domingo, 18 de diciembre de 2022

Historias de la caza: El bautismo de fuego

 

 

  Silverio era propietario de una de las más afamadas ferreterías de la ciudad, un negocio familiar que compartía con dos hermanos, Gene y Paula; siempre estaba muy bien surtida y tenían una clientela numerosa y fiel, lo que propiciaba que el negocio funcionara a plena satisfacción de los dueños.

   Aquel lunes, como todos los días laborables, llegó muy puntual a abrir la ferretería. Solía ser el más madrugador de los hermanos, por lo que, habitualmente, era el encargado de abrir la tienda tras subir la persiana metálica que daba acceso al interior, resultándole sumamente extrañó ver que el negocio ya estaba abierto cuando llegó. Aquel día se había adelantado su hermano Gene, que estaba, en aquellos momentos, pegando un cartel con cinta adhesiva dentro de la tienda.

-          ¡Buenos días hermano, qué haces!

-          Aquí pegando este anuncio. Voy a vender la escopeta.

-          ¿¡¡Qué dices!!? Exclamó Silverio sumamente extrañado. ¿Cómo vas a vender tu escopeta? Pero si ayer te estrenabas como cazador, ¿Qué paso? ¿No pegaste ningún tiro?

-          Te equivocas, respondió el hermano muy serio. Fui el que más tiros dio y con diferencia

-          Pues entonces no entiendo nada. Contestó Silverio.

   Para entender lo que había pasado, no bastaba con remontarse al día anterior, sino a varias semanas atrás. Gene, su hermano menor, a sus cuarenta y ocho años, nunca había mostrado interés alguno por las armas ni por la caza. La familia era originaria de un pueblo de la provincia, sus padres cuando eran niños, se había trasladado a la ciudad donde el padre había abierto el negocio de la ferretería, y seguían manteniendo bastante relación con los paisanos del pueblo; muchos de ellos, además, eran clientes y pasaban por allí, a comprar, cuando iban a la ciudad.

   Uno de los paisanos, Segismundo -Segis para los conocidos- era amigo de la infancia de Gene. Dos meses atrás había ido un día a la ciudad, pasó por la ferretería a saludar a los hermanos y Gene le había acompañado a una armería, ya que uno de los motivos que le había llevado aquel día ir a la ciudad era comprar cartuchos porque se había abierto la Media Veda, un periodo de tiempo que transcurre en la segunda mitad del verano, en el que cazadores matan el gusanillo de las ganas de cazar, cargándose miles de aves, sirviendo además, como un anticipo a la apertura oficial de la veda, que suele acontecer en la primera quincena de octubre.    

  Segis sentía una afición desmedida por la caza de modo que, cuando salía a relucir algún tema relacionado con esta actividad, se le iluminaba el alma hablando de ella. Para él, año se dividía en dos etapas: período hábil y período inhábil para cazar, algo que dejaba reflejado en un calendario de sobremesa que miraba a diario. En él, los días hábiles para cazar aparecían subrayados con rotulador fosforescente rojo, mientras que el resto de los días permanecían en el  más absoluto anonimato, sin una triste nota de atención. 

  Antes de ir a la armería, los dos amigos pasaron por una cafetería a tomar algo, se sentaron en una mesa, y a Gene se le ocurrió hacer al amigo la típica pregunta que no se le debe hacer a un cazador si quiere evitar el riesgo de pasar más de media hora oyendo batallitas.

-          Segis, ¿tú, desde cuándo eres cazador? 

-       No sabría decirte. Contestó el amigo. Creo que desde siempre. Cuando era niño ya iba con mi padre a cazar. Lo de ser cazador, debe ser algo genético, como ser hincha del Atlético de Madrid, un club que, aunque gane pocos títulos, tiene una afición incondicional que ama al equipo de forma desmedida, permaneciendo fiel a sus colores, a lo largo del tiempo, inmune a los acontecimientos que puedan sucederle.

-      Todos los cazadores decís que ahora hay poca caza. Siguió comentando Gene. ¿Mantienes la afición de siempre, o ha disminuido con el tiempo?

            Antes de contestar, Segis soltó una carcajada

-     ¿Has oído, alguna vez, decir a un agricultor que la cosecha es buena? Lo mismo pasa con los cazadores, nunca tenemos suficiente... siempre queremos más. Cazar es fantástico; en el comienzo de los tiempos, los primeros humanos eran cazadores y recolectores, cazaban animales para alimentarse con su carne y cogían frutos silvestres; entonces se cazaba por necesidad; pero, desde que se inventó la agricultura y se domesticaron los primeros animales, pasó a ser una actividad de ocio y dejó de ser una necesidad. Hoy día, unos dicen que  la caza es un deporte, los más finos la catalogan como una actividad cinegética…casi un arte, y para mí simplemente es una afición.

   Si los humanos pretendemos ser felices, ayuda mucho tener una afición, algo que nos guste y haga sentir bien, como coleccionar sellos; bolígrafos; latas de cerveza, mejor llenas que vacías eso sí; tener una moto Harley-Davidson… yo que sé. Cada uno se imagina el paraíso a su modo y el mío consistiría en tener una buena escopeta, un buen perro, y un coto sin períodos de veda alguna, con abundante caza que no se acabara nunca.

  Cuando comentabas antes que había poca caza, es cierto: cada vez hay más cazadores con mejores escopetas y menos piezas que abatir. En nuestra zona, y creo que en todas, cada vez se caza menos. Si mi afición dependiera de las piezas que me cobro cada semana, ya lo habría dejado hace años; pero  cazar no solo es disparar a los animales, supone todo un rito que comienza por las mañanas al salir al campo con las primeras luces del día y contemplar los amaneceres; respirar el aire puro;  recorrer caminos, veredas y caminar campo a través; ver los cambios de la vegetación en relación con el clima; en esencia, disfrutar de la naturaleza realizando a la vez una actividad tan emocionante como lo es cruzarte con un conejo, una liebre o un bando de perdices salvajes, es algo extraordinario. También asisto ocasionalmente a alguna batida de jabalíes, aunque eso ya es caza mayor, y así es como voy tirando.

 

  En cuanto a la rentabilidad, no tiene ninguna; al contrario, es un capricho algo caro. El arma, pagar la licencia, el seguro, el coto, los cartuchos, los cuidados del perro todo el año. En fin, ¿qué quieres que te diga?, en los tiempos que corren es solo la afición lo que le lleva a uno a cazar y no hay más.

 

    Cuando Segis hablaba de temas relacionados con la caza, perdía la noción del tiempo y siguió aún casi media hora más con su retahíla; a la par que el ánimo del cazador aumentaba a medida que se alargaba la conversación, el de Gene iba disminuyendo. Al principio le prestó atención, esta se fue diluyendo progresivamente y al final, ya ni oía lo que Segis continuaba narrando. Llegó un momento en el que se puso en pie con intención de avisar al camarero, para que le cobrara lo que habían tomado, y ya no llegó a sentarse, haciendo comprender al amigo que la paciencia de su auditorio, o sea, la suya, había tocado fondo y no estaba dispuesto a seguirle escuchando.

    

 Una vez que abandonaron la cafetería, fueron a la armería a por los cartuchos, Segis aprovechó   para ver los últimos modelos de escopeta y vio una que le encantó, comentando a Gene:

 

-       Yo, si hoy tuviera que comprar una escopeta, me llevaba esta ¡qué maravilla!  Lo que ocurre es que tengo ya tres y si me presento con otra en casa, la mujer, o se divorcia, o la estrena pegándome un tiro con ella, y con toda la razón.

       ¡Mira ver Gene! Anímate tú. Estoy seguro que si la compras, y te vienes a cazar conmigo, vas a coger una afición de la leche.


-       Alguna vez sí que me he planteado si me gustaría salir a cazar o no. Comentó Gene.


-       Tienes que probar un día – le animó Segis- “De todas las cosas de esta vida manda catar el señor”. Decía el arcipreste de Hita, y, aunque creo que se refería a cosas de comer, para esto también nos vale. Tienes que salir un día a cazar a ver si te gusta. No puedes morirte con esa duda. Saca la licencia de armas, yo te dejo una escopeta y sales un día conmigo. Si ves que te gusta, entonces ya compras una escopeta nueva, como la que estamos viendo…es magnífica. Yo, si las circunstancias fueran otras, me la llevaba sin dudarlo un instante.

 

                   La vehemencia que había puesto Segis al describir los avatares de la caza, y el haber tenido 

              en sus manos aquella escopeta que tanto gustaba al amigo, sintiendo la suavidad de la culata

              de madera pulida, así como ver los grabados tan bonitos que tenía en la parte metálica de la

              empuñadura, hicieron que Gene comenzase a plantearse el hecho de iniciarse en esas lides; a 

              ello se sumaba el hecho de que, a diario, pasaba caminando ante la armería, que estaba situada

              en el  trayecto de su casa a la ferretería y a través del escaparate podía ver la escopeta que había

              tenido en sus manos, en una vitrina.

                 Un día, entró en la armería interesándose por la misma y el dueño, un vendedor de la vieja

              escuela, capaz de vender cubitos de hielo a un esquimal, en pleno invierno,  supo hacer 

              su trabajo a la perfección, indicándole que aquel arma era lo mejor de lo  mejor: bonita,

              precisa, ligera…el sueño de todo cazador, y lo más interesante de todo era que, “casualmente”, 

              aquel día, estaba en oferta y valía un 15% menos.

                 Gene, tras oír al vendedor, fue cauto; él también era vendedor y sabía tanto o más del oficio

              que el dueño de la armería, así que le dijo que iba a pensarlo, pero el tiempo de la meditación 

              fue corto ya que, a los dos días, volvió al establecimiento a efectuar la compra.

                Aquella misma noche llamó a Segis diciéndole que había comprado la escopeta que le había

              recomendado y que le hiciese socio del coto de caza del pueblo, porque había decidido iniciarse

              como cazador.

 

      La repentina conversión de Gene, sorprendió bastante al amigo; nunca es tarde para        incorporarse a una actividad, pero el sentido común indica que siempre es necesario probar primero las cosas, especialmente si la actividad conlleva un gasto de dinero; una vez ya convencido de que aquello te convence, es cuando ha llegado la hora de implicarse a fondo en ello, y veía que Gene había  empezado por el final, lo que se dice popularmente, había comenzado la casa por el tejado,      decidiendo ser cazador de la noche a la mañana y sin llevarlo en los genes, como era su caso.  

         Segis le indicó que lo de pertenecer a la sociedad de cazadores para poder cazar, al principio     podía prescindir de ello ya que él, como era socio del coto, podía llevar un invitado; en cuanto a la escopeta, le recomendó que hablara con el dueño de la armería y le dijese que de momento     aplazaba la compra, porque él le dejaría una de las suyas para empezar y una vez se convenciese de que tenía madera de cazador, es cuando había llegado el momento de comprar una propia y hacerse socio del coto; pero  Gene estaba obcecado y le indicó que el suyo ya era un camino sin retorno pues ya había pagado la escopeta, tenía cita para obtener la licencia de armas, que conocía a un corredor de seguros y ya había también hablado con él…vamos,  que en breve esperaba tener resueltos todos los trámites necesarios. 

     En pocas semanas había pasado de ser un hombre a quien el mundo de la caza le resultaba    indiferente, a ser un aspirante a cazador impaciente por iniciarse en su nueva afición.

 

     En esta vida, uno no puede ser bueno en todo; por ello, es recomendable dedicarse exclusivamente a un número limitado de actividades y buscar la excelencia en ellas. La esencia de todo lo anterior es que, si te dedicas a algo, debes intentar ser el mejor en lo tuyo y Gene, que era de esta opinión, con lo de la caza siguió este camino. Si ya tenía una escopeta excepcional, según el armero y Segis, había llegado la hora de vestir al cazador. Eso de que el hábito no hace al monje, no iba con él; si había decidido ser monje, lo iba a hacer con el mejor hábito posible, así que fue a una tienda especializada y compró el equipo entero de cazador: botas de montaña, pantalón de lona, camisa, chaleco, jersey, braga para el cuello, cazadora de camuflaje, canana, prismáticos y un elegante sombrero verde con plumas en la banda del mismo.

   Ya con todo el equipo en casa, y 2500 euros menos en la cuenta, llegó el gran día. La veda se había abierto y, aunque la suya era una vocación tardía, estaba tan ilusionado como un adolescente a punto de acompañar por primera vez a su padre a cazar; el inconveniente que encontró fue que las previsiones del tiempo para “el día D”, anunciaban lluvia, y eso no le gustó nada.

    Habló con Segis, telefónicamente, el día antes, para comentar lo de la lluvia y éste le respondió con las palabras propias de un genuino cazador: “ el periodo hábil para cazar es que el que es, la lluvia es un problema menor y no se puede desperdiciar ningún día, ya que uno de los mandamientos del cazador es que, lo que no cazas tú, lo caza otro”; pero como Gene no era tan genuino, sino un recién llegado al gremio, las explicaciones del amigo no le convencieron. Él  no estaba dispuesto a mojarse y decidió aplazar su bautismo de fuego para el siguiente domingo

    El siguiente fin de semana le había surgido un asunto imprevisto y ahora fue él quien tenía problemas para desplazarse al pueblo a estrenar su flamante escopeta, de modo que, hasta tres semanas más tarde de lo previsto, no pudo iniciarse en estas lides.  Por suerte, el día elegido, no había ni una nube en el horizonte y, aunque de madrugada había caído una buena “pelona” –así es como llamaban los lugareños a las heladas-  el sol matutino barrió toda la escarcha de los árboles y el suelo en apenas dos horas.

 

       Habían quedado en casa de Segis para iniciar desde allí la ruta, y la noche antes Gene se acostó algo nervioso costándole incluso conciliar el sueño, estaba deseoso de que llegara la mañana para ir, por fin, hasta al pueblo y poder estrenar, de una vez, aquella magnífica escopeta que había comprado semanas atrás.

 

         Cuando Segis, vio llegar al neófito cazador, tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa. Iba

      vestido impecablemente sin faltarle detalle, totalmente de verde y toda la ropa era de marca, por

      supuesto.

 

-   Gene, no lo tomes como una crítica negativa, al contrario –dijo al amigo- Todo te sienta fenomenal, pero es que así se viste la gente que va de safari a África a cazar elefantes; para disparar a cuatro conejos, si es que conseguimos verlos, no hace falta complicarse mucho la vida.

-   No sabía que ponerme, y compré esto. Contestó

-   Si estás muy bien, eso no se discute. Para monterías donde se alterna con gente de postín, estás fenomenal, pero para caza menor como la que vamos a hacer hoy, cualquier cosa hubiera valido. Las botas sí, son muy importantes, hay que proteger los pies de la humedad, pero lo demás…

-   Gene miró al amigo y vio que llevaba una gorra visera vieja con publicidad, por lo que era fácil deducir que no había pagado nada por ella; un grueso forro polar que años atrás debió tener sus mejores tiempos, pantalones vaqueros bastante gastados, y botas de montaña hidrófugas de buena calidad -con el calzado sí que se había esmerado el amigo en proteger bien los pies, viendo que había aplicado lo que predicaba - pero, lo que llamó poderosamente la atención, fue que apenas llevaba cartuchos; mientras que él llevaba la canana llena con su peso correspondiente, Segis llevaba un puñado de ellos en los bolsillos. Por lo visto no era muy optimista respecto al número de piezas que esperaba ver y, al comentárselo Gene, respondió con pleno convencimiento:

 

-   Ojalá pueda dispararlos todos.

 

     Llevaban cerca de dos horas batiendo el terreno y el perro olfateó algo, resultó ser un conejo que echó a correr, el pobre sus razones tenía para ello. Segis no lo pensó, apuntó rápidamente con la escopeta y lo abatió de un certero disparo, sin dar tiempo a Gene a enterarse siquiera del lance.

 

-          Al siguiente ya le tiras tú-. Avisó Segis.

 

   Tuvo que pasar casi otra hora hasta que el perro olfateó algo. Gene preparó la reluciente escopeta que llevaba consigo, para disparar, y salió una liebre a toda carrera, pero el perro que iba tras ella se interponía en la trayectoria de disparo y desistió de apretar el gatillo. Estaba nervioso y deseoso de disparar a algo, pero si no salen las piezas, poco puede hacerse. Después de tres horas de camino, estaban cansados y el botín era muy pobre: tan solo el conejo cazado por Segis.

      Se sentaron a descansar, sentándose en una peña, comieron un bocadillo, echaron unos tragos de vino de una bota que llevaba Segis, y éste vio la tapadera de un viejo puchero, de metal esmaltado, que eran los que antes se usaban en la lumbre para cocinar, al lado de la peña, que alguien habría tirado allí, posiblemente años atrás, diciéndole a Gene:

 

-          Tengo una idea. Habrás visto que no estamos viendo nada de caza y supongo que querrás pegar algún tiro para estrenar la escopeta. Vamos a hacer tiro al plato, yo cojo esta tapadera, la tiro y cuando esté lejos, antes de llegar al suelo, disparas a ver si logras darle.

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     A Gene le agradó mucho la idea, y se dispusieron a ello. Segis se puso tras una peña para protegerse de los disparos y se puso a tirar la tapadera que habían encontrado, una y otra vez, lo más lejos y alto posible, para que le disparara Gene y así pudiera estrenar su escopetea.

  Estuvieron entreteniéndose en esta actividad, cerca de media hora disparando Gene al objeto, al menos, dos docenas de veces; como a medida que ejercitaba la puntería con los sucesivos tiros, cada vez le iba acertando más veces, la tapadera acabó hecho un colador.

          

         

           Lo peor que le puede pasar a un cazador, que lleva mucho tiempo recorriendo  una zona  

       determinada del coto de caza, sin que encontrar apenas piezas a las que disparar, es oír disparos de

       otros cazadores a lo lejos; esto le lleva a pensar que no ha estado acertado en la elección de la ruta,

       mientras que el de los disparos ha tenido mejor suerte con la zona elegida.

          Si encima, en vez de oír algún disparo aislado, lo que oye son dos docenas de ellos como ocurría

       aquel día, eso desmoraliza a cualquiera. En este caso, suele acabar pensando que no encuentra 

       animales para abatir, porque estos se han concentrado donde suenan los tiros. ¿Qué hace entonces?,

       pues el sentido común le dice que el mejor planteamiento consiste en acercarse a aquella 

       zona donde suenan los disparos a ver si al menos logra cruzarse con los animales que han escapado

       a la puntería del afortunado compañero que, aquel día, ha sabido elegir el mejor cazadero.

 

           Esto, no lo pensó uno solo, fueron tres los cazadores, cada uno desde un lugar diferente, quienes 

        se acercaron al lugar donde Gene practicaba el tiro al plato, llevándose todos, una desilusión  

        mayúscula al comprobar en qué se estaban entreteniendo los dos amigos.

 

-          Esto es un engaño, protestó el primero que llegó, rezongando por las falsas expectativas que se había creado. Al oír tanto disparo, pensé que toda la caza del coto se había concentrado en este lugar, y resulta que sois vosotros jugando al plato.

    Gene y Segis rieron por las palabras del enfadado cazador, abandonaron actividad en la que se habían entretenido hasta entonces e invitaron al compañero a beber un trago de la bota; le explicaron que era el bautismo de fuego de Gene como cazador, e incluso le invitaron a tirar también a la tapadera, pero el hombre no estaba dispuesto a desperdiciar cartuchos en este menester y siguió su camino.

   Algo más tarde, cuando los dos amigos siguieron la ruta, al poco rato el perro levantó un bando de perdices, y Segis animó a Gene a disparar:

-          ¡Tírale tú! ¡tírale tú!    

-          Gene disparó y por fin se cobró su primera pieza. Ya podía considerarse cazador.

Estaba anocheciendo, cuando Gene regresaba en su coche, de vuelta a la ciudad, tras su primera jornada de caza e iba haciendo balance de lo ocurrido a lo largo de día. Aquella mañana, había madrugado mucho; como los buenos cazadores salen con el alba a cazar, él ya estaba levantado a las seis de la mañana para viajar hasta el pueblo e iniciar la jornada con las primeras luces del amanecer, tal como había quedado con el amigo. 

El camino de ida, a pesar del madrugón, lo había hecho muy contento, con la ilusión de quien va iniciarse en una actividad que prometía ser de lo más interesante, y ahora, de vuelta a casa, reconoció que de aquella ilusión matutina ya no le quedaba nada. Habían caminado cerca de veinte kilómetros, él no acostumbraba a hacer tan largos recorridos y estaba agotado; sólo habían cazado a lo largo del día tres piezas, Segis dos conejos y él su perdiz, así que el amigo iba sobrado de razón cuando metió un puñado de cartuchos en el bolsillo y decía que ojalá pudiera emplearlos todos; pero lo peor de todo era que, en su fuero interno, no estaba contento consigo mismo por haber matado a aquella perdiz. 

El pobre pájaro vivía en el campo, libremente sin hacer ningún mal a nadie y había llegado un tío con un arma de largo alcance, desde la ciudad, y lo había matado sin necesidad alguna, sólo por gusto. Al coger la perdiz muerta, que le había acercado el perro, y sentirla aún caliente en la mano, sintió hasta desazón. Era evidente que no sentía satisfacción alguna con lo que había hecho.

    Al despedirse de Segis, cuando éste le preguntó si le esperaba el siguiente domingo, las dudas que habían ocupado su pensamiento a lo largo de la jornada habían desaparecido y, aunque ya había tomado una decisión, no quiso comunicársela al amigo en aquel momento.

   Había decidido que aquel había sido su primer y último día como depredador de los pobres animales, y que su bautismo de fuego, como cazador, iba a servir además de entierro.

        

   Una prueba evidente del poco entusiasmo que en él había despertado la experiencia vivida,  sucedió aquella misma tarde cuando su amigo, en un acto de generosidad,  quiso que se llevara uno de los conejos cazados por él, además de la perdiz, y no sólo había rechazado su ofrecimiento sino que se negó a llevar la perdiz -no quería llevar con él nada que le recordara lo ocurrido-; además, el sombrero tan bonito que llevaba, con su pluma y todo, se lo regaló a Segis para que pudiera deshacerse de su vieja gorra, ya que él estaba plenamente convencido de que no iba a volver a necesitarlo.

   Aún quedaba pendiente el asunto de la escopeta con la que había matado al ave, “el arma del

crimen”, era necesario deshacerse de ella cuanto antes y ese había sido el motivo de que el lunes, a   primera hora, hubiera abierto él la tienda para colocar el letrero en la ferretería anunciando su venta.

        

   Al recordar las palabras de Segis, cuando decía que ser cazador era algo genético, como ser hincha del Atlético de Madrid; Gene creyó encontrar una pista de su repentina aversión a la caza . Yo creo que la clave de lo ocurrido posiblemente está relacionada con el futbol, pensaba; si Segis caza y es del Atlético ahora lo entiendo todo; cómo voy a ser un cazador como él, si ya soy del Real Madrid


Nota

*  Esta historia tan surrealista ocurrió realmente, pero los nombres de los protagonistas no son reales,

jueves, 24 de noviembre de 2022

El vado de Barreras




 Hace ya bastantes años, una vez escuché a una señora recitar unas coplas dedicadas a los pueblos de la comarca; cada una de ellas hacía referencia a alguna característica del pueblo al que estaba dedicada, y la correspondiente a Barreras decía lo siguiente: 

A Barreras mucho fuimos, 
a vadear el Huebra en tiempos, 
pero hicieron el Resbala 
y allí ninguno hemos vuelto. 

   La mujer recitó, al menos, dos docenas de coplas y quedé admirado de la memoria tan prodigiosa que tenía; en aquel momento, no tenía papel para anotarlas todas y tan solo pude memorizar unas cuantas, así que le dije que si podía volver otro día para que me las recitara de nuevo y ella aceptó. Al cabo de tres meses, aproximadamente, provisto con un cuaderno y un magnetófono de cintas cassette, que es lo que teníamos entonces para grabar las cosas, volví al pueblo de la señora, Encinasola de los Comendadores, para que me recitara nuevamente las antedichas coplas y además cantar unas cuantas canciones tradicionales, tal como habíamos quedado, y me lleve una desagradable sorpresa ya que hice el viaje en balde. 
   Claro que lo de la buena mujer fue peor aún; también estaba de viaje, pero éste era mucho más largo que el que yo había hecho hasta su pueblo; el suyo era un viaje sin retorno, pues había sufrido un ictus varias semanas antes y había fallecido. 

   Actualmente, la cultura tradicional sí es valorada; menos de lo que se debiera, según mi opinión; pero en aquellos años, década de 1970, se valoraba muy poco; incluso había gente que sentía auténtico desprecio hacia la misma pues la identificaba como algo propio de gente atrasada, que era necesario olvidar lo antes posible para adaptarse a los nuevos tiempos. 

  Al lado de quienes opinaban así, convivíamos otro tipo de personas que éramos catalogados entonces como “gente rara”, porque nos gustaba lo nuestro, las cosas tradicionales, y veíamos con gran desazón cómo los tiempos modernos iban barriendo, literalmente, nuestra cultura autóctona. Cada vez que moría una de estas personas, auténticos archivos vivientes de los saberes populares, con ella desaparecían, para siempre, infinidad de canciones, cuentos y leyendas de transmisión oral e incluso bailes tradicionales, porque las instituciones públicas: diputaciones, entes autonómicos e incluso los ayuntamientos, salvo honrosas excepciones, una de cuyas misiones es intentar conservar este importante acervo cultural, entonces, pasaban olímpicamente del tema. 

   Volviendo a las coplas de los pueblos de la comarca, una de las que logré memorizar fue precisamente, la de Barreras, dejándome muy sorprendido el asunto de vadear el río. ¿Por qué había que vadear el Huebra? ¿Por qué en Barreras? 

   La respuesta no me costó mucho encontrarla. Si observamos un mapa de la provincia, podemos apreciar que nuestra comarca, en gran parte de su perímetro, está rodeada de ríos. Por el oeste, pasa el Duero que, tras haber atravesado la meseta, sigue su curso, sirviendo de Frontera natural con Portugal, nuestro vecino país. Es el tramo conocido como Duero Internacional. Por el norte, discurre el Tormes en su camino hacia el Duero,  y por el sur encontramos al Huebra, nuestro río, también afluente del Duero. 
   
   Los tres ríos, a lo largo de millones de años, han horadado el terreno formando profundos cañones (desfayaderos), dando lugar a desniveles de varios centenares de metros, en algunos sitios, tanto en profundidad, como en anchura, constituyendo el paisaje más típico de nuestra comarca: Los Arribes. 
   Antes de que se construyeran puentes sobre estos ríos, la presencia de estos profundos cañones supuso una barrera casi infranqueable para atravesarlos, contribuyendo este hecho a que, durante siglos, nuestra comarca haya estado muy aislada del “resto del mundo”, ya que una comunicación fácil, sólo era posible hacia el éste, hacia Salamanca. Todo lo que fuera ir en otras direcciones era extremadamente dificultoso. 
   Al Tormes y Huebra sólo era posible atravesarlos a pie y en zonas muy concretas; mientras que, al Duero, debido a su caudal, sólo era posible hacerlo en barca. 
   Si nos centramos en el Huebra, actualmente, desde nuestra comarca, es fácil atravesarlo a través de varios puentes. 
   Si seguimos su curso, en sentido ascendente, encontramos en primer lugar el puente que lo cruza, en el Salto de Saucelle unos metros antes de desembocar en el Duero, a la altura de la Quinta de la Concepción; aguas arriba, está el Puente de la Molinera, entre Hinojosa y Saucelle, y más arriba aún, , entre Saldana y Bermellar se encuentra el Puente Resbala.
   A la altura de Cerralbo, también hay otro puente que cruza el rio siguiendo el trazado de la carretera comarcal 517 (a éste hoy lo voy a dejar aquí en “fuera de juego”). 

   El primero de estos puentes, es una construcción de hormigón, relativamente moderna. Cuando Iberduero -la actual Iberdrola- decidió construir el Salto de Saucelle, para poder llevar los materiales necesarios desde la estación de Lumbrales, fue necesario construir la carretera que hay entre Hinojosa y el Salto, siendo el puente de esa época: década de 1950. 

   El Puente de la Molinera, de sillares de granito, se hizo en la década de 1920, cuando se construyó la carretera que cruza el Puerto de la Molinera. El proyecto original consistía en hacer una carretera paralela a la frontera, desde Ciudad Rodrigo hasta Fermoselle, aunque el proyecto quedó incompleto. 

   El Puente Resbala, otra magnífica obra de ingeniería, también de sillares de granito, es el más antiguo de los tres. Se construyó, tal como lo vemos hoy, en la década de 1910. No se trata del puente original, ya que hubo un puente anterior, construido a finales del siglo XIX , que debía ser poco consistente pues una riada se lo llevó por delante en 1909, levantándose el actual entre 1914-1916. 

   Por tanto, hasta finales del siglo XIX, cuando se hizo el primer puente sobre el Huebra -el Puente Resbala-, la comunicación de nuestra comarca, con los territorios del otro lado del Huebra era sumamente difícil. 
   A partir de Gema y Cerrralbo, el río discurre entre agrestes cañones que van siendo más profundos a medida que el río avanza en su discurrir hacia el Duero y por ello, antes de que se construyeran los puentes, sólo era posible pasar a la otra orilla, a pie o en caballería, a través de algún vado. 

   Desde Barrueco, antes de que se hicieran dichos puentes, los caminos que existían para cruzar el Huebra, eran los siguientes: 

   El Camino de Hinojosa. En sus comienzos, el trayecto es común al del antiguo camino de Saucelle. Una vez llegados al término de este pueblo, un poco antes de atravesar el puente que cruza el regato Rivera de las Casas Santas, se separan ambos caminos, siendo el de la izquierda, que discurre en dirección sur, paralelo al regato, el que nos lleva a Hinojosa a través del Peñón Rubio, cruzando el río a la altura del Puente de la Molinera. Antes de que existiese el puente, quienes iban a Hinojosa atravesaban el río, cuando éste no venía crecido, a esta altura. 

   Aguas arriba, está el Camino de Bermellar, también conocido como Camino de Valcarboso. Nace en el camino de las Arribes. Cuando tomamos la calleja, en la carretera, a unos 500-600 metros de su inicio, a la izquierda, en un ensanchamiento de la misma, nace una calleja que apenas es reconocible porque está llena de arbustos: escobas, piornos, tomillos, y algún roble. Éste es el comienzo del Camino de Bermellar. La calleja, aunque discurre a través de propiedades particulares, aún es fácilmente reconocible en muchos tramos. El camino discurre, en algunas partes de recorrido, paralelo al regato Valcarboso, por la margen derecha de éste y alcanza la orilla del Huebra a la altura del Pozo Redondo, en el límite con Saldeana. Atraviesa el río y sigue por la otra orilla, hasta Bermellar. De hecho, en ese pueblo existe el camino de Valcarboso también, que es la continuación del mismo en su término. Atravesar el río, por ambos caminos, era muy dificultoso. Tanto la bajada al río, como la subida, por la otra vertiente, son muy abruptas y sólo es posible hacerlo a pie, cuando la corriente del río lo permite o, como mucho, acompañado por cabras (sólo este tipo de ganado es capaz de seguir estos caminos a la altura del río). 

   Por ello, cuando era necesario viajar o llevar ganado o mercancías a lomos de caballería al otro lado del Huebra, era imposible hacerlo por estos dos caminos. La gente, en estos casos, debía remontarse río arriba para encontrar un sitio suficientemente vado que pudiera ser atravesado sin grandes dificultades, tanto por animales, como por personas. Esto, lo estuvieron haciendo nuestros antepasados, durante siglos, a través del Vado de Barreras. 

   Para llegar a ese vado, había que acercarse a ese pueblo, en este caso, siguiendo el Camino de Barreras. Este camino, en su primer tramo, es común al de Villasbuenas. Pasa por el Valle de las Navas y continúa por la calleja que va a Peña Silga. Una vez pasado este valle, el camino llega a un punto que se bifurcaba en dos caminos: Uno giraba a la izquierda y el otro seguía recto. El de la izquierda, continuaba, y continúa, aunque un poco alterado por la reciente concentración parcelaria de ese pueblo
El Vado de Barreras

, hasta Villasbuenas y está perfectamente conservado. En cambio, el Camino de Barreras, continuaba recto hacia ese pueblo, desde el punto de la bifurcación y hoy día ya no existe. Fue fagocitado ya hace mucho tiempo por los dueños de los terrenos por donde transcurrría, discurriendo todo él, hoy día,  dentro de propiedades particulares, siendo sólo reconocible en determinados tramos. 

  Este camino público que antes existía, y luego desapareció “misteriosamente”; cuando aún no había desaparecido, era el itinerario habitual que usaban nuestros antepasados para ir a Barreras. Desde ese pueblo en adelante, el camino está perfectamente conservado. Se trata de un camino de concentración que permite circular por él, incluso, en automóvil. En el mismo pueblo, en la salida hacia Saldeana, a la derecha de la carretera encontramos el frontón de pelota y a esta altura, exactamente, enfrente, en la parte izquierda de la carretera, sale este camino que nos lleva directo al río, al Vado de Barreras. 

  Un vado, según la RAE, es un lugar de un río, arroyo o corriente de agua con fondo firme y poco profundo, por donde se puede pasar. El Vado de Barreras, aunque reúne todas estas características, en la actualidad no es preciso mojarse los pies para pasarlo, ya que, en ese lugar, hay un puente de reciente construcción para atravesar el Huebra, que continua al otro lado del río, con otro camino de concentración, que nos lleva a Cerralbo. 
   Un poco más abajo de este puente, a la altura de un antiguo molino que hay en la margen izquierda del río, existe un pontón de lanchas de piedra, bastante deteriorado, que durante siglos sirvió para cruzar el río, aunque el auténtico vado, “el sitio poco profundo que permitía cruzar el río”, por las características del terreno, creo que está un poco por encima del puente actual. El paraje donde se encuentra el Vado de Barreras es de gran belleza. Allí, el río ofrece un aspecto muy distinto al que estamos acostumbrados a ver en nuestro pueblo. El relieve del terreno es bastante suave, y el río no está encañonado, estando las orillas, a ambos lados, poco elevadas. El Huebra se ensancha mucho a este nivel, y la corriente es muy suave. 
   En la margen izquierda, en el lado de Cerralbo, podemos ver lo que queda de un antiguo molino harinero y en la orilla derecha, podemos encontrar un merendero, a la sombra de unos árboles.

   Este vado, por el que cruzaron el Huebra, nuestros antepasados, a lo largo de muchas generaciones, fue el principal punto de paso para cruzar el río y debió ser un punto bastante transitado, pues era usado por los habitantes de todos los pueblos de la comarca con este fin. 
   Cuando construyeron El Resbala, perdió su razón de ser y quedó en el olvido, y por eso. “allí ninguno hemos vuelto”, como decía la copla, salvo los naturales de Barreras y Cerralbo, cuyos términos une.

miércoles, 26 de octubre de 2022

Las Peñas de la Marta

Uno nunca muere del todo, 
vive en la memoria de sus seres queridos (Cicerón) 

   Cuando en nuestro pueblo hablamos de La Moronta, lógicamente, pensamos en uno de los bares más emblemáticos del lugar; el decano, con diferencia, de todos ellos; un punto de encuentro idóneo al que siempre merece la pena ir  para ir a tomar algo, charlar con los paisanos, jugar una partida…, que ha estado, y sigue estándolo, regentado siempre por la misma familia, una gente magnífica, a lo largo de varias generaciones. 

   Pero, además del bar, aún tenemos otra Moronta; en este caso, se trata de un paraje en el campo localizado en un enclave muy estratégico, ya que es el lugar donde se unen los términos municipales de El Milano, Villasbuenas y Barruecopardo. Por allí, antiguamente, incluso había una zona conocida como los Tres Mojones, que correspondía con el lugar exacto donde coincidían los términos de los tres pueblos; allí, con toda seguridad, incluso hubo una época en la que estuvieron clavados en el suelo los susodichos mojones, pero, hoy día, si alguien pretende localizarlos, más vale que no pierda el tiempo porque no va a encontrar mojón alguno, al menos de piedra -de otro tipo, ya no estoy tan seguro- 

   La calidad del terreno, en esta zona, es buena; de modo que, antes, cuando en nuestra comarca aún se sembraban cereales, se dedicaba a la agricultura. Nuestros abuelos, a menudo, al trigo también lo llamaban pan; no en vano, la mayoría del pan se hace de trigo, de ahí que la Moronta y el resto de las superficies dedicadas al cultivo de este cereal, fueran conocidos como “Tierras de Pan Llevar”. 

  Actualmente, todo aquello está cerrado con paredes y alambradas, ya que es utilizado, principalmente, como pastos para el ganado; pero antes eran tierras abiertas y, a través de ellas, había caminos y senderos que comunicaban las mismas con los respectivos pueblos; pudiendo, además, ir de uno a otro pueblo a través de ellos. 

   Al ser una superficie de terreno bastante extensa y pertenecer a tres pueblos; antes, cuando no había paredes entre las parcelas y aún eran tierras abiertas, una de sus particularidades que tenía La Moronta era que el aprovechamiento de las rastrojeras, una vez recogido el cereal, hasta que llegaba la fecha de la siguiente siembra, cada año, sólo lo hacía la gente de uno de los tres pueblos. Para decidir cuál de ellos aprovechaba aquellos pastos, todos los años se hacía una subasta y el pueblo que más alto pujara, era quien lo hacía. El dinero recaudado, obviamente, era repartido entre los dos pueblos que tenían que ceder el terreno al pueblo ganador. 

   El verano pasado, un día salí de paseo en dirección a La Moronta, pero no al bar -allí voy a diario- sino a la otra Moronta, aunque sólo llegué a sus inmediaciones, al valle de las Peñas de la Marta, que linda con aquella, ya que mi objetivo era recorrer este valle. 

   Tiempos atrás, me habían hablado de Marta; una mujer que, por lo visto, era natural de El Milano; estaba casada con un hombre de Barrueco; el matrimonio vivía en nuestro pueblo y el valle tomó el nombre de esta mujer, tras un suceso acaecido en ese lugar.  
  Como a Marta ya la tenía localizada, el propósito del paseo era localizar las susodichas peñas y comprobé que realmente existen. Nuestros antepasados cuando ponían nombre a algo, fuera un paraje u otra cosa, no lo hacían porque sí, siempre tenían algún fundamento. 

   El valle no es muy extenso, pero el suelo es de buena calidad; la superficie del terreno, aunque no es llana, forma una suave pendiente desde la actual carretera hasta la parte baja del valle; recibe un pequeño caudal de agua, un regato, procedente de terrenos situados más al norte, tras atravesar la actual carretera por el Pontónevidentemente, el nombre este paraje indica que en tiempos pasados allí había un pontón para atravesar el regato-, y en la parte baja del valle hay un pilar. A pesar de la sequía del verano pasado, su caño aún mantenía un caudal aceptable el día que pasé por allí, aunque estoy seguro que, en fechas posteriores, como el resto de los pilares, dejó de correr. Allí mismo, muy próximas al pilar, pude localizar las peñas que buscaba. 

   Todos los años, a comienzos de octubre, empezamos a ver en los escaparates de los bazares chinos artículos propios de la celebración de Halloween, una fiesta norteamericana que se celebra la víspera de los Santos, ajena a nuestra cultura, que hemos adoptado en nuestro país con un entusiasmo desmesurado. Viene a ser un carnaval a destiempo, en el que los disfraces de la gente son  monotemáticos relacionados con muertos vivientes, esqueletos y toda la parafernalia asociada. 

   Esta fiesta, que hemos importado desde los Estado Unidos, no es originaria de allí; deriva de la fiesta que celebraban, tal día, los colonos europeos del norte de Europa, cuyas raíces se hunden una vez más en el mundo celta, hace unos 2500 años aproximadamente. 
   Según la tradición celta, el 31 de octubre se abrían las puertas del otro mundo y los muertos podían volver a la Tierra a arreglar asuntos pendientes (vengarse de alguien por no haberle organizado un buen funeral, porque le habían echado arsénico en el café, etc ). 

   Evidentemente, para regresar a este mundo, no compraban ropa nueva, iban a la peluquería a arreglarse el pelo, ni se hacían la manicura; se presentaban con el aspecto que tenían en ese momento, de ahí su facha tan terrorífica dependiendo del grado de putrefacción de cada cual: unos eran puro hueso, otros estaban a medio descomponer, a otros se les había caído la cabeza y la llevaban en la mano… (no sigo porque sólo con pensarlo, me da miedo hasta a mi) y ese es el auténtico origen de esta fiesta. La gente se disfraza en Halloween para recordar la vuelta de los difuntos, ese día, al mundo de los vivos. 

   Rendir culto a los muertos, ha sido una constante en todas las culturas. En lo que a nosotros respecta, los cristianos también tenemos el Día de los Difuntos (2 de noviembre) aunque, últimamente, centramos más la fiesta en el día de los Santos (1 de noviembre). 
   La coincidencia de ambas fechas, la fiesta de Halloween y la nuestra, una vez más, no es algo casual, es debida a que el cristianismo sobrepuso nuestra fiesta con la de los celtas, un claro ejemplo más de cristianización de una fiesta pagana anterior. 

  Si los disfraces de Halloween son ridículos y no dan miedo alguno, las celebraciones que hacían los cristianos, hasta mediados del siglo XX, en honor de los difuntos, “causaban respeto” (una forma elegante de decir que daban miedo a algunos, niños y no tan niños). 
   Antiguamente, cuando llegaban estas fechas, se les hacía una novena a los difuntos creándose en las iglesias una coreografía, para estas celebraciones religiosas, bastante tenebrosa. Cada familia llevaba al templo su hachero -una especie de candelero de madera parecido a una pequeña estantería- donde colocaban cirios que eran encendidos durante las novenas (entonces, como la gente era muy creyente, la cantidad de cirios que llegaba a encenderse era muy abundante). 
   A ello se sumaba la colocación de un túmulo (la gente del pueblo lo conocía como tumbo) en la parte delantera de la iglesia, una estructura semejante a una mesa grande de madera, cubierto por una tela oscura, simbolizando un sepulcro, y encima del mismo, para que no quedase duda alguna de que aquello iba de difuntos, se colocaba una calavera. 
   
   Estas novenas se hacían al caer la tarde, sin luz natural, la iglesia estaba iluminada con una pobre luz eléctrica y un montón de cirios encendidos que desprendían un intenso olor a cera quemada, para añadir "alegría" al paisaje acudían a las celebraciones muchas mujeres que habitualmente vestían de negro y a ello se sumaba el sacerdote que, esos días, se recreaba hablando constantemente a la grey de la muerte y de que los difuntos desde el más allá nos estaban esperando a los vivos de acá -todo muy divertido como podemos ver- Con un ambiente así, tan tenebroso, algunos niños que acudían a la novenas con sus padres, lo pasaban muy mal e incluso tenían pesadillas - Creo que en el Concilio Vaticano II (1962-1965) acertadamente, decidieron suprimir toda esta coreografía tan lúgubre-. 

   Todo lo anterior constituye, solamente, la parte superficial del asunto, “el teatrillo” de la fiesta; porque lo fundamental, el meollo del tema, sigue siendo el mismo que ya se plantaban en la antigüedad todos los pueblos: Cuándo una persona fallece, ¿ahí acaba ya todo, o hay algo más allá? 

   Todas las civilizaciones, sin excepción, desde la más remota antigüedad, no se resignan –excepto los ateos- a creer que cuando morimos aquí acaba todo. Prefieren pensar, cada religión a su modo, que, cuando a uno nos llega la hora y la palmamos, dejamos en este mundo el cuerpo (la parte material), mientras que el alma o espíritu (lo inmaterial) va a otro mundo imperceptible y sobrenatural. 
   Los griegos clásicos, en su mitología, decían que los muertos iban al Hades; la mitología nórdica hablaba del Valhalla y los cristianos -aquí ya sin mitología- lo complicamos un poco más y tenemos tres posibles destinos: purgatorio, cielo e infierno. 

  Independientemente de cómo llame cada religión al más allá, realmente hablan de lo mismo -como podemos ver, las religiones son poco originales y siempre se han copiado unas a otras- y todas coinciden en que, cuando uno muere, el alma abandona el cuerpo y se va para el “otro lado”, pero ¿todas las almas van, indefectiblemente, hasta allí, o algunas permanecen entre nosotros? 

  La ciencia, aquí ayuda poco a aclarar el tema; los médiums, programas televisivos como Cuarto Milenio y los libros dedicados al tema, por mucho que se empeñen, no demuestran nada; así que una vez más el conocimiento que tenemos en esta materia es producto de la superstición. 

   Cuando morimos, según la religión, las almas van al otro lado, al lugar que les corresponda; pero la tradición dice que algunas de ellas no se van y continúan por aquí; afortunadamente, no las vemos salvo casos excepcionales, como ocurre la noche de los difuntos en la que se hacen visibles. 
   Esa noche, en los campanarios de las iglesias, en todos los pueblos, las campanas estaban doblando desde que oscurecía hasta el amanecer, y, además, en todas las casas se dejaba encendida una vela. 
   El propósito de hacer sonar las campanas, según los más creyentes, era para que su sonido fuera oído desde el cielo por las almas de los finados, comprobando de este modo, que sus familiares y allegados se acordaban de ellos. 
   Los menos creyentes, en cambio, opinaban que el objetivo del insistente sonido de las campanas no era ese, sino ahuyentar a los espíritus para que no se acercaran a los pueblos; ya que esa noche, como eran visibles, procuraban llegar a las poblaciones a saludar a los familiares y paisanos dándoles unos sustos de muerte, nunca mejor dicho. 

   Si una persona, esa noche, se encuentra en un núcleo urbano, el sonido de las campanas le protege; pero, si por alguna circunstancia, se haya en la mitad del campo, las posibilidades de tener un encuentro indeseado con una de estas almas en pena, son enormes. 

   Y todo esto ¿ qué tiene que ver con Marta ? la señora que dio nombre al valle.
 
   Esta mujer debió vivir en el siglo XIX, y murió…eso ya lo veremos. En aquella época, no había aún coches ni carreteras, estando los pueblos unidos por caminos de herradura (los caminos de tierra de toda la vida) llamados así porque la gente, para ir de un pueblo a otro, transitaba por ellos a caballo, en burro o en carruajes tirados por caballos, aunque también era frecuente que lo hicieran caminando, tal como hizo Marta un día de los Santos. 

   Había fallecido uno de sus progenitores meses atrás, y partió de Barrueco a mediodía caminando hasta El Milano, para ir al cementerio a llevar un ramo de flores a la tumba del familiar. Entonces, para ir a ese pueblo, había varias alternativas, según la ruta que cada uno eligiera y ella, aquel día,  siguió el camino que pasaba por el paraje de La Moronta. 

   Como era una mujer joven y ágil, caminó a buen paso, y a las dos horas ya estaba en el cementerio de El Milano depositando su ramo de flores. Después, visitó a algunos familiares y, aunque tenía planeado volver a una hora temprana, para evitar que se le echara la noche encima en pleno campo, se descuidó un poco e inició la ruta de vuelta un poco apurada de tiempo. 

   Es sabido que andar por caminos solitarios, la noche de Difuntos, puede ser una imprudencia; por eso, los parientes la invitaron a quedarse hasta el día siguiente, pero Marta desechó la idea. Era una persona muy racional que no creía en espíritus ni nada que se le pareciera, y había quedado con el marido que regresaba a casa en el día. Además, aunque hubiera querido hacerlo, entonces no había teléfono para  avisarle que no la esperara. 

   Al iniciar el recorrido, ya se veían algunas nubes por el oeste; a medida que Marta iba dejando a sus espaldas las últimas casas de El Milano y progresaba en su avance, éstas, poco a poco fueron acercándose y esto ocasionó que oscureciera antes de lo previsto. Afortunadamente, había luna llena y su luz permitía ver bastante bien el trazado del camino. El problema era cuando alguna nube tapaba la luna, todo a su alrededor quedaba muy oscuro y esto la obligaba a aflojar el paso. 
   
   Por suerte, ella era una persona valiente y la falta de luz no la inquietaba la más mínimo. Claro que una cosa es ser valiente y otra transitar por el campo, sola, con poca luz ambiental, la noche de Difuntos, cuando el destino se empeña en depararte una desagradable sorpresa, como le ocurrió a ella.
 
  De pronto, a sus espaldas, oyó un siniestro y ronco sonido, un largo ¡uuuuuuuh! que la inquietó bastante, haciendo que, súbitamente, toda su valentía inicial disminuyera de nivel. Una nube inoportuna tapaba en ese momento la luna, y la oscuridad impedía ver lo que había unos metros más allá de donde se encontraba; al ser la noche que era, y encima no poder ver el lugar de donde procedía el sonido, la imaginación echó a volar y su seguridad inicial empezó a quebrantarse. 

   Dicen que los ateos, de noche, hasta creen en Dios, y a ella le pasó lo mismo. Empezó a considerar que una cosa es que no creyera en espíritus, y otra que realmente pudiera haberlos y que un alma en pena anduviera pululando por allí. 
 Aceleró el paso, aún a riesgo de caer y romperse la crisma, y volvió a oír de nuevo el ¡uuuuuuuuuuuuuhh!, ahora más largo y cercano. Como había llegado ya a la altura del valle que actualmente lleva su nombre (entonces se llamaba de otro modo), recordó que, al pasar por allí unas horas antes, haciendo el trayecto de ida, había visto unas peñas próximas al camino, y decidió buscar refugio en las mismas para tranquilizarse un poco y, de paso, dar tiempo a que el espíritu o lo que fuera se marchara a otro lado y la dejara tranquila. 

   Aunque estaba algo asustada y el corazón latía deprisa por la impresión; el pánico no se había adueñado de ella y razonaba perfectamente. Encontró sin dificultad las peñas, vio un hueco entre dos de ellas, y se situó allí sentándose en el suelo. 
   Permaneció en aquel lugar algo más de un cuarto de hora, aunque a ella debió parecerle una eternidad y, como ya le dolía el culo de estar sentada sobre la hierba y no había vuelto a oír aquel sonido tan inquietante, decidió reanudar el camino. 

   Apenas había caminado veinte metros, empezó a oír a sus espaldas un sonido, aunque diferente que el anterior. Era el tañido de una campana, pero esto ya no la intranquilizó recordando la noche que era; sabía que provenía del campanario de El Milano, y siguió caminando. Al instante, como si se hubiera

puesto de acuerdo, empezó a oír otra campana y a continuación una tercera. Se habían sumado a aquel sonsonete, las campanas de Villasbuenas y Barrueco emitiendo, todas ellas, de forma incesante, un toque de difuntos y así iban a permanecer toda la noche, tal como se hacía entonces. 
   
   Aquel día, la acústica era estupenda, así que desde el lugar donde se encontraba podía oír, perfectamente, las campanadas de los tres lugares de forma asíncrona, una tras otra; de modo que Marta tenía la sensación de que el sonido era continuado, y eso contribuía poco a que pudiera tranquilizarse. 

   Aunque el ambiente sonoro no era demasiado agradable y hubiera menoscabado el ánimo del más valiente, ella aún lo mantenía aun nivel bastante aceptable, dadas las circunstancias; pero este decayó, rápidamente cuando volvió a oír nuevamente el siniestro ¡uuuuuuuuuh! que ahora, incluso, parecía estar más cerca aún, y detuvo su marcha en seco. 

  A estas alturas ya estaba casi convencida de que había un alma en pena que la perseguía. El miedo estaba empezando a atenazarle el cuerpo y casi se le saltaban las lágrimas del pavor que sentía; el instinto le decía que debía volver al refugio que había abandonado un rato antes, pero el sentido común le indicaba que debía superar su miedo y llegar a su destino, a Barrueco, lo antes posible para poder dejar atrás la pesadilla que estaba viviendo. 
  Estaba parada en el medio del camino sin saber qué hacer, y la duda le duró poco. Ante ella, a una distancia indeterminada, vio de pronto una lucecita en medio de la oscuridad que cada vez se iba aproximando más, y el terror se apoderó de ella. Aquello ya no era sólo un sonido sospechoso del que desconocía su origen, pudiendo tratarse de un espíritu u otra cosa; era algo real, lo estaba viendo con sus ojos y ya se le disiparon todas las dudas: había un espíritu y se estaba aproximando hacia ella. 

   Gritó horrorizada, convencida que no había escapatoria posible, ya que la luz estaba ante ella en el camino, esperándola, y echó a correr hacia atrás, al refugio que había dejado momentos antes. Se tumbó sobre la hierba, boca abajo, llorando, tiritando de 
Peñas de la Marta

miedo y rezando entrecortadamente, aunque apenas podía hilvanar las oraciones, y se arrepintió una y mil veces de no haberse quedado en El Milano a dormir como le aconsejaron los parientes. A pesar de taparse los oídos, el tañido lúgubre de las campanas seguía escuchándolo y, de pronto, oyó una voz que la aterró aún más que el ¡uuuuuuuuuuuuh! que oyera antes; se trataba del espíritu y, encima, la llamaba por su nombre. - ¡Martaaaaaa!... ¡Maraataaaaaaaaaaaaa!......¡Martaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! 

   Comprendió que si el espíritu sabía su nombre, indudablemente, también sabía dónde se escondía y vendría directo hacia ella para llevarla al otro mundo. El estado de pavor que sentía, ante una situación tan terrorífica, no hay humano capaz de aguantarlo; por ello, de pronto, perdió la conciencia y nunca se supo realmente qué es lo que pasó a partir de ahí. 

   En la mañana siguiente, al amanecer, el marido y un hermano suyo que le acompañaba, la encontraron acurrucada en el hueco de las peñas, profundamente dormida. Curiosamente, a pesar del frío matutino de aquella mañana de noviembre, y de la gran cantidad de horas que llevaba allí tendida, en el suelo, a la intemperie, cuando despertó, no sentía frio alguno y tampoco le dolía el cuerpo, algo sumamente extraño. 

   Explicación racional de lo sucedido

   • El marido de Marta, al ver que ya había anochecido y aún no había regresado, llamó a un hermano para que le acompañara y partieron en su búsqueda; entonces no había coches, ni linternas, así que habían cogido unos faroles de aceite y salieron al camino a recibirla. Esa fue la luz que había visto Marta, frente a ella, que tanto la había asustado. Al gritar y echar a correr en dirección contraria, el marido la oyó y comenzó a llamarla, de modo que la voz del “espíritu” que había escuchado era la suya, pero Marta a esas alturas, era incapaz de reconocer la voz de nadie. Como no la vieron, ya que estaba escondida, pasaron de largo y llegaron a El Milano. 

• La disminución del número de aves, en España, tanto en el campo como en las ciudades, es un hecho evidente desde hace ya bastantes años; pero, en aquella época, aún eran muy abundantes y el “amenazante” sonido que Marta oyó, lo emitía un búho que, como todas las rapaces nocturnas, tiene su actividad durante la noche. Los humanos tenemos un miedo innato a la oscuridad; si además de ello,  una noche estamos en el campo y tenemos la suerte de oír el sonido que emite un ave nocturna, y no estamos sobre aviso de que se trata de un pájaro, podemos llevarnos un susto tremendo sea la noche de difuntos o la del marte de carnaval. 

 El lado esotérico del asunto 

   • El marido de Marta afirmaba que su mujer, desde aquella infausta noche, nunca volvió a ser la misma persona, y la verdad es que quedaron varios interrogantes por resolver. No existía explicación racional alguna que justificara el hecho de que, en la mañana siguiente, tras estar tendida tantas horas en el suelo, a la intemperie, en una fría madrugada de noviembre, no le doliera el cuerpo ni sintiera frío alguno cuando la encontraron. 

• Cuando una persona muere de miedo, la tradición dice que el espíritu abandona el cuerpo del interfecto y ya nunca abandona ese lugar; Marta no murió, pero entró en un coma profundo; tan profundo, que su espíritu pensó que sí lo había hecho y abandonó el cuerpo. Al ser una mujer joven y sana, las constantes vitales, en todo momento, se mantuvieron bien; de modo que, cuando llegó el amanecer, su alma, que había estado toda la noche dándose un garbeo por el valle, al comprobar que aún vivía, decidió regresar al cuerpo (esto justificaría la ausencia de frío y las molestias de yacer en el suelo tan duro, ya que esa alma no había estado allí tantas horas, acababa de regresar cuando la encontraron).

    También pudo ocurrir que, cuando el espíritu quiso volver por la mañana a ocupar su “antiguo envase”, el cuerpo de Marta, otra alma traviesa “que andaba por allí” le había cogido la delantera y por eso su marido decía que nunca volvió a ser la misma de antes. Si esto sucedió así,  eso quiere decir que el espíritu de Marta está condenado a andar vagando eternamente por el valle que lleva su nombre. Si alguien aún mantiene dudas al respecto, puede comprobarlo, personalmente, de manera muy sencilla: se acerca hasta ese valle la noche de difuntos y después que nos lo cuente  ¿Algún voluntario / a?