EL VAQUERO DE BOGAJO
En todas las
profesiones encontramos trabajadores cuyas aptitudes laborales resultan de lo
más heterogéneo. Hay operarios que dominan perfectamente su oficio; cada día
que pasa, intentan hacer mejor la tarea que desempeñan , y , además, son
proactivos de modo que, si surge algún problema relacionado con su trabajo, rápidamente
intentan solucionarlo.
Se involucran
mucho en la labor que realizan disfrutando tanto con lo que hacen, que el
tiempo se les pasa volando; así, cuando llega el fin de semana, apenas lo
disfrutan y están deseando que llegue el lunes para continuar la tarea.
Estos son los
profesionales diez, un ejemplo para los demás, lo mejor de lo mejor.
Todo
empresario desearía tener en nómina empleados de este tipo, pero casi nunca los
encuentra ya que escasean y, los pocos que hay, están en peligro de extinción.
En el
extremo opuesto, tenemos a un tipo de profesionales que podríamos considerarlos
casi incompatibles con el trabajo. Han nacido
con el “gen de la laboriosidad”
atrofiado. Esto no tendría excesiva importancia
si fueran ricos y pudieran vivir de las rentas, pero eso casi nunca es así, y, como
para poder vivir es necesario trabajar, no les queda más remedio que incorporarse
al mundo laboral. Eso sí, una vez en él, procuran aplicarse a la tarea lo mínimo
posible; a lo largo de su vida profesional no encuentran trabajo alguno que les motive y, por ello, frecuentemente, pasan
por una interminable serie de profesiones en las que suelen permanecer poco tiempo
ya que ninguna responde a sus
expectativas (éstas últimas, para ellos, seguramente serían estar ya jubilados a los 20 años).
Las semanas les
parecen eternas y se deprimen los lunes,
los martes, los miércoles…, mejorando su estado de ánimo, espectacularmente,
los sábados, los domingos y los periodos vacacionales.
Cuando
aparecen problemas en su ámbito laboral, no es que sean poco proactivos a la hora de intentar solucionarlos, lo que sucede es que, casi
siempre, el auténtico problema son ellos.
También sirven
de ejemplo para los demás operarios; aunque, en este caso, constituyen un perfecto
modelo de lo que no debe ser un trabajador.
A este tipo
de empleados, los empresarios no quieren verlos ni de lejos; abundan bastante más que los anteriores, y no están
en peligro de extinción.
Entre estos
dos extremos se encuentra el resto de los asalariados, gente normal que quiere trabajar lo
suficiente, descansar lo suficiente y, a final de mes, cobrar lo suficiente
para poder vivir dignamente.
Esta introducción,
de lo que acontece en el mundo del
trabajo, sirve para comprender lo que sucedió una vez en Bogajo (Salamanca). En este pueblo, igual que en
los pueblos cercanos, la gente vive fundamentalmente de la agricultura y la
ganadería, especialmente la segunda, y el sistema de explotación es la dehesa, un
terreno de pastos y encinas que conforma uno de los paisajes más característicos de la provincia.
Bueno, pues hace ya muchos años, estamos hablando de mediados
del siglo pasado, un día se presentó en Bogajo,
buscando trabajo, un hombre de los que nacen con el “gen de la laboriosidad” atrofiado.
Era de un pueblo vecino y en su haber tenía un amplio currículum laboral, ya que había trabajado
para varios amos, en su lugar de origen; todos los trabajos le habían durado poco,
y ya nadie quería contratarle allí.
El caso es
que era buena persona y ponía buena voluntad para todo; pero, entre sus “otras
virtudes” estaba la de ser bastante irresponsable
y muy descuidado; éste era el motivo por el que todos los antiguos
amos habían prescindido de sus servicios (injustificadamente, según él).
Una empresa
multinacional, cuando estima que, en su ámbito de actuación, el mercado se
encuentra saturado, extiende su campo de acción a otros lugares distintos para aumentar sus beneficios; del mismo modo, Argipilo -vamos a llamarlo así-,
como en su pueblo el mercado laboral ya no le ofrecía más posibilidades, también
decidió ampliar su campo de acción acudiendo a un
pueblo diferente al suyo,
donde no le conocieran, en busca de nuevas oportunidades. Este fue el motivo por
el que un día se presentó en Bogajo donde el destino quiso que encontrara una
familia que necesitaba un criado para cuidar el ganado (un vaquero).
Resulta que en
este pueblo había gente que necesitaba trabajar, pero nadie aceptaba el puesto
que ofrecían estos patronos debido a que las condiciones laborales distaban de
ser buenas: pretendían obtener un buen servicio, pagando muy poco (es curioso observar cómo esta familia, sin
que alguno de sus componentes hubiera ido nunca a alguna Escuela Superior de Negocios,
o Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, dominaba perfectamente el ideario empresarial: “obtener el máximo
beneficio posible, al mínimo coste”).
El caso es
que hablaron y, como una de las partes necesitaba
un trabajo y la otra un trabajador, llegaron rápidamente a un acuerdo laboral.
Los contratos, entonces, eran verbales y si ambos, empleado y empleador,
estaban satisfechos, generalmente, duraban un año -en el
campo, los periodos de inicio y finalización de los contratos solían ser por San
Juan. Ese día, se cambiaba de amo y de criado, o, si había acuerdo, la relación
continuaba otro año más- , pero había mucha flexibilidad laboral pues si, en un momento determinado,
alguna de las partes, el amo, o el criado,
no estaban de acuerdo en algo. el
contrato podía romperse sin ningún problema. Así de simple era la relación
laboral de entonces; aún tardarían mucho tiempo en llegar los contratos de
diferente tipo, becarios, oficinas de empleo, empresas de empleo temporal,
laudos arbitrales, despidos procedentes e improcedentes…
El caso es
que este hombre fue contratado de vaquero y las condiciones laborales eran las
habituales de entonces: una cantidad de dinero y el alojamiento, que incluía la
manutención y la cama.
El primer día de trabajo, la tarea parecía fácil: debía cuidar vacas en
terreno abierto, en un valle (entonces, había mucho terreno sin cerrar y
pastores y vaqueros se pasaban el día en el campo cuidando el ganado). Él debía
vigilar para que no se extraviara ninguna vaca y, además, evitar que éstas se metieran
en el terreno de otros; tenía que dejarlas pastar, llevarlas a abrevar a algún pilar
o charca y, al atardecer, recogerlas en los corrales.
El vaquero, muy ufano,
a primera hora de la mañana salió
con las vacas, a realizar su primera jornada de trabajo, y llegó hasta el lugar
donde éstas pastarían. Una vez allí, se dispuso a cuidar la manada que estaba
compuesta, exactamente, por cien vacas moruchas.
El día
estaba soleado, la temperatura era agradable, había abundante hierba para el ganado, y el ama le había metido una
buena merienda para pasar el día; así que la jornada se presentaba muy favorable.
En un ambiente tan bucólico, observando cómo se alimentaba el ganado, el
vaquero estaba muy satisfecho con su
nuevo empleo.
A mediodía,
tras comer las viandas, decidió echar una
cabezadita y, tras extender sobre la hierba la manta que llevaba, se
dispuso a dormir un poco.
En el ámbito rural,
el período “establecido”, para echarse
la siesta, es el comprendido entre la
Cruz de Mayo y la Cruz de Septiembre (del
3 de mayo al 14 de septiembre). No sé si
este día se encontraba o no dentro de esas fechas, pero eso al vaquero no debía
preocuparle demasiado. Se tumbó sobre la
manta muy a gusto, cerró los ojos, y el
ratito de siesta se prolongó durante más de dos horas.
Para algunas personas, el momento más feliz del día es el de la siesta.
Viéndolas, mientras la duermen, parecen
la felicidad personificada, y Argipilo
pertenecía a este selecto grupo de gente.
Se despertó muy satisfecho; permaneció allí tumbado, sobre la manta, un buen rato mirando el cielo, que aquel día era de un azul
intenso; siguió con la vista el vuelo
pausado de un milano real que con gran maestría sobrevolaba la zona,
aprovechando las corrientes de aire; después,
se entretuvo otro rato siguiendo el rápido vuelo de varios vencejos, y por fin decidió
incorporarse.
Se desperezó estirando los brazos y bostezando ruidosamente; recogió la
manta y las alforjas, echándoselo todo al hombro, y fue a ver cómo estaba la
manada de vacas que en teoría estaba cuidando…
pero allí no había manada alguna. En todo el valle, sólo encontró una vaca
pastando. ¡¡¡Habían desaparecido noventa y nueve vacas!!!
Otro, en su
lugar, se hubiera alarmado mucho; le habría embargado un gran estado ansiedad; posiblemente, hasta tendría taquicardia
por el susto; recorrería a toda prisa los alrededores intentando localizar las
vacas y, en el caso de no hallarlas, hubiera ido corriendo hasta el pueblo a buscar al amo, para comunicarle la pérdida e
iniciar la búsqueda lo antes posible. Pero él era un gran experto en
superar situaciones de crisis, como la
presente -sospecho que no era la primera
vez que perdía el ganado- y decidió permanecer
allí, en el valle, imperturbable (el corazón
creo que, en todo momento,
mantuvo su ritmo normal), como
si no hubiera pasado nada, cuidando al “resto de la manada”: aquella vaca que, en
un acto de insolidaridad con el resto de sus compañeras -quizá por despiste-
había decidido permanecer en el valle, mientras que las demás vacas se habían
fugado, aprovechando el sueño del vaquero.
Al atardecer,
volvió al pueblo con la vaca despistada y al llegar ante la casa de los amos, éstos,
la mujer y el marido, muy enfadados, salieron a recibirle y, de paso, pedirle
explicaciones.
- ¡Argipilo! ¿Qué ha pasado con las vacas?, dijo uno
de ellos.
Éste, les miró sucesivamente a ambos y haciendo
gala de un gran autocontrol mental -una prueba más de que ya estaba entrenado
para este tipo de situaciones- , con gran serenidad, contestó:
- Pues nada de
particular. Debéis comprender que cuidar cien vacas es muy difícil, y resulta que se han extraviado noventa y nueve…eso es lo
que ha pasado. En cambio, a ésta la he cuidado muy bien: ha comido, la he llevado al pilar para que bebiera agua, y aquí la tenéis sana y salva.
- ¡¡¡¿Y las otras?!!! Preguntó el amo muy irritado, alzando la voz, ante la indolencia del vaquero.
- Por ahí andarán, hombre; no te preocupes, que ya
aparecerán… muy lejos no pueden estar. El que las encuentre seguro que las trae.
Respondió Argipilo, sin mostrar el menor signo de preocupación.
Tanto el
marido como la mujer, estaban perplejos ante la pasmosa tranquilidad que
mostraba su nuevo vaquero, y, a al mismo tiempo, indignadísimos por la pachorra
que mostraba ante tamaño desastre: era el primer día de trabajo, había perdido casi
la totalidad de la manada y allí lo tenían frente a ellos, diciéndoles que les
veía muy estresados y que debían calmarse (resulta
que las vacas, durante la larga siesta
del empleado, habían vuelto por sí solas a la casa de los dueños y ellos ya las habían recogido).
- Encima
querrás que no te despidamos, dijo la mujer.
- Vamos a ver,
respondió el vaquero, que en todo momento se había mantenido absolutamente
tranquilo, como si el enfado de los amos no fuera con él. Ya os he dicho antes
que cuidar cien vacas es muy complicado; en cambio, a una sí me comprometo a atenderla. Si queréis que siga de vaquero, con vosotros, yo,
más de una vaca no voy a cuidar; así que
vais a tener que contratar otro criado para que me ayude a guardar las demás. Si
es así…me quedo, y si no…me dais la cuenta que me voy para mi pueblo ahora mismo. .
Obviamente, los dueños de las vacas
despidieron al vaquero con cajas destempladas y éste regresó a su pueblo. Mientras hacía el camino, iba pensando el
hombre:
¡Coño!, pues sí que son delicados los de
Bogajo, si sólo se han perdido unas cuantas vacas.
Nota.
Argipilo
regresó a su pueblo y allí prosiguió sus actividades habituales (no me atrevo a
llamarlas laborales). Al ser originario de uno de los pueblos limítrofes con
Bogajo; yo, una vez los recorrí todos preguntando por él, pues tenía gran
curiosidad por conocer algo más de las andanzas de este hombre, pero en todos ellos
afirmaban no saber nada de su existencia, lo cual es sumamente extraño. Un personaje así no suele pasar desapercibido.
Tenía ingenio el amigo. Suele haber gente así, más de lo que imaginamos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Claro que hay gente así en todas las profesiones. Gente que trabaja lo mínimo posible, especialistas en estar de baja. Algunos son tan inútiles que incluso los jefes prefieren que sigan de baja para que no fastidien a los demás y les dejen trabajar. Esto ocurre, sobre todo, en la función pública, claro está. En la empresas privadas, estos personajes no tienen futuro alguno.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tenéis mucha razón, José y Valverde de L. Vaya que si abundan y han abundado los listillos que viven a costa de los demás. Todos hemos conocido a lo largo de nuestra vida a unos cuantos. Pero este vaquerillo de Bojajo, tal como tú relatas y cuentas, hasta se hace un pícaro simpático; que vagos simpáticos los hay; pero vagos malasombras, también haylos y esos, no hay quien los aguante.
ResponderEliminar-Manolo-
Con frecuencia se oye decir que "lo caro es barato" cuando compras una cosa y por intentar ahorrar un poco, ésta te sale muy mala y tienes que acabar comprando otra. Algo así le sucedió a los dueños de las vacas; quisieron ahorrar y "acertaron plenamente" con su nuevo vaquero. Un saludo.
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