiera podido convivir con él, tan estrechamente, sin los problemas de conciencia que él arrastraba desde el día que había llegado a aquel pueblo,   envuelto en tal situación sin pretenderlo. 
  Llevaba un tiempo dándole vueltas al asunto, reflexionando sobre cómo podría acabar con este jaleo,  y cada vez estaba más convencido de que el primer paso para solucionar “el berenjenal pseudoteológico” en el que, a su juicio, se hallaba inmerso, pasaba por prescindir del sacristán. Pero éste,  como realizaba con eficacia su labor y, además, lo hacía altruistamente, ya que no cobraba nada por ello, no encontraba una excusa razonable para poder despedirle, de modo que comenzó a cogerle manía a Diosdado. 
  Una persona, en su trato con la gente, generalmente, no necesita ser demasiado aguda para saber si a alguien le cae bien, mal o le es indiferente, e, inconscientemente, el sentimiento, rápidamente, se hace mutuo, de modo que, Diosdado, que había convivido “divinamente” con el anterior párroco, rápidamente se percató de que no le caía bien a don Tolentino, empezó a incomodarle la relación “profesional” que mantenía con el cura, y un día le dijo que dejaba el puesto, “por motivos personales"  –léase, porque estaba hasta los XXX de que le mirara mal el párroco, sin causa justificada, a pesar de ejercer el oficio de sacristán de forma ejemplar- 

   Don Tolentino agradeció profundamente la dimisión del sacristán y se puso muy contento pensando que los chistes relacionados con los dos dioses, que la gente contaba a veces, se iban a acabar; pero la alegría sólo duró unas horas. Al día siguiente, se enteró que “Dios” se había emborrachado -obviamente,  se trataba del dios de la tierra…del “tío Dios”- Para celebrar el cese, Diosdado había ido a la taberna, allí había coincidido con unos amigos y se les había ido la mano con el vino. 

  En aquel pueblo, existía la costumbre de que el Ayuntamiento, todos los años, regalaba un cerdo al cura, tal como se hace en La Alberca (Salamanca), con el cerdo de San Antón, aunque el cerdo, en este caso, no era para santo alguno, sino para el párroco. 
   A primeros de marzo, recibía un lechón por parte de la corporación, que era cebado hasta diciembre y, una vez pasada la Purísima, entre varios vecinos/as, organizaban la matanza del “puerco del cura” –perdón. Organizaban la matanza del puerco, que el ayuntamiento regalaba al cura- 
   Al llegar la fecha correspondiente, el Ayuntamiento hizo entrega del garrapito al cura y, cuando apenas llevaba dos semanas cebándose en la cuadra, una mañana, la persona que lo alimentaba todos los días, fue a la casa del párroco para informarle de que su lechón había desaparecido. 
   Como aún era pequeño, no debió costarle mucho al cuatrero afanarlo. Éste, además de ladrón, resultó ser poeta pues había tenido la humorada de escribir con tiza en la puerta de la cuadra. 

“El puerco de don Tolentino, 
  Ha encontrado mejor destino” 

   Esto enojó muchísimo al párroco, ya que el hurto tenía dos lecturas paralelas: a) El daño económico: le habían privado de jamones, chorizos, lomos… b) El daño espiritual: En la comunidad había un ladrón, y encima le había robado a él…al pastor del rebaño… al encargado de aleccionar a la gente a hacer el bien (Si se enteraba el obispo iba a decir que vaya éxito estaba teniendo en su labor pastoral)

   Desde el primer momento, tuvo la sospecha de que el autor del robo había sido Diosdado, pues consideraba que era el único que podía tener motivos para ello. Reconoció que, como nunca había puesto buena cara al sacristán, éste se había dado cuenta de ello, había cesado por este motivo, y, seguramente, había decidido vengarse de él robándole el garrapito. 
   Claro que no tenía pruebas, pero pronto iba conseguirlas pues se acercaba la Pascua, los feligreses estaban obligados a comulgar como era preceptivo, para poder hacerlo debían pasar, previamente, por el confesionario y allí era donde pensaba conminar al presunto ladrón para que confesara y asumiera su culpabilidad, si quería comulgar aquel año. Si decidía zafarse y no acudía a confesarse, eso ya de por sí constituiría un claro signo de culpabilidad. 
   Pero, llegado el día, Diosdado, como el resto de los feligreses, acudió a confesarse con don Tolentino que esperaba impaciente aquel momento. 
   El cura lo tenía todo previsto, haría una confesión dirigida, realizando un recorrido por todos los mandamientos, y cuando llagara a “No hurtarás”, ahí es donde, irremisiblemente, iba a pillarlo. 

   El acto de la confesión, cada uno de sus protagonistas lo vio desde una perspectiva diferente: 

   Diosdado lo percibió así: 
   El día que fui a confesarme, don Tolentino, en vez de dejar que le contara mis pecados libremente, que no dan para mucho, todo sea dicho. ¡Ya me gustaría a mí poder pecar más!, se empeñó en hacer un recorrido didáctico por los mandamientos, como si estuviera empeñado en que yo hubiese faltado a todos, para que no se escapase ninguno. 
   Él está convencido de que he sido yo quien le robó el cerdo, así que pensaba que iba “a cantar” durante la confesión. Con lo que no contaba, es que para llegar al séptimo mandamiento (no hurtarás), primero hay que pasar por los seis anteriores.

Don  Tolentino, por su parte, lo vio así: 
  La confesión fue larga y un tanto extraña. Tras llegar el pecador al confesionario, le avisé de que íbamos a hacer un recorrido por los mandamientos, para ayudarle a reconocer sus pecados.     Previamente, ya le había avisado que,  si quería evitar abrasarse eternamente en las llamas del infierno, no debía mentir -esta táctica de acojonar a los feligreses, para que “cantaran” y contaran todas “sus maldades” era muy empleada entonces por los antiguos confesores -, y el muy ladino respondió que, aunque estaba seguro de que en el infierno hay mejor ambiente, y que la gente que va allí debe ser más divertida que la que va al cielo, él pretendía ir a este segundo lugar y que por eso había ido a confesarse. 

   Al interpelarle sobre el primer y segundo mandamientos, ambos relacionados directamente con la figura de nuestro Creador, le pregunté que si le gustaba que los vecinos le llamaran “Dios” y que si en algún momento había creído serlo, respondiéndome que el asunto le era indiferente. Que él se llama Diosdado como su padre, su abuelo, su bisabuelo, y quien sabe si algún otro antepasado anterior; que en el pueblo le llaman “tío Dios” o “Dios”, porque es más corto y familiar que Diosdado; que su mujer, cuando vivía y se enfadaba con él, le llamaba además de otras muchas maneras que no quiso repetir para no escandalizarme, y que si los demás le llamaban así, por educación, tenía que responderles 
   Pensándolo bien, las personas no se llaman a sí mismas; luego, el problema está en los demás. Así que, en lo referente a los dos primeros mandamientos, no pude reprocharle nada. 

  En cuanto al tercero, “Santificar las fiestas”, como ha sido sacristán, ha asistido a misas, bodas, funerales, entierros… en número muy superior al resto de feligreses, así que tampoco encontré aquí nada reprobable. 

 En lo referente al cuarto, “Honrar a los padres”, hubo un momento de confusión inicial, ya que al preguntarle si honraba a sus padres, respondió que no. Ante tal respuesta, pensé que aquí ya había encontrado materia para empezar a recriminarle sus acciones, y le dije: 
   - ¡No honrar a los padres, es pecado mortal! Nos han dado la vida, y nos lo han dado todo.   
   Respondiéndome él: 
  - Mis padres murieron hace años, así que difícilmente puedo honrarlos; pero mientras vivieron siempre lo hice. 
   - Entonces vale. Respondí tras la aclaración. 

  El quinto fue puro trámite: 
 - Espero que no hayas matado a nadie. Pregunté 
 - Si hubiera matado a alguien, imagino que estaría en la cárcel, en vez de estar aquí confesándome ¿No cree? 
 - ¡De acuerdo! Respondí yo. Vamos a continuar 

  Al llegar al sexto mandamiento, sucedió lo siguiente: 
- ¿Has cometido actos impuros? Pregunté. 
- ¿Yo?. Ya soy muy viejo para esas cosas ¡Qué más quisiera! Respondió el pecador. 
    A los viudos nos pasa lo mismo que a ustedes, los curas. Tenemos mala fama, en este sentido. Si yo le contara… 
   Cuando me quedé viudo, aún era joven y hubo un año que “pequé un poco”. Resulta que una vez se me ocurrió ir a una casa de “señoras simpáticas” ¿y sabe a quién me encontré allí? A la última persona en el mundo que hubiera sospechado ver en uno de esos esos sitios. ¡Vaya susto que se llevó al verme! La verdad es que a mí tampoco me hizo gracia alguna que un conocido me viese allí. 
  Yo, al fin y al cabo, era viudo y no tenía que rendir cuentas a nadie; ¡¡¡pero él!!! Si se llega a enterar la gente, menudo escándalo se hubiera armado. El caso es que, como a ninguno de los dos nos interesaba que aquello se supiera, ambos acordamos ser muy discretos. Él no iba a decir nada de mí y yo tampoco de él. Lo bueno de aquel inoportuno encuentro es que, a partir de ahí, nos hicimos muy amigos. Mire si hemos sido discretos, que hasta ahora nadie se ha enterado de este asunto. Yo, es la primera vez que lo cuento porque sé que ustedes los sacerdotes tienen que guardar el secreto de confesión, si no, tampoco se lo hubiera dicho. 
   No obstante, si para poder absolverme, usted considera necesario que le diga quién es, se lo digo. Aunque él ya no vive aquí, porque hace unos meses fue destinado a otro pueblo, sí le conoce.
 
   Don Tolentino, a medida que escuchaba las palabras del confesado, iba alarmándose por momentos.     Su afirmación de que los curas y los viudos tenían mala fama en los asuntos del sexo, y que había coincidido con un conocido en un establecimiento de mujeres de moral distraída, le llevó a pensar que estaba a punto de entrar en un “terreno pantanoso”. 
   Había dicho que “el otro” era alguien muy conocido, y que si el asunto hubiese trascendido  se habría  convertido un auténtico escándalo para la comunidad, algo que no había sucedido porque los dos eran muy discretos. 
   También recordaba que el antiguo párroco, al irse, le había recomendado al sacristán, alabando en él, ,principalmente, la discreción. ¡otra vez esa palabra! Este hecho, y el saber que la persona implicada, desde hacía varios meses, vivía en otra localidad convertían al párroco anterior en el principal sospechoso de ser “el otro”. 
  Cuando llegó a esta conclusión, inmediatamente intentó borrar este pensamiento de su mente, pero no lo lograba...eran demasiadas casualidades. Sin embargo, ¿y si el pecador implicado no era el compañero sino una persona “normal”, y el auténtico pecador era él por la falta de confianza hacia su antecesor en el cargo? 
   Ante él estaba el antiguo sacristán dispuesto a decirle quien era “el otro”, y, si lo decía, podría resolver la duda... pero ¿ qué pasaría si "el otro" resultaba ser el compañero? ¿Tendría que decírselo al obispo? 
   Ante semejante dilema, tuvo unos momentos de incertidumbre en los que no sabía qué camino seguir y, tras meditarlo unos instantes, decidió que prefería quedarse con la duda. 

   Diosdado, vivió el final de la confesión así: 
  Cuando llegamos al sexto mandamiento y comencé a contar mis pecados, observé que don Tolentino se iba poniendo muy nervioso a medida que le iba poniendo al corriente de todo, llegando un momento en el que no me dejó seguir, despidiéndome de este modo: 

  - ¡Mira! Ya es suficiente. Te absuelvo de todo. No hace falta que me cuentes más. Además, si has sido tu quien me robó el lechón, que te aproveche…también te absuelvo de ello. 
  ¡Vete y reza lo que te parezca!. Aún tengo que seguir confesando a mucha gente