martes, 21 de septiembre de 2021

Los Borregos

 

      En España tenemos varios tipos de fiestas, celebramos las fiestas nacionales, comunes a todas las regiones de España, como Semana Santa, Navidad o  los Santos; están las fiestas autonómicas, donde cada región española, intentando parecer diferente a las demás, acaba haciendo lo mismo que el resto: hacer una fiesta (la nuestra es el 23 de abril), y, por último, están las fiestas locales, propias de cada pueblo o lugar, que se celebran, casi siempre, en honor del correspondiente patrón/a.

   En nuestra comarca, estas últimas, se suceden a lo largo de todo el año. La más temprana de todas, ya en enero, es San Sebastián (Vilvestre), a continuación, empezamos el mes de febrero con San Blas (Corporario); en abril encontramos a San Jorge (Olmedo de Camaces) y a San Marcos (Cerezal); iniciamos el mes de mayo con San Felipe (Barrueco) y la Santa Cruz, ( Masueco y San Felices de los Gallegos) y, cuando llega junio llegan las festividades de San Antonio (El Milano), y San Juan ( Villasbuenas e Hinojosa).

   En verano, es cuando asistimos a la mayor concentración de festejos. En julio está San Cristobal (Guadramiro); los primeros días de agosto, en Cerralbo, festejan Nuestra Señora de los Ángeles, y, después llegan San Lorenzo (Saucelle y La Zarza), la Virgen del Socorro (Vitigudino), San Roque (Villarino), San Bartolomé (Aldeadávila), para continuar en septiembre con las correspondientes vírgenes del 8 de septiembre, y los cristos del 14, así como la virgen del Rosario, ya en octubre, que es el día elegido en muchos lugares para celebrar la Fiesta de las Madrinas.

  La lista es mucho más amplia, pero voy a dejarlo aquí.

  Aunque el origen, y motivo fundamental de estas fiestas, es conmemorar al santo, virgen o cristo correspondiente, con los oportunos actos litúrgicos, paralelamente a estos tienen lugar las celebraciones “civiles” en las que destacan, de forma notoria, los toros en todas sus formas: encierros, capeas, novilladas, corridas… pues nuestra comarca siempre ha sido muy taurina.

  Podemos asistir a espectáculos taurinos de todo tipo. Si alguien desea disfrutar de una  corrida de toros, en toda regla, puede ir a Vitigudino donde es posible ver primeras figuras del toreo, venidas a menos eso sí, pero que aún conservan toda su esencia; también podemos asistir a encierros matutinos que, aunque no son famosos como los de Pamplona, si cabe, son más divertidos que estos (los más afamados y concurridos son los de Aldeadávila, Villarino y Lumbrales - ¡ojo!, digo los más afamados, no los únicos-); y, por último, podemos asistir a novilladas y capeas que se celebran en muchos de nuestros pueblos

   Últimamente, la celebración de estas fiestas ha experimentado algunos cambios que, en algunos casos, pueden resultar incluso pintorescos; como celebrar a San Sebastián o San Marcos en agosto, o San Felipe, este año, en septiembre, que chocan un poco con la tradición.

   Las fiestas religiosas que, según la Iglesia, son inamovibles; justificada o injustificadamente, han dejado de serlo (No sé qué pensarán los santos afectados, desde “el cielo”, por haberles cambiado la fecha de su fiesta y si eso afecta a sus currículums o qué, pero hay que ser realistas y vivir con los tiempos. Supongo que ellos lo entenderán; al fin y al cabo “son buena gente”, pues para eso son santos).

  Cuando oímos el nombre de Ovidio, generalmente, lo relacionamos con el poeta romano de ese mismo nombre que, en los comienzos de nuestra era, escribió obras tan conocidas como Las Metamorfosis, y El Arte de Amar; pero, para la gente de su pueblo, Ovidio no era otro que el hijo de Casto, el carnicero.

   Actualmente, existe una normativa europea que regula todas las fases de producción de la carne; comienza en las propias fincas donde pastan los animales, vigilando la sanidad de estos;  se extiende hasta la fase final del procesado y venta de la carne, y abarca todas fases y aspectos relacionados con la producción, como el bienestar animal –el bienestar del carnicero creo que no lo menciona- ,  la higiene, transporte, funcionamiento de los mataderos, distribución de los productos, venta al público…

   Una de las consecuencias que trajo consigo esta reglamentación, fue que desapareciera en los pueblos la figura del carnicero tradicional, un profesional que antes se ocupaba de realizar todas las etapas del proceso como es la compra de la materia prima (los animales), así como de su sacrificio y posterior venta, sin que mediara intermediario alguno en todo ello.

  Casto, era uno de estos carniceros tradicionales, estoy hablando de comienzos de la segunda mitad del siglo pasado, cuando aún no había comenzado a aplicarse la normativa actual; su padre, también carnicero, le había enseñado el oficio, y él, que tenía un único hijo, Ovidio, intentaba enseñárselo a éste para que pudiera dedicarse también a ello y así ganarse la vida.

 El negocio iba bien y el funcionamiento de la empresa era el siguiente: Casto era el “Jefe del Departamento de Compras” ya que era quien seleccionaba y compraba los animales, una labor que compaginaba con la “Jefatura de Producción”, pues también era el encargado de sacrificar los animales y procesar la carne ( la verdad  es que era jefe, operario y capataz a la vez, ya que no tenía empleados), mientras que su mujer, Otilia, era la “Jefa de Ventas” y “Administradora General de la empresa”, ya que se encargaba de vender los productos en la carnicería y llevar la contabilidad.

  En cuanto al hijo, Ovidio, alguien podría pensar que le correspondería ser subjefe de algo, en el escalafón, pero eso aún estaba por llegar ya que, aunque ayudaba al padre y a la madre, de buen grado, en sus correspondientes menesteres, no se implicaba demasiado en el aprendizaje del oficio.

   A los padres, lógicamente, les preocupaba mucho el futuro del hijo; en cambio, las preocupaciones   de éste iban por otro camino, y se dedicaba a estas últimas con gran entusiasmo. Su filosofía de la vida consistía en vivir el presente, sin preocuparle en absoluto el futuro, de modo que su principal actividad, a la que se dedicaba en cuerpo y alma, no era otra que divertirse al máximo y no se perdía ninguna de las fiestas que tenían lugar en los pueblos de la comarca.

    (Aunque a los jóvenes de hoy la actitud de Ovidio puede parecerles muy normal, ya que muchos de ellos se incorporan al mercado laboral muy tarde y siguen conviviendo con los padres hasta pasados los treinta, e incluso hasta edades más avanzadas; en aquellos tiempos, un chico de 21, que era la edad de Ovidio, era ya muy común “que volara solo”).

  Cuando a alguien le gusta mucho un lugar o un paisaje, es frecuente oírle decir: “Si un día me pierdo, que me busquen en tal o cual sitio, que allí me encontrarán”. Esto, si lo trasladamos a Ovidio, podríamos decir que, si un día se perdía, no era necesario indagar demasiado para encontrarlo, pues todo el mundo sabía que si había fiesta en algún pueblo de la comarca, indefectiblemente podían encontrarle allí, ya que acudía a todos los festejos.

   Su padre, para el negocio, había comprado una furgoneta Citroën Dos Caballos, que entonces eran muy populares, y en la misma había encargado que le pintasen, con grandes letras, lo siguiente: “Carnicería Casto”, con el nombre de su pueblo debajo. Él, no tenía carnet de conducir y el conductor

habitual de la misma era su hijo.

 

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El vehículo era empleado para transportar animales vivos, podríamos pensar que sólo viajaban en él corderos, cabritos u ovejas, pues el tamaño de la furgoneta no daba para más, pero Ovidio, que era muy habilidoso para estas cosas, se las arreglaba para meter también terneras.

  Como entonces muy poca gente tenía coche, cuentan que, en alguna ocasión, llevando en la furgoneta una ternera, el joven recogió a algún vecino que iba caminando por la carretera, para acercarle al pueblo. Éste, contento y agradecido, una vez  sentado en el sitio del copiloto, sin haberse fijado en la carga, se llevó un susto tremendo al escuchar un mugido a tan solo unos centímetros del oído.

   Otras veces, cuando alguien se cruzaba en la carretera con el vehículo, veía dos cabezas en su interior: a Ovidio, y una cabeza sobresaliendo encima del otro asiento delantero. Aquellos con quienes se cruzaba en la carretera, desconocedores de las habilidades de chico para transportar ganado, en ningún momento pensaban que una ternera pudiera viajar en tal vehículo y acababan convencidos de que el hijo del carnicero iba acompañado por otra persona. Comentan que alguno llegó a decir:

    -      No sé quién iba hoy con Ovidio en la furgoneta, pero ¡qué feo era!


  El joven, que era muy extrovertido y dicharachero, se lo pasaba muy bien en todos los lugares a donde fuese; en cambio los progenitores, que ejercían de padres tolerantes (resignados más bien, -al fin y al cabo, era el mejor hijo que tenían. Y el único-), no ganaban para disgustos.

  Aunque el padre había comprado la furgoneta para el negocio, Ovidio la empleaba para éste y para otros menesteres, sobre todo para “los otros”, pues usaba el vehículo para ir a todas las fiestas. Lo único positivo que se podría extraer de todo ello, es que, gracias al letrero escrito en la misma, en todos los pueblos de la comarca sabían que en el pueblo X había un hombre llamado Casto que tenía una carnicería, porque el coche recorría todos los lugares.

   Cuando le preguntaba a Ovidio alguna mujer mayor, si él era Casto. Siempre respondía con la misma letanía:

  -   ¡Pues claro que soy casto! ¡Mucho más de lo que yo quisiera!

 

En cambio, cuando la preguntaba procedía de una mujer joven, la respuesta tenía otro matiz:

- Sí, soy casto. Pero cuando quieras, dejo de serlo.

 

Si el curioso era un hombre, la respuesta era muy diferente:

   -      No señor, Casto es mi padre

Un día de finales de agosto, era la Fiesta del Toro en Vilvestre (esta fiesta creo que no tiene fecha fija y suele coincidir con el último fin de semana de ese mes); la Guardia Civil estaba de vigilancia en un cruce que carreteras que hay antes de llegar a este pueblo, y, ¡cómo no!, vieron acercarse la furgoneta de Ovidio que se dirigía a la fiesta.

Las furgonetas Citroën "Dos Caballos", tenían la particularidad de que sus amortiguadores eran muy blandos y, si se cargaba excesivamente la parte posterior del vehículo, se desequilibraban rápidamente elevándose la parte anterior. Daba la sensación de que, de un momento a otro, iba a ponerse a volar tal como hacen los aviones al iniciar el despegue; por lo que de lejos se sabía cuándo iban cargadas y cuando no.

   Los guardias conocían sobradamente el vehículo, así como a Ovidio, ya que pertenecían al puesto del pueblo donde éste residía y, aunque entonces no se hacían pruebas de alcoholemia, no eran obligatorios los cinturones de seguridad, y tampoco había radares para controlar la velocidad, existían otras posibles infracciones que había que vigilar, como es el exceso de carga u ocupantes, y aquella furgoneta que se acercaba, podía percibirse de lejos que iba muy cargada.

  Al llegar a la altura de los guardias, estos hicieron indicaciones al conductor para que parara, y vieron a Ovidio y a otra persona ocupando los asientos delanteros.

-     ¡Hola!  ¡Aquí trabajando! ¿No? Saludó Ovidio a la pareja, despreocupadamente.

 

Como pertenecían al cuartel del pueblo, conocía sobradamente a los dos guardias.

      Estos, antes de contestar, miraron a través de la ventanilla del conductor el interior del  vehículo, para ver qué carga llevaba, y vieron que una cortinilla impedía ver la parte posterior del mismo.

   ¡Qué tipo de carga lleva usted! Preguntó uno de ellos


 Los guardias civiles, solían actuar así, para sorpresa de los paisanos. Cuando no estaban de servicio, trataban con familiaridad al paisanaje; pero cuando sí lo estaban, se mantenían serios y guardaban las distancias, aunque estuvieran ante personas conocidas (el deber es el deber, se justificaban ellos).

-       Son unos borregos que ha comprado mi padre esta tarde. contestó Ovidio. Como los va a matar mañana temprano, por eso no los he bajado del coche.


   En ese momento, como si se hubieran sentido aludidos, comenzaron a balar en la parte posterior de la furgoneta los borregos, y Ovidio siguió hablando.

-   ¿No los oís? Al haber parado, los pobres deben pensar que ya los quieran matar, y se han asustado.

- Los va a matar tu padre mañana, ¿y te los llevas de fiesta? Preguntó uno de los guardias, sumamente extrañado.

-     Sí, contestó Ovidio con naturalidad. Pero sólo vamos a estar un rato y nos damos la vuelta pronto. Si los hubiera soltado, mañana muy temprano tendría que ir a recogerlos al prado; por eso no los he sacado de la furgoneta.

 

 (Hoy día, de acuerdo a las normas de bienestar animal, el hecho de tener encerrados a unos borregos en la furgoneta, en tan poco espacio, toda la noche, podría ser motivo de sanción; pero ese tipo de sanciones, entonces, aún, no estaba contemplado)

 

   Los borregos seguían balando, atropelladamente, todos a la vez, y de pronto, ante el asombro de todos, tanto de los guardias civiles, como de Ovidio y el acompañante, se oyó una fuerte carcajada en la parte posterior del vehículo, tras la cortina que ocultaba “la mercancía”.

 

   Que unos borregos balen asustados, porque intuyen que cuando los separan del rebaño y los meten en un espacio cerrado y estrecho, no es para nada bueno, es comprensible; pero que uno de ellos sufra un ataque de risa ya no lo es tanto; así que los guardias le ordenaron a Ovidio que bajase de la furgoneta y abriese el portón trasero, para ver a “los asustados animales”.

   Ellos, sospechaban desde el principio que la cortinilla puesta, estratégicamente, para separar los asientos del conductor y copiloto, de la parte posterior de la furgoneta, no formaba parte del “mobiliario habitual” de ésta, sino que había sido colocada allí, intencionadamente, para ocultar algo; además, desde lejos, era evidente que venía con mucha carga atrás, por lo que estaban convencidos de que si había  animales en la parte posterior del vehículo, eran de dos patas.

   Una vez que el conductor abrió la puerta trasera de la furgoneta, pudieron comprobar que sus sospechas eran fundadas.

   Ovidio había invitado a cinco amigos a ir a la fiesta del pueblo vecino; uno iba con él, adelante, y los otros cuatro lo hacían en la parte trasera de la furgoneta; ese era el motivo de que esta fuese tan cargada. Habían colocado aquella cortina, y también tapado las ventanas posteriores para impedir que los pasajeros traseros pudieran ser visibles desde el exterior del vehículo. En cuanto a los falsos balidos, también formaba parte del plan.

   Las instrucciones que les había dado el Ovidio a los amigos que iban atrás, es que, si les paraban, debían ponerse a balar lastimeramente como unos auténticos borregos.

  Con lo que no contaba Ovidio es que a uno de los “borregos” pudiera darle un ataque de risa.

5 comentarios:

  1. Ya había escuchado la historia muchas muchas veces, pero aún así me sigue haciendo mucha gracia. Jajajja.

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  2. Esto ocurrió realmente; aunque, como puedes ver, el plan para pasar desapercibidos tenía más de un fallo.

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  3. Algunas de estas historias que relatas, cuando las leemos regresan a nuestra memoria, pues en aquellos tiempos sin tele, ni móviles, ni Internet, nos contaban nuestros mayores. Pero tal como tú las presentas, las recreas, con tanto detalle, arte y gracia, no parecen las mismas. Son nuevas y más divertidas.
    -Manolo-

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    1. Esta anécdota ocurrió realmente. Me la contó uno de "los borregos" que iban en la parte trasera de la furgoneta. Éste, argumentaba que a quien le dio la risa no fue a él, sino a otro. Un saludo

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