Curanderos:
Entre la ciencia y la magia IV
El curandero de Muñoz
Volviendo al mundo de los
curanderos, sanadores o sabios, como también eran conocidos, que tanta
aceptación tenían en el siglo pasado; dentro del gremio, había algunos que estaban
especializados en tratar enfermedades concretas como los culebrones (herpes
zóster); la hiperhidrosis (sudoración excesiva, fundamentalmente de los pies y
las manos), las verrugas, las hernias inguinales…; otros, con sus manos,
mediante masajes y amasamientos, tenían habilidad para tratar dolores
articulares y musculares, y, por último, estaban aquellos que poseían unos
conocimientos más amplios y trataban todo tipo de males.
Para acceder al oficio de sanador, no había escuelas,
academias o cursos a distancia; cada uno de los hombres y mujeres, que se
dedicaban a ello, aprendía la “profesión” siguiendo distintos caminos.
Algunos, habían tenido un maestro que les había transmitido los
conocimientos necesarios para desarrollar su labor, que casi siempre eran el
padre o la madre, quienes a su vez también habían sido curanderos.
Otros, en cambio, eran
autodidactas; de forma empírica, llegaban a conocer las propiedades beneficiosas
que para la salud tenían algunas plantas o productos de origen animal, y decidían
aplicar sus conocimientos para tratar los males de las personas.
Tanto los unos como los otros, habían tenido
un aprendizaje previo, y los remedios que administraban, a la gente que acudía
a ellos, eran naturales y tangibles; cosa bien distinta, es que resultaran
eficaces.
Al lado de estos curanderos que, para
aprender el oficio, habían tenido que currárselo mucho, existían otros que lo
eran porque “poseían” una gracia o don especial para curar las enfermedades. Eran
los
curanderos-magos.
El don, que estos afirmaban
poseer, casi siempre era innato; se trataba de personas muy singulares -eso creían ellos- que ya, desde antes de
nacer, estaban predestinadas a ser curanderos.
Se sabía que eran tan especiales,
porque habían llorado en el vientre de la madre durante el embarazo -no sé quién había oído el llanto, para
certificarlo; imagino que la madre claro-, o bien, que habían nacido en
fechas muy señaladas como el 29 de febrero, en la noche de San Juan (24 de
junio), o en Nochebuena (24 de diciembre), durante los solsticios de verano o
de invierno.
Sin embargo, el don que afirmaban
tener estos curanderos-magos no siempre era innato; en algunas ocasiones, también
podían haberlo adquirido tras el nacimiento. En un pueblo del norte de Cáceres,
había un famoso curandero que sufría ataques epilépticos y afirmaba que era durante los mismos, cuando recibía la energía -la gracia- para poder desarrollar sus poderes.
Estos curanderos, los que
tenían “el don”, podían sanar a la gente a través de la palabra, mediante determinados
rezos o invocaciones, e imponiendo las manos. Eso sí, los pacientes, para poder
sanar, debían tener una fe absoluta en la curación; si no sanaban, era debido a
que no tenían suficiente fe, así que culpa de dicho fracaso siempre recaía en el cliente,
nunca del curandero - hoy día, con la
medicina, ocurre todo lo contrario. Cuando un tratamiento fracasa,
aunque el paciente no haya seguido las indicaciones del médico, la culpa, habitualmente, acaba siendo de este último-
Este tipo de sanadores, incluso podían
curar a los pacientes desde la distancia; bastaba que algún allegado: vecino,
familiar o amigo del afectado/a, llevara un mechón de pelo del enfermo, o una
prenda de ropa que se hubiera puesto recientemente, ante el curandero; para que
éste, gracias a sus poderes, simplemente, tocando la prenda o el mechón de pelo,
tras hacer los conjuros correspondientes, pudiera sanar al afectado.
Si era pelo lo que le habían llevado, el
curandero, usualmente, lo quemaba como parte del ritual; en cambio, cuando se trataba
de una prenda de ropa; ésta, tras el oportuno “tratamiento”, era devuelta a su portador
para que la entregara al enfermo, ya que éste recuperaría la salud una vez que volviera
a ponérsela. Evidentemente, el curandero cobraba por todos estos rituales de
sanación.
A pesar de que los curanderos-magos
podían curar desde la distancia, casi todos los pacientes preferían acudir, personalmente, a ellos, pues pensaban que, si tenían un contacto directo con el
curandero, los tratamientos resultaban más eficaces. Además, a pesar
de contar con el don para realizar sus curas, muchos de ellos, no debían estar plenamente
convencidos de que la magia fuera suficiente para sanar a la gente y por ello,
además de ésta, también recurrían a los remedios naturales, como los curanderos
“vulgares”.
En la provincia de Salamanca, en lo que es el centro geográfico provincial, se encuentra La
Fuente de San Esteban. Muy próximos a este lugar, hay dos pueblos que causan algo
de confusión entre la gente que no somos de la zona, por tener nombres muy similares.
Uno es Muñoz, y el otro San Muñoz.
En el primero de ellos, Muñoz, en la
segunda mitad del siglo pasado, vivía uno de los sanadores más conocidos de
Salamanca, cuya fama llegó a sobrepasar los límites de la provincia.
No tenía ningún don especial-supongo
que empezó a llorar después de nacer, como cualquiera de nosotros- y, por
lo tanto, no empleaba la magia en sus tratamientos sino productos más o menos
naturales, con los que trataba “casi” todo tipo de males.
Este “casi”, hay que
subrayarlo, porque, aunque trataba muchas enfermedades, sabía reconocer sus
límites y cuando llegaba ante él, requiriendo sus servicios, alguien a quien no
podía aliviar, evitaba “meterse en berenjenales” que no le convenían…ni a él,
ni al enfermo.
Un día, acudió a este curandero un hombre con
un tumor avanzado; los médicos le habían dicho que no podían curarle y,
desesperado, tenía la esperanza de encontrar en la magia, lo que no podía
ofrecerle la ciencia.
El
curandero de Muñoz, como casi todos sus colegas, tenía una gran capacidad de
observación; por ello, nada más aparecer ante él el pobre enfermo, al verle la
cara, rápidamente, adivinó la gravedad del proceso que tenía aquel hombre; consciente,
de que lo que realmente buscaba era un milagro, se sinceró con él y,
amablemente, le dijo:
- Lo que usted tiene, yo no puedo curarlo. Lo
siento mucho.
El familiar, que acompañaba al enfermo, cuando pretendió
pagarle la consulta al curandero, éste se negó rotundamente a ello, alegando
que sólo cobraba cuando curaba o mejoraba a quien acudía a él, y que éste no
era el caso.
El sanador, además de pasar su
consulta en Muñoz, también lo hacía en Salamanca, a donde acudía un día a la
semana. Una vez, en una de estas consultas que pasaba en la ciudad, tuve
ocasión de conocerle. Por suerte, en este caso, el paciente presentaba un proceso
tratable y “leve”.
Entre los médicos, a veces se
establecen discusiones sobre cuándo los procesos deben ser considerados leves o
graves, pretendiendo encontrar cuál es la línea que separa a unos de los otros; lo cierto es que, tras múltiples reuniones, congresos de alto nivel y symposiums, a día de
la fecha, no hay un acuerdo unánime que permita discernir cuándo un proceso
puede ser catalogado como leve, y cuándo deja de serlo.
El único criterio aceptado por todos, tanto por los médicos como por los
pacientes, para que una enfermedad sea considerada leve, es que el afectado
debe ser siempre otra persona y no uno mismo. Cuando una enfermedad la padece otro, los demás la consideramos leve; en cambio, si esa misma enfermedad la padecemos nosotros, deja se ser leve pasando a ser "grave o gravísima"; no sé si fue
Platón quien dijo - y si no lo hizo él, debería haberlo dicho- que “el dolor que mejor se soporta es el ajeno”.
Yo era muy escéptico y no creía en
curanderismos, magia, ni en cosas milagrosas ajenas a la ciencia; pero, cuando
tuve ocasión de conocer al curandero de Muñoz, el descreimiento que sentía
hacia estos personajes desapareció y se transformó en auténtica admiración.
Ese día, había ido mi padre a
Salamanca; estaba en un bar con Silverio, un amigo suyo que también había ido a
la ciudad a hacer algunos asuntos, y resulta que uno de ellos era,
precisamente, acudir a la consulta del mencionado curandero. Creo que era los
jueves cuando se desplazaba a la ciudad a ejercer la profesión.
El amigo de mi padre, que pretendía
ir al sanador, no conocía el sitio donde éste pasaba la consulta -no se anunciaban en la guía telefónica, ni
en la prensa-; mi progenitor, aunque sabía la dirección, tenía que hacer
otras cosas y, como no podía acompañarle, me pidió…más bien me ordenó -entonces los padres no se sabe si pedían u
ordenaban-, que le acompañara yo; así que, sin comerlo ni beberlo, con la
dirección anotada en un papel, me encontraba camino de la consulta de aquel
sabio de la salud, acompañando al “enfermo”.
Cuando estábamos a punto de llegar
a nuestro destino, le hice a Silverio esta advertencia:
- Mire, no se le ocurra decir, en
ningún momento, que estoy estudiando medicina. Como se entere el curandero, me
va a dar mucha vergüenza.
- Tu tranquilo, que no diré nada
-contestó éste-. Además, te va a interesar, ya lo verás... dicen que lo adivina
casi todo. Creo que te ve y, sin apenas preguntarte nada, casi siempre sabe lo
que te pasa.
Una vez que llegamos ante el
portal del edificio, pudimos comprobar que aquello, ni de lejos, respondía al
estereotipo de lo que se esperaba de un curandero. Estos, solían vivir en los
pueblos y citaban a los pacientes a deshoras (temprano, o ya entrada la noche),
para que su actividad pasase lo más desapercibida posible, ya que no era una
actividad reconocida y, por lo tanto, no era legal.
Este hombre, en cambio, además de
trabajar en su pueblo, no tenía reparo alguno en desarrollar su actividad también
en la ciudad; la consulta la tenía en un piso normal, y era el mediodía.
Evidentemente, no deseaba pasar desapercibido.
Cuando estuvimos ante la puerta del
piso, llamamos al timbre y desde dentro, antes de abrir, alguien preguntó:
- ¿Quién es?
Como sea el curandero, quien ha contestado,
todo no lo adivina -pensé yo para mis adentros-. Pero no había contestado él, sino
una mujer. Le contamos el propósito de
nuestra visita y, tras esperar unos instantes en el pasillo, nos hizo pasar a
una habitación en la que pudimos ver a un hombre de mediana edad, bien vestido -la gente de los pueblos, cuando íbamos a la
capital, nos vestíamos "con la ropa de los domingos" y el señor, por
lo visto, también lo hacía-
No sé por qué, yo había imaginado que
el encuentro iba a ser en un despacho en toda regla: una mesa con dos sillas
frente a la misma, y tras ella un sillón donde se sentaría el sanador; una
estantería con algunos libros de consulta…pero aquello era una sala normal en
la que había una mesa con varias sillas alrededor.
Tras los oportunos saludos, nos
echó una rápida mirada a los dos y después acabó fijando la mirada en Silverio.
Éste, debía rondar los 70 años, estaba gordo y en la mano llevaba un bastón con
el que ayudaba para caminar; yo, en cambio, andaba por los 21, estaba delgado, andaba perfectamente, y en la mano llevaba una carpeta.
Evidentemente, averiguar quién era
el enfermo no le supuso dificultad alguna.
Nos hizo sentar en la mesa, él
también se acomodó en una de las sillas y se dirigió al paciente en estos
términos:
- No me diga usted nada. Responda sólo, cuando pregunte.
Nosotros, en silencio, mirábamos al
curandero, y éste, durante unos segundos, observó con gran atención a Silverio;
a continuación, comenzó a hablar lentamente.
- Usted anda mal y cojea un poco, porque
le duelen la espalda y una cadera ¿Me equivoco?
- No. Respondió el aludido.
Tras la respuesta, siguió hablando
el curandero:
- No ve bien para cerca, pero de
lejos se defiende. Seguro que hasta tiene gafas, pero no le gusta mucho
ponérselas. Fuma bastante, aunque sabe que le perjudica. Come bien y le
gustaría perder algunos kilos, pero no lo intenta porque no desea pasar hambre
alguna.
Está casado y su mujer debería
portarse con usted mucho mejor de como lo hace.
Es buena persona, tiene buen humor y es valiente; por eso, no le da miedo morirse, pero no quiere padecer males cuando le
llegue la hora.
Ha estado en manos de médicos y,
como no han podido curarle, por eso ha venido a verme a mí.
Finalizó su disertación con las
siguientes palabras:
-
Mire, yo le puedo mejorar bastante el problema de la pierna y de la
espalda, pero no puedo curarle del todo; si lo acepta así, seguimos…y si no, lo
dejamos. Elija usted
Mi acompañante estaba encantado,
no había abierto la boca y el curandero había adivinado el objetivo de la
visita, así que respondió que, efectivamente, ese era el motivo de la consulta
y que aceptaba su tratamiento. Un hombre que tenía tantos poderes y que sabía
tantas cosas sobre él, sólo con mirarlo, indudablemente era capaz de mejorar el problema de su espalda…o él… o nadie.
Sin ver la pierna que le dolía, ni
la espalda del paciente; simplemente, manipulando la zona de la columna
vertebral a través de la ropa ¡para qué más!, le recetó unas friegas en la
espalda con un "ungüento" que vendían en una farmacia próxima; le
recomendó que no cogiese grandes pesos, que adelgazase, ya que perder peso le iría
bien para el problema que tenía, y que no dejara de moverse: debía pasear, aunque
sin cansarse demasiado -las misma recomendaciones que todos los reumatólogos, traumatólogos y
rehabilitadores del mundo hacen a sus pacientes, el curandero de Muñoz ya las hacía
entonces-
Acabó su consulta con unos
"sabios" consejos:
- El vino, si es bueno, no hace
daño alguno cuando no se abusa; puede tomar varios vasos al día sin ningún
problema. Los alcoholes blancos no le convienen; en cambio, una copa de coñac,
de vez en cuando, viene bien -del Whisky no
dijo nada…si era bueno a malo para la salud, y he tenido que vivir con
esta incertidumbre durante años; afortunadamente, hace algún tiempo que logré resolverla-.
- La matanza, siguió hablando el
curandero (se refería a los productos de la matanza del cerdo), puede comerla sin
ningún problema: chorizo, jamón, lomo, tocino…puede comer todo lo que quiera, pero
siempre sin abusar. La ternera, el cordero y el pescado, así como los productos
de la huerta, cómalos también siempre que quiera.
Respecto al ejercicio, que el sanador le
indicó a Silverio, debía ser suave y sin excesos. Con buen criterio, consideró que,
a pesar de que era bueno que estuviera activo, no era recomendable ponerse a hacer
movimientos que quizá llevara años, posiblemente décadas, sin realizar; ya que,
si forzaba mucho el cuerpo, esto sólo podía empeorar la situación.
Yo estaba asombrado por la
capacidad de observación del curandero. Una persona, sobre todo si es una mujer,
cuando echa una mirada a otra, en un instante es capaz de apreciar, al menos, media
docena de detalles: cómo viste, el peinado, tipo y color de los zapatos, color
de los ojos… Si el observador es un hombre, la capacidad de observación es
mucho más limitada; a lo sumo es capaz de distinguir dos o tres características; en cambio, lo de aquel curandero era espectacular.
Por la forma de caminar de
Silverio y el modo de ayudarse con el bastón; así como, al ver el cuidado que había
puesto al sentarse y la forma de hacerlo, había apreciado que tenía una
dolencia en la espalda y que esta no se limitaba a la misma, ya que también
afectaba a una pierna. Debido a su edad, sabía que la vista ya no funcionaba
demasiado bien y algunos dedos amarillentos, delataban que fumaba en demasía.
La obesidad, era una clara muestra
de su afición a la buena mesa, y de que no debían gustarle demasiado los
esfuerzos, además, como todos los gordos del universo, deseaba adelgazar, pero
sin pasar hambre.
Los obesos, suelen ser gente
simpática, muy apegada a la vida, y les gusta vivir bien -como a todo el mundo-, por ello, cuando el curandero le dijo que
era una persona alegre y valiente, le agradó mucho, pues en realidad estaba alabándolo y las alabanzas
siempre son bienvenidas, vengan de donde vengan.
Lo de la mujer, fue un golpe
maestro; la alianza en el dedo le delataba como hombre casado, y, ¿qué hombre
que lleve muchos años de matrimonio no piensa que su esposa le trata peor de lo
que se merece? -ellas, seguro que opinan lo
mismo de los maridos, todo sea dicho-.
La gente que decidía acudir a los curanderos, lo
hacía, habitualmente, tras haber consultado con uno o varios médicos, cuando la medicina no había sido capaz de curar u obtener un alivio suficiente de sus procesos, y eso
también lo había “adivinado”.
Cada vez que el curandero hacía
sus afirmaciones, miraba fijamente al rostro del enfermo y este,
inconscientemente, asentía a cada apreciación que hacía el primero, con lo cual
estaba seguro de acertar en las aseveraciones que hacía.
Respecto a las indicaciones del tratamiento
eran impecables: adelgazar, comiendo de todo con moderación; hacer algo de
ejercicio sin cansarse en exceso y “las friegas” en la espalda con el producto
que le recomendó. Todo ello, si no le aliviaba, al menos, no iba a causarle mal
alguno.
Silverio estaba encantado cuando
le pagó al curandero "la voluntad"; mientras tanto, yo pensaba que, si un señor le dice a la gente, lo ésta quiere oír, merece que se le pague.
Nota: Cuando una
persona va al médico -o al curandero-, es porque está enferma, o cree estarlo. La
salud, es el bien más importante que tenemos los humanos, aunque somos tan tontos
que sólo la valoramos cuando nos falta.
Alguien, después de sufrir uno grave
enfermedad, aprendió a valorarla en su justo valor y llegó a la siguiente conclusión: "Si al despertarte cada mañana, compruebas que estás
sano, alégrate. Ya tienes un buen motivo para estar contento durante todo el
día”.