Historias
del otoño
La entrada de España en la UE trajo consigo importantes cambios en el
medio rural, pues obligó a realizar una importante reestructuración en las
explotaciones agrarias, tanto agrícolas, como ganaderas. Uno de los cambios que
originó la nueva normativa europea fue el que obligaba a ubicar las
explotaciones ganaderas fuera del casco urbano. Desde entonces, el ganado permanece
siempre en el campo, en fincas y valles, mientras que en el pueblo sólo viven las
personas.
Anteriormente, animales de 2 y 4 patas convivíamos en los pueblos en estrecha
hermandad. Por las mañanas, el ganado bovino,
caprino y lanar era llevado al campo a pastar y permanecía allí hasta la tarde; entonces, volvía al pueblo
donde era devuelto a los corrales para pasar
la noche.
Los cerdos, en cambio, eran animales exclusivamente urbanos pues no
salían al campo, vivían en los pueblos, en cuadras, donde eran cebados hasta
que les llegaba su “San Martín”.
Una familia de tipo medio, generalmente, adquiría los lechones a
comienzos de primavera: uno, dos, tres… dependiendo del número de personas que
la componían, para cebarlos hasta diciembre o enero, los meses matanceros por
excelencia.
La carne del cochino ha sido, y sigue siendo, uno de los pilares básicos
de nuestra dieta; por ello, había que alimentar
y mimar bien a estos animales para poder tener durante todo el año jamones, lomos, chorizos, salchichones, tocino,...la
lista es larga ya que del cerdo se aprovecha todo.
El hecho de que muriera un cerdo, ya cebado, antes de la matanza, era una
auténtica desgracia para sus dueños pues, además de la infinidad de horas de
trabajo que había que dedicarle durante su crianza, suponía una importante
pérdida económica.
Una tragedia de este tipo aconteció a una familia, en un pueblo de
nuestra comarca, en la década de 1960; aunque, afortunadamente, lo que comenzó siendo una tragedia, terminó en
tragicomedia.
Corrían los últimos días de noviembre, bien avanzado el otoño, y los dos
cerdos de nuestros paisanos estaban ya muy
lustrosos, debían andar entre 17-18
arrobas, listos para la matanza. Ésta, habían decidido hacerla por la Purísima
(la Constitución no existía aún en nuestro calendario, llegaría en 1978), y ya sólo faltaban dos semanas para el evento.
El ama,
todos los días, alimentaba a sus puercos mañana y tarde y, aunque siempre les
administraba nutrientes en abundancia, las raciones en esta última etapa de
engorde eran especialmente generosas,
con el fin de cebarles lo máximo posible, para que diesen un buen rendimiento en carne.
Los marranos son omnívoros, comen de todo, por tanto su alimentación puede ser todo lo
variada que se desee. En las pocilgas se les alimentaba con pienso,
complementándose el mismo con otros productos
de la huerta y del campo que variaban según la época: patatas pequeñas que se desechaban
para el consumo humano, remolachas, fruta
que no estaba en condiciones optimas… Si hubiera que utilizar tres palabras para
resumir lo que comen los cerdos serían las siguientes: “Comen de todo”. Una tarde, a la hora habitual, fue la mujer a echar de comer a sus cerdos
y, tras ponerles la correspondiente ración de pienso, añadió como suplemento lo
que tenía por allí más a mano, llenando nuevamente la pila donde los puercos
comían. Una hora más tarde, volvió a la
cuadra a echarles agua y despedirse de
ellos hasta el día siguiente y, al acercarse a la zahúrda, antes de alcanzar la puerta, algo llamó su atención.
Los puercos, siempre están dispuestos a engullir
todo lo que se les eche; de modo que, cuando alguien va a la pocilga, se
acercan a la puerta, impacientes, gruñendo ruidosamente, pues creen que les
llevan algo para comer; mas, en esta ocasión, había un silencio poco habitual en
la cuadra, algo que extrañó mucho al ama.
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Cuando ésta se asomó a la porqueriza, se llevó un susto morrocotudo: ambos
cerdos estaban inmóviles, tumbados en el suelo, y al ver a la dueña ni se
inmutaron.
Uno
de ellos, con gran esfuerzo, logró incorporarse y entonces la mujer suspiró
aliviada - al menos, no están muertos, pensó ella-, pero el consuelo duró poco; apenas logró el
cerdo ponerse en pie, se tambaleó y cayó aparatosamente al suelo, permaneciendo
allí tirado con el compañero.
Esto sí que intranquilizó a la dueña de los cochinos. Por su cabeza cruzaban pensamientos poco
tranquilizadores: Los cerdos tienen alguna enfermedad, y debe ser grave pues no se tienen en pie. Ocho
meses alimentándolos mañana y tarde, y a
dos semanas de la matanza, cuando ya están
totalmente desarrollados, con buenas arrobas de carne encima, se han puesto
malos. - esto pensaba la señora, sobrecogida por la desazón -
Con lágrimas en los ojos, por la
rabia contenida, fue a ver al marido a comunicarle
la mala nueva. Éste, cuando vio la cara
de la esposa, adivinó que algo serio ocurría y se alarmó.
- ¿Qué ocurre?
- Los marranos, contestó ella. Están muy malos. Ni
gruñen, ni bullen. Están en el suelo tirados y no pueden con su alma (es muy discutible que los cerdos tengan alma, pero es así como se
expresó la mujer).
Al escuchar el
marido, las explicaciones de la esposa, se alarmó mucho. El hecho de que
pudieran morir los cerdos, ya totalmente cebados, a escasas fechas la matanza, era algo muy grave. Ambos se acercaron rápidamente
a la cuadra y allí pudieron ver cómo los dos puercos seguían tumbados en el suelo, tal como los había dejado el ama.
Al verles, el mismo cerdo que
anteriormente había logrado ponerse en pie hizo un esfuerzo sobrehumano (la verdad es que si son puercos, los
esfuerzos no pueden ser sobrehumanos, pero estos cerdos se parecían mucho a los humanos,
como luego veremos) y volvió a incorporarse. Se mantuvo sobre sus patas unos
segundos, intentó dar un paso, se tambaleó y, tal como sucediera anteriormente, cayó al
suelo ante los asustados ojos de sus
dueños.
- ¡Están muy mal!, exclamó preocupado el marido. Y el
otro ni se menea. Habrá que avisar al veterinario. Si no los puede curar y
mueren, al menos que nos diga si podemos aprovechar la carne.
- ¡Mira, si se mueren no vamos a aprovechar nada! , respondió
enfadada la mujer ¿Y si nos ponemos malos nosotros, por comerla?
Tienes razón, contestó el marido
que miraba apesadumbrado a los cerdos. Entonces, observó que en la pila de
granito, donde éstos comían habitualmente, había restos de borras.
- ¡Oye! ¿que les has echado a los cerdos esta tarde?
- El pienso de todos los días y después unas borras. Ayer les di unas pocas, vi que se las comían
bien y hoy, después del pienso, les he puesto más.
- ¿Le echaste muchas?
- Pues les
llené la pila y se las comieron muy bien. ¡Ay, Dios mío!, exclamo la esposa, a
ver si va a ser eso, que estaban malas y
encima los he envenenado yo
El marido al oír las palabras
de la esposa suspiró aliviado.
- Entonces es eso, mujer. A los cerdos no les pasa
nada
- ¿Cómo que no les pasa nada?, protestó ella ¡Pero no
ves lo malos que están!
- Creo que los has emborrachado, afirmó el hombre. Eso
lo que les pasa.
-
Es imposible,
respondió ella ¿Cómo van a estar borrachos unos cerdos? Pero si solo han comido unos pellejos de uva. Estarían
malas y por eso se han puesto así.
- Están borrachos, te lo digo yo, respondió el
marido muy convencido, y las borras estaban bien no te preocupes. Lo que ocurre
es que tienen mucho alcohol y si encima dices que han comido muchas… ¿No ves
que con ellas se hace el aguardiente? Los
marranos se han cogido una buena curda y por eso no se tienen en pié. Les pasa lo mismo que a las personas cuando se
“les va la mano” con el vino. Ellos no se van a poner a cantar, claro está,
pero tienen que dormirla. Verás cómo mañana están bien… con resaca, eso sí,
pero serenos.
El hombre estaba plenamente convencido de su diagnóstico, y la sonrisa
había vuelto a su cara. La mujer, en cambio, no estaba muy conforme con la
conclusión a la que había llegado el marido.
Aunque si éste afirmaba que los cerdos estaban borrachos, quizá tuviera
razón; al fin y al cabo, ella no entendía de borracheras y él sí (Descartes
decía que la Razón es el bien más abundante del mundo, pues todos creemos
tenerla siempre de nuestra parte. Ella, en esta ocasión, deseó que la razón estuviera de parte del marido)
Decidieron no llamar al veterinario y esperar a la mañana siguiente a
ver qué pasaba.
La esposa, preocupada por sus cerdos, pasó mala noche. Tardó en conciliar
el sueño y, cuando lo consiguió, éste duró poco. Se despertó infinidad de veces, dio múltiples vueltas en la cama, y a las cinco de la mañana estaba totalmente
despierta. Como aún era noche cerrada no
era cuestión de levantarse; así que aburrida, sin saber qué hacer, se dedicó a rezar a San Antonio (pensaba que al
ser el patrón de los animales, algo podría hacer por sus cerdos enfermos. Por otra parte, si sólo era una borrachera y éstos
no precisaban la ayuda del Santo, mejor que mejor). El marido, en cambio,
durmió plácidamente durante toda la noche, convencido de su diagnóstico.
Por la mañana, ambos cónyuges se levantaron temprano y se acercaron intrigados
a la cuadra, a ver cómo seguían sus cerdos y comprobar si, efectivamente, eran
unos simples “porcus ebrius” que habían
estado de borrachera, o se trataba de algo
mucho peor.
Antes de llegar a la puerta de la pocilga, los marranos los sintieron y,
como pensaban que ya les iban a llevar la ración matutina de alimento, se pusieron a gruñir fuertemente, ante el
alivio de los dueños.
Ambos, se miraron entre sí, muy contentos, y dijeron a la par: - Ha
sido una borrachera.
Muy oportuna y divertida tu historia en estos días que hemos estado de matanza en el pueblo y todavía nuestras ropas huelen a chamusquina.
ResponderEliminar¿No iba a estar preocupada la mujer por la salud de sus cerdos, después del sacrificio de cebarlos ya que la matanza iba a ser la despensa para muchos meses?
-Manolo-
Hay que ver cómo cambian las costumbres. Antes, todos los años, había montones de matanzas en los pueblos y, en la actualidad, son tan escasas que algunos sólo pueden presenciar una si la organiza el ayuntamiento, como ha ocurrido en La Zarza.
ResponderEliminarRespecto a los cerdos borrachos, aunque parezca extraño, ocurrió realmente. Sus dueños, que era gente muy próxima a mi, se llevaron un buen susto.