sábado, 29 de julio de 2023

Regreso al infierno



   Fuera de nuestro círculo social más próximo, en muchas ocasiones, tenemos contacto con gente que apenas deja en nosotros recuerdo alguno; si subo a un tren, aunque en el viaje comparta el mismo vagón con ochenta personas y, circunstancialmente, haya cruzado palabras de cortesía con alguien durante el trayecto, cuando llego a mi destino, la mayoría de las veces, una vez bajo del tren, no conservo ni el recuerdo de sus caras. 

   En cambio, hay personas con las que coincides una única vez, estás tan solo un rato con ellas y dejan en ti una huella que perdura para siempre, como me sucedió con Armindo -vaya nombre verdad- 

   Este hombre era el cabrero del pueblo (el oficio de cabrero es una profesión que ha quedado para el   recuerdo. Antes, era común que cada familia tuviera unas cuantas cabras: una, dos, tres…, para autoabastecerse de leche y/o hacer queso, y, como salir con unas ellas al campo y cuidarlas durante todo el día, no era productivo para nadie, existía la figura del cabrero comunitario que, a cambio de un salario, que pagaban entre todos, se ocupaba de llevar las cabras de todo pueblo, a pastar todos los días hiciera calor, frío, lloviera, tronara, hubiera niebla…)

   A Armindo, le conocí siendo estudiante y fue un caluroso día de verano, como los que tenemos ahora; una tarde, había ido a dar un largo paseo con la bici a uno de los incomparables parajes que ofrecen las arribes de Duero y cuando llegué a un determinado a lugar, continué a pie bajando la ladera del río. Si la temperatura era alta arriba, en la meseta; en las arribes lo era más aún.

Arribes del Duero

  Estábamos en plena canícula estival; a pesar de ser ya las seis de la tarde, la temperatura era excesivamente alta para seguir caminando bajo aquel rachisol y, al ver ante mí una alta peña, me acerqué hasta ella con la intención de aprovechar su sombra. 
   Siempre había oído que si puedes elegir entre la sombra de un árbol y la de una peña, es recomendable elegir la peña porque su sombra conforta más y, como en aquel paraje existían las dos posibilidades, me fui directo a ella.

   Estaba en el lado del sol, me acerqué hasta ella y, al rodearla, buscando su protección ante los rayos solares, me encontré a un hombre sentado en el suelo, que había tenido la misma idea yo, aunque ya llevaba en aquel lugar un buen rato, desde donde cuidaba un numeroso rebaño de cabras que  por allí andaban,   dispersas, buscando alimento.

    Los dos quedamos muy sorprendidos al vernos ya que encontrarse con alguien, por aquellos solitarios pagos, era algo inusual. A mí, al ver el rebaño de cabras, me costó poco adivinar que estaba guardando aquel hato de ganado.

    Se trataba de un hombre ya algo mayor, eso me pareció entonces desde mis 21 años; hoy quizá hasta lo vería bastante joven, pues rondaría los sesenta.

   - Hola, buenas tardes -saludé al cabrero- ¿qué hace usted por aquí, a estas horas con el calor que hace? Esto es la antesala del infierno.


   Si yo estaba extrañado de haber encontrado una persona por aquellos andurriales, el cabrero debió quedar más sorprendido aún, al verme llegar. Acostumbrado a estar solo todo el día, con el hato de cabras, sin ver ni hablar con nadie, no esperaba ni por asomo encontrarse con otro individuo en aquellos parajes tan alejados del pueblo. 

   Permaneció un rato en silencio, mirándome con atención, recuperándose de la sorpresa de mi presencia y contestó educadamente. 

   - Buenas tardes. Soy el cabrero del pueblo y hoy tocaba venir por aquí con las cabras. ¿Y tú qué haces “paquí” abajo? -preguntó- aquí nunca viene nadie y menos en verano, con “la calor” que hace. 

  Tuve que reconocer, en aquel momento, que, si yo estaba extrañado de haber encontrado aquel hombre, por aquellos pagos, él tenía sobradas razones para estarlo más aún, de mi presencia, en aquel lugar, aquella tarde y con aquel calor, pues carecía de un motivo tan razonable como el suyo.  
   Su estancia, en aquel lugar, estaba muy justificada...tenía que cuidar las cabras y estas comen todos los días, sea verano o invierno; pero yo, que lo hacía solo por gusto, porque me encantaba aquel paisaje, pensé que, si le decía la verdad, posiblemente no iba a entenderlo e, incluso, podría pensar que hacía falta estar tonto para andar por allí pasando aquel calor, pero tampoco había razón alguna para mentir y eso fue lo que le dije. 

   - Soy de Barrueco, me gusta mucho este paisaje y vengo a menudo en la bicicleta hasta aquí. La he dejado ahí arriba, al lado de la carretera, a la sombra de un alcornoque. Hasta aquí he venido caminando; lo que pasa es que hoy no he acertado con la hora; aún es pronto y hace demasiado calor, por eso he llegado hasta aquí buscando la sombra de la peña, como usted.

   - ¡Pues anda! ¡Que si llegas a venir a las tres o las cuatro...! Entonces sí que te hubieras enterado de lo que es pasar calor. 

   - ¿Usted lleva por aquí todo el día? - pregunté a Armindo, a la vez que observaba detenidamente su aspecto- 

   De estatura regular, delgado, llevaba un sombrero de paja de ala ancha, para proteger la cabeza y la cara del sol; aun así, la piel del rostro, con abundantes arrugas, así como la de los antebrazos y las manos, que sobresalían de las mangas de la camisa que llevaba aquel día, estaba muy morena por las largas horas de exposición al sol - los rayos del sol tienen el mismo efecto sobre la piel de una persona, indistintamente que se trate de un bañista en una playa del Mediterráneo o un pastor de cabras en las Arribes del Duero-. 

   Vestía una camisa de manga larga remangada, y unos pantalones de pana que estoy seguro le servirían por igual para los días fríos de invierno, así como unas botas de piel, que debían tener más kilómetros que un autobús de línea regular; debía llevar tantos años con ellas, que hasta tenían un remiendo de piel sobre la piel, algo que ya no se lleva. 

   El equipo de trabajo que llevaba consistía en un morral, para las viandas , una bota de vino y un palo recto y largo de zambullo (olivo silvestre) terminado en forma de porra en la zona de apoyo. 

   -   ¡Pues claro que llevo todo el día! -debió considerar que mi pregunta era algo torpe, si unos instantes antes acababa de decirme que era el cabrero - Estoy aquí desde primera  hora, cuando llegué del pueblo con las cabras. 
      
       He estado abajo toda la mañana, ya que allí hay agua y el ganado tiene que  beber...claro, a mediodía es cuando he empezado a subir con las cabras y, como conozco bien todas las rutas, cuando voy a cada sitio ya tengo establecidos los sitios de parada, para que coman los animales y descansar yo, y este es uno de ellos, aquí siempre paro un buen rato; esta peña da buena sombra. 
    
       A esta forma de vida, ya estoy acostumbrado desde siempre. En verano se pasa calor y en invierno frío, pero hay que aguantarse...este oficio es así - dijo el hombre, dando muestras de un admirable estoicismo, mientras reía al ver la cara de asombro que yo debí mostrar- 
    Lo de hoy no es para tanto -siguió diciendo- hay días y ratos que aún calienta más -si alguien está un día a 35º a la sombra, puede hacerse una idea del “no es para tanto” que decía el cabrero- 

   Además, yo he estado en sitios mucho peores que este-dijo, para concluir la explicación-. 

   Al oír la última frase, pensé que Armindo se refería, exclusivamente, al clima y le pregunté si es que había estado haciendo el servicio militar África, expuesto a temperaturas superiores - hasta hacía poco tiempo, España aún tenía colonias en ese continente- 

   - ¡Qué va...! Yo nunca he estado en África, cuando digo sitios peores, me refiero a la guerra...allí se estaba mucho peor que aquí cuidando cabras, aunque haga este calor. Yo, de mozo, donde estuve fue en la Guerra Civil (1936-1939). 

    Antes, dijiste que esto parecía la antesala del infierno y eso no es verdad...ni se le parece. Lo sé, porque yo he estado allí; estuve en la guerra...en el frente ¡Eso sí que fue estar en el infierno!; sobre todo los primeros días...fueron horrorosos. 

  Imagínate un chico como yo, que casi nunca había salido del pueblo; porque yo llevo cuidando ganado desde los doce años; a esa edad, ya cuidaba las ovejas de mi padre. 

   Un día, vinieron al pueblo, a reclutarnos a unos cuantos. Ya ves tú la idea que yo tenía de la guerra; tuvieron que ir campo a por mí, porque entonces ya estaba cuidando cabras; nos llevaron a un campamento un tiempo... muy poco, allí nos enseñaron algo de instrucción, a manejar el fusil, a distinguir lo que es un sargento de un capitán y antes de dos meses ya estábamos en el frente. 

 ¡Eso sí que es estar en el infierno! -repitió por segunda vez- ¡putas guerras…!, sobre todo los primeros días -hizo una pausa para buscar una palabra adecuada que reflejara como debió sentirse entonces- fueron los más jodidos de todos. Aquello era un sinvivir, estábamos totalmente acojonados pensando que íbamos a morir a cada momento y algunos hasta lloraban de miedo; encima, los soldados veteranos, en vez de consolarlos, se reían de ellos. 

  Aunque apenas dormíamos, comíamos lo justo y había pulgas y piojos a espuertas, lo peor no era eso, sino el sonido de las bombas y las balas que pasaban silbando sobre nuestras cabezas. 

   Al cabo de los días te ibas acostumbrando y ya no estábamos tan asustados; pero no era porque hubiera desaparecido el miedo, lo que sucedía es que ya teníamos tanto... , que no nos cabía más en el cuerpo. 

   Los soldados más veteranos, aunque algunos eran unos cabrones y se divertían asustando a los novatos, la mayoría eran majos y, aunque también tenían miedo como nosotros, intentaban tranquilizar a los recién llegados, pero es imposible estar tranquilo sabiendo que enfrente hay otros soldados que te pueden matar en cualquier momento. 
  Algunos nos decían: 

 - Si quieres, yo te enseño un truco para no estar en el frente y que te lleven a la retaguardia. 

  A nosotros, nos extrañaba que dijeran eso, pues pensábamos que, si tan fácil era evitar estar en el frente, por qué ellos seguían allí; hasta que les oímos la solución que proponían: 

 - Cuando dispare el enemigo, saca una mano por encima de la trinchera y si tienes suerte y te la atraviesa una bala, te llevan al hospital una temporada. Lo que pasa es que te la pueden destrozar y te puedes quedar inútil de la mano para siempre. Además, como vea el sargento lo que estás haciendo, te va a inflar de hostias y además te va a decir que, si quieres, el tiro en la mano te lo pega él - el lenguaje empleado en la guerra, evidentemente, no era demasiado exquisito

  Yo, confieso que, inconscientemente, no pude evitar mirar las manos de Armindo y pude comprobar que las dos estaban integras, así que le comenté: 

   - Usted, supongo que no las sacaría. 

   - No, yo nunca las saqué. Así que ya ves -siguió contando-, en la guerra, especialmente en el frente, se está mucho peor que por aquí, donde solo pasas un poco de calor y ya está. 

   - Tiene usted toda la razón -asentí yo- antes dije que esto parecía la antesala del infierno y ya veo que no es así...,que el auténtico infierno está en otros lados. 

   Armindo me miraba satisfecho, al comprobar que con sus palabras me había convencido de que la ladera del Duero, aunque fuera verano, no era la antesala del infierno, y  añadió: 

   - Pues aún hay sitios peores que el frente, no creas... 

  - ¿Peores aún? -exclamé, aquel hombre no dejaba de asombrarme- 

 -  Sí...los hay peores y yo también estuve allí. 

   Armindo, antes de seguir hablando, cogió la bota de vino que estaba allí en el suelo, con el morral, a su lado, y me la ofreció. 
   Era estupendo ver cómo dos personas que minutos antes no nos conocíamos de nada y, ni tan siquiera sabíamos la existencia el uno del otro, estábamos allí sentados dialogando, cordialmente, en el medio del campo, compartiendo la sombra de la peña y ahora la bota de vino. 

   - ¡Bebe un trago! Esto siempre viene bien, para el calor y para el frío –dijo sin poder evitar una carcajada- 

   Estar solo en el campo, todo el día, a uno le da pocas oportunidades de sacarle gusto a la vida; estoy seguro que a Armindo, aquellos traguitos de vino, que de cuando en cuando bebía de la bota, le reconfortaban y le daban energía para seguir la jornada. 

   - Como ya te he dicho -continuó diciendo el cabrero, tras haberle dado también un buen tiento a la bota- hay cosas peores que estar en el frente. Llevaba varias semanas allí y un día se presenta el capitán pidiendo voluntarios para la retaguardia, pero sin decirnos para qué. 
   
  Yo, hasta ese momento, pensaba que estar en el frente es el peor lugar posible para un soldado, y que, si me presentaba voluntario, para lo que fuera, sólo podía mejorar, pero estaba equivocado. 
 
  En las guerras, cuando piden voluntarios para algo, no suele ser para nada bueno. El caso es que me puse muy contento ya que fui uno de los elegidos, pero la alegría me duró poco...los voluntarios eran para formar un pelotón de fusilamiento y lo malo es que si te presentas voluntario, para lo que sea, ya no te puedes echar "patrás". 

   - ¿No les habían dicho para que querían los voluntarios? –pregunté- 

   - En la guerra a los soldados no se le da explicación alguna...solo órdenes, y si no las cumples a quien fusilan es a ti. ¡Que más hubiéramos querido que en vez de estar en el frente nos llevaran al calabozo! 

   Estuvimos una temporada matando gente y no eran soldados enemigos, sino paisanos. No es que estuviéramos todo el día haciéndolo, entiéndeme, lo hacíamos solo una vez al día, casi siempre al amanecer. 

   Menos mal que, al ser un pelotón, como todos disparábamos la vez, siempre pensabas que eran los demás quienes mataban al pobre o a la pobre que nos habían puesto allí delante, pues también había mujeres. Aunque tratas de convencerte de que tú no estás matando a nadie, sino que lo hace el pelotón, en el fondo sabes que tú formas parte de él; además, tienes que apuntar bien para matarlo a la primera y no dejarlo sólo mal herido. 

   Si los primeros días en el frente habían sido horribles; los primeros, formando parte del pelotón de ejecución, aún fueron peores. 
   En el frente, el enemigo está lejos; son soldados que también están armados y pueden matarte, pero en el pelotón, al ejecutado lo tienes allí mismo, muy cerca y es diferente. 

   Al principio cuesta mucho, sientes remordimientos y tienes hasta pesadillas, pero te acostumbras pronto; al fin y al cabo, tú solo eras un mandado que cumple órdenes; al final se convierte en una rutina, ya no tienes pesadillas y duermes estupendamente. 

 -Armindo, mezclaba indistintamente, en la narración, el tiempo pasado con el presente; señal inequívoca de que aún guardaba un recuerdo muy vivo de aquellos hechos, a pesar de haber sucedido cuarenta años atrás-. 

 - ¿Y como acabó aquello? -pregunté- Me refiero a lo del pelotón de fusilamiento.

 - Pues llegó un día que se acabó y ya está...ya no habría nadie más que matar, así que nos volvieron a llevar al infierno; o sea... al frente. 

 Comprenderás que, el andar con las cabras, todos los días, pasando penalidades, aunque tenga que estar por aquí “tirao”, no es nada si lo comparo con lo que me tocó vivir en la guerra. 

Nota 

 * Esto no es ficción, todo es real excepto el nombre del cabrero, que no se llamaba Armindo. 

 * Aunque sólo coincidí una vez con este hombre, aquella tarde estival en la que me contó sus vivencias “en el infierno”; aún sigo recordándolo muchas veces cuando voy al Salto de Saucelle, ya que, en uno de aquellos parajes, en la ladera del Duero, fue donde le conocí. 

lunes, 17 de julio de 2023

El fresno y el pajarito

 


   Muchos de nosotros - los más viejos- recordamos que “el pajarito” era un personaje muy presente en el imaginario popular. Cuando un varón se dejaba la bragueta del pantalón abierta, sin darse cuenta de ello, la expresión más común que solía escuchar para avisarle era: - Se te va a enfriar el pajarito.

   También, cuando éramos niños y nuestros padres se enteraban de alguna travesura que habíamos hecho, porque alguien se lo había contado; para exculpar al chivato y darle más teatralidad al asunto, a menudo, nos decían, por poner un ejemplo:  

 - “Me ha dicho un pajarito”, que, hoy, el maestro te ha reñido por haber hecho tal cosa.

 (Esto de que el maestro pudiera reñir a un alumno, sin que ello tuviera consecuencias para el docente, es algo propio del siglo pasado; hoy día, es posible que los padres del niño hasta acaben denunciándole si tuviera tal osadía).

  Otro día, el pajarito, a lo mejor, les decía que no habíamos ido a la catequesis; otro, que habíamos estado en una huerta robando manzanas (entonces, como no había móviles ni tablets, algunos nos entreteníamos haciendo cosas que nos situaban al borde de la delincuencia).

 El caso es que no sé cómo se las arreglaba el pelma del pajarito, para estar en todos los sitios espiándonos y después ir a contar a los padres nuestras andanzas.

   Que la dichosa ave delatara a los niños ante los padres, por sus trastadas, hasta podría tener un pase; era tiempos en que los padres hablaban y los niños solo podían escuchar lo que sus progenitores decían –estos , a veces no solo se conformaban con hablar, algunos, además, tenían la mano “muy larga”- , y los roles de unos y otros estaban muy establecidos –ojo, no confundir roles con rólex- , el problema era que, a veces, el pajarito también se empeñaba en inmiscuirse en las travesuras de los adultos y éstas, a menudo, no eran tan inocentes como las infantiles.

    Esto sucedió un día en…bueno, vamos a dejar el lugar en el aire y decir que sucedió en un pueblo que podía ser cualquiera, incluso el nuestro (no perdáis el tiempo indagando quienes fueron los protagonistas ni cuando sucedió, porque no merece la pena; si llegó a ocurrir, fue hace mucho tiempo y hoy día ya nadie sabe nada de ello).  

    En este caso, no se trataba de un padre o una madre que, aprovechando la omnipresencia del pajarito,  se hubiera enterado que su hijo/a se había peleado con alguien o había molestado a alguna vecina llamando de noche al timbre o llamador de la puerta, escondiéndose posteriormente para ver, desde lejos, la cara que ésta ponía al abrirla y comprobar que allí no había nadie; en este caso, no era una pillería infantil, sino una travesura de adultos.

  En aquel pueblo había un matrimonio, Pepe San Romualdo y Pepa La Brava –entonces es que había muchos Pepes y Pepas y eso hacía necesario que el nombre de cada uno siempre fuera acompañado por el apellido o un apelativo, más o menos afortunado; en este caso, lo de él era su apellido y lo de ella era un sobrenombre o mote, que supongo se lo había ganado por méritos propios-

    No eran viejos...hoy pasarían por jóvenes, lo que ocurre es que se habían casado a edad temprana, tal como se hacía entonces; llevaban algo más de 10 años casados; los dos eran guapos y simpáticos y, ante la vecindad, pasaban por ser un matrimonio bien avenido; pero, como ocurre en muchos casos, la trastienda de una relación no siempre coincide con la fachada que ven los demás; en cualquier pareja, solo sus  protagonistas conocen la auténtica realidad de como marcha la relación, y algo así sucedía con Pepa y Pepe, pues lo que para todos era un pareja bien avenida, eso no era así. 

     Resulta que a Pepa La Brava, desde hacía algún tiempo, le habían salido unas protuberancias virtuales en la frente y no es que estuviera convirtiéndose en diablesa, estoy hablando de unas astas –sin h-, vamos…que el marido le estaba poniendo los cuernos.

   Al respecto, hay un dicho de los vikingos, ese pueblo del norte de Europa que, durante la Edad Media, asoló las costas europeas; de ellos se dice: “bienaventurados los vikingos porque los suyos eran postizos”, haciendo alusión a la forma de sus cascos de combate.

   Lo bueno del asunto, es que Pepa la Brava no estaba sola en su circunstancia, ya que, al marido, Pepe San Romualdo, le sucedía lo mismo que a ella: le estaban saliendo también unos apéndices similares a los de la esposa. Mientras que  él, desde hacía una temporada, tenía una amiga con derecho a roce –creo que cuando se veían se rozaban mucho-, Pepa también tenía un amigo íntimo.

    Se dice que las cosas nunca suceden por casualidad, pero es indudable que las casualidades existen y la situación de ambos cónyuges habría que catalogarla como un empate técnico.

    No sé si los astros se habían alineado de una forma determinada, que Eros y Afrodita (dioses mitológicos del amor), habían influido para que se diera esta circunstancia, o que aquello era, simplemente, producto del azar; pero la realidad era que, ambos cónyuges estaban siendo infieles el uno al otro simultáneamente; luego, los dos engañaban y eran engañados a la vez –si esto no es justicia divina, ¿qué otra cosa puede serlo? -

    Si buscamos la causa de que, en un matrimonio, uno de los dos cónyuges decida buscarse un amigo / a y ser infiel a su pareja, posiblemente no encontremos una...sino varias. De ello, ya hablaba Antístenes (445 - 365 a. C, un filósofo griego de la escuela cínica, este hombre decía: “Si tu mujer es bella, no solo será tuya; si no es bella, tuya sola será la desgracia”.

   Hoy día, no sé qué opinarían, de Antístenes, en el Ministerio de Igualdad; de todos modos, como pertenecía a la escuela cínica, cualquiera de sus opiniones habría que dejarla entre paréntesis antes de tomarla literalmente.

   El caso es que los dos, Pepe y Pepa , después de varios años de estar casados, no tenían hijos, estaban aburridos uno del otro o no sé qué pasaría y, como ambos eran guapos, dándole la razón al filósofo, decidieron compartir su belleza con otras personas.

   Como suele ocurrir en estos casos, el último en enterarse es el cónyuge engañado y aquí sucedía lo mismo, pero por partida doble. Pepe no sabía que Pepa le era infiel y Pepa tampoco sabía que Pepe, a su vez, lo era con ella; en cambio, en el pueblo, casi todos lo sabían.

    Hay amigos buenos, regulares y malos. Estos últimos, son peores que los enemigos pues, aparentan ser amigos, te fías de ellos, y encima no lo son. Un aforismo, posiblemente de origen medieval, dice: “De mis amigos...líbrame Señor, de mis enemigos me ocupo yo”.

    Bueno, pues una buena amiga, una tarde, fue a casa de Pepa la Brava y le dijo:

       -          Pepa, no estoy segura si estoy haciendo bien, pero quiero decirte algo; si a mí me ocurriera      

              lo mismo y tú lo supieras, me gustaría que me lo dijeras y por eso estoy aquí.

    Pepa miró a la amiga bastante intrigada, intuyendo que se trataba de un asunto serio, y respondió:

       -          Dime ya lo que sea, me estás preocupando.


-          ¿Dónde estuviste ayer a las seis? -preguntó la amiga-

      -          Ayer estuve toda la tarde aquí, en casa.

      -          ¿Y Pepe? Él no estaba aquí a las seis ¿verdad? -insistió la amiga-

      -           No, a esas horas estaba en el campo, saldría a las cinco o así y volvió al atardecer.

-           Deberías saber que ayer, a las seis, vieron a tu marido en un prado.

      -           Si fue al campo y le vieron en un prado, ¿qué problema hay en ello?

      -          Estaba debajo de un árbol. Quien le vio, estaba un poco lejos y no se fijó si era un roble o un 

             fresno.

     Pepa, estaba empezando a hartarse de tanta retórica y echó mano de la ironía:

  -     ¡Bueno! ¿eso qué tiene de extraño? Lo raro es que le hubieran visto debajo de una palmera tropical.

      -   ¡Espera, que todavía no he acabado!

      - ¡Pues acaba! - dijo Pepa, que estaba empezando a enfadarse por las banalidades que estaba                      oyendo-

   -   ¡No me interrumpas hasta que acabe! -continuó diciendo la amiga- Ayer a las seis de la tarde, han visto a Pepe...en el campo...en un prado...debajo de un árbol y no estaba sentado a la sombra, sino  tumbado. boca abajo y no sobre la hierba; debajo de él, boca arriba, se encontraba una mujer. No creo que sea necesario decirte lo que estaban haciendo.

 Antes que digas nada, además quiero que sepas que, también ayer, a la misma hora, vieron entrar en tu casa, por la parte trasera, a un hombre que no es Pepe. Quien lo vio afirma que no era la primera vez que venía a verte.

        Pepa quedó muy sorprendida al oírla. Lo suyo, era evidente que lo sabía, pero la infidelidad del           marido era algo nuevo para ella.

     -   ¿Hay alguien más, aparte de ti, que sepa lo mío y lo de Pepe?

-     ¿Qué si lo sabe alguien más? ¡Hija, parece que no eres de este pueblo! ¿Cómo quieres que te  diga el número de personas que lo saben?, en unidades o en docenas.

          ¡Mira Pepa! Lo vuestro lo sabe todo el mundo. Como estáis los dos en la misma situación, te             aconsejo que lo arregléis de la mejor manera posible y sin armar escándalo alguno. Tú no puedes            reprocharle nada a él y él tampoco a ti; aquí los dos sois igual de buenos o igual de malos, eso                 depende de cómo queráis catalogarlo cada uno.

 

   -          Entonces, dices que Pepe me está engañando con una mujer. ¿Tú crees que él sabe  que yo también me estoy viendo con alguien?

 

  -          Eso no lo sé, habría que preguntárselo a él, lo que sí sé, es que mucha gente sabe que ayer tarde tuviste una visita, aquí en tu casa, mientras él estaba en el campo con la otra, así que no me extrañaría nada que también supiera lo tuyo.

    -    Y tú como es que lo sabes todo -preguntó Pepa con mucho interés- ¿quién te lo ha dicho?

    -   Eso importa poco. Además, no quiero que le digas a Pepe que esto te lo he dicho yo  

 -    Y si me pregunta cómo me he enterado ¿qué le respondo?

   -     Yo que se… dile que ha sido un pajarito.

   -     Eso es muy infantil y no lo va a creer. 

   -     Pues tú veras como lo haces, es tu marido y eso ya es cosa tuya.

   Cuando volvió Pepe a casa, al atardecer, se sentaron a cenar y ambos cónyuges estaban poco habladores; permanecían pensativos mirándose sin decir nada y esto acabó de convencer a Pepa que él sabía que le estaba siendo infiel con un hombre.

    Habían acabado el primer plato, iban por el segundo y aquel silencio tan prolongado estaba 

 siendo ya demasiado molesto para los dos, siendo él quien decidió sacar el tema a relucir, para ver        cómo reaccionaba Pepa:

   -   ¿Sabes una cosa? Esta tarde me ha hablado un pajarito y me ha dicho algo.

 

 -   ¿Qué? -respondió Pepa sorprendida-. Cuando había hablado con la amiga le había dicho que no era partidaria de usar al pajarito, porque aquello resultaba muy infantil y ahora se encontraba que era el marido quien había sido informado por el ave acusica  ¿Qué es lo que te ha dicho el pajarito?


-     Me ha dicho una poesía:

        Las esposas son jardines

Que cuidan los jardineros

         Algunos cuidamos los propios

Y otros cuidan los ajenos

 

   Pepa, al oírle, observaba al marido, sin saber qué responder y, en vista de que el pajarito ya se lo había apropiado él, decidió contestarle así:

 

    -    Pues a mí quien me ha hablado ha sido un fresno:


-     ¿Desde cuando hablan los árboles?

 

    -    Desde el mismo momento que lo hacen los pajaritos.

 

    -    Vale…vale. Y que te ha dicho el fresno.

            Aunque solo soy un árbol,

            y creen que no puedo hablar

   lo que sucedió bajo mis ramas

  

    a ti te lo voy a contar.

   Volvió a hacerse el silencio entre los dos esposos, que se miraban fijamente; ambos sabedores  que estaban igual de implicados en el asunto de la infidelidad y al fin dijo el marido: 

   -     ¿Qué te parece si dejamos de hablar con pajaritos y fresnos y lo olvidamos todo? ¿Qué hay de               postre?

 

Nota

Aunque a alguno/a le cueste creerlo, esto es un cuento popular. Además, de los cuentos infantiles, que eran los mas comunes, también existían cuentos para adultos. Obviamente, este pertenece al segundo grupo.