lunes, 22 de mayo de 2017

EL VAQUERO DE BOGAJO

  En todas las profesiones encontramos trabajadores cuyas aptitudes laborales resultan de lo más heterogéneo. Hay operarios que dominan perfectamente su oficio; cada día que pasa, intentan hacer mejor la tarea que desempeñan , y , además, son proactivos de modo que, si surge algún problema relacionado con su trabajo, rápidamente intentan solucionarlo.
   Se involucran mucho en la labor que realizan disfrutando tanto con lo que hacen, que el tiempo se les pasa volando; así, cuando llega el fin de semana, apenas lo disfrutan y están deseando que llegue el lunes para continuar la tarea.
   Estos son los profesionales diez, un ejemplo para los demás, lo mejor de lo mejor.  
   Todo empresario desearía tener en nómina empleados de este tipo, pero casi nunca los encuentra ya que escasean y, los pocos que hay, están en peligro de extinción.
   
   En el extremo opuesto, tenemos a un tipo de profesionales que podríamos considerarlos casi  incompatibles con el trabajo. Han nacido con el “gen de la laboriosidad” atrofiado.  Esto no tendría excesiva importancia si fueran ricos y pudieran vivir de las rentas, pero eso casi nunca es así, y, como para poder vivir es necesario trabajar, no les queda más remedio que incorporarse al mundo laboral. Eso sí, una vez en él, procuran aplicarse a la tarea lo mínimo posible; a lo largo de su vida profesional no encuentran trabajo alguno  que les motive y, por ello, frecuentemente, pasan por una interminable serie de profesiones en las que suelen permanecer poco tiempo ya que ninguna  responde a sus expectativas (éstas últimas, para ellos, seguramente  serían   estar  ya  jubilados a los 20 años).
   Las semanas les parecen eternas y se  deprimen los lunes, los martes,  los  miércoles…, mejorando su estado de ánimo, espectacularmente, los sábados, los domingos y los periodos vacacionales.
   Cuando aparecen problemas en su ámbito laboral, no es que sean poco  proactivos a la hora de intentar  solucionarlos, lo que sucede es que, casi siempre, el auténtico problema son ellos.
  También sirven de ejemplo para los demás operarios; aunque, en este caso, constituyen un perfecto modelo de lo que no debe ser un trabajador.
   A este tipo de empleados, los empresarios no quieren verlos ni de lejos;  abundan bastante más que los anteriores, y no están en peligro de extinción.

   Entre estos dos extremos se  encuentra  el resto de los asalariados,  gente normal que quiere trabajar lo suficiente, descansar lo suficiente y, a final de mes, cobrar lo suficiente para poder vivir dignamente.

   Esta introducción, de lo que acontece en el mundo  del trabajo, sirve para comprender lo que sucedió una vez en  Bogajo (Salamanca). En este pueblo, igual que en los pueblos cercanos, la gente vive fundamentalmente de la agricultura y la ganadería, especialmente la segunda, y el sistema de explotación es la dehesa, un terreno de pastos y encinas que conforma uno de los paisajes  más característicos de la provincia.
   Bueno, pues  hace ya muchos años, estamos hablando de mediados del siglo pasado, un día  se presentó en Bogajo, buscando trabajo, un hombre de los que nacen con el “gen de la laboriosidad”  atrofiado.  Era de un pueblo vecino y en su haber tenía un  amplio currículum laboral, ya que había trabajado para varios amos, en su lugar de origen; todos los trabajos le habían durado poco, y ya nadie quería contratarle allí.  
   El caso es que era buena persona y ponía buena voluntad para todo; pero, entre sus “otras virtudes”  estaba la de ser bastante irresponsable  y  muy descuidado;  éste era el motivo por el que todos los antiguos amos habían prescindido de sus servicios (injustificadamente, según él).

   Una  empresa multinacional, cuando estima que, en su ámbito de actuación, el mercado se encuentra saturado, extiende su campo de acción a otros lugares distintos  para aumentar sus beneficios;  del mismo modo, Argipilo -vamos a llamarlo así-, como en su pueblo el mercado laboral ya no le ofrecía más posibilidades, también decidió ampliar su campo de acción acudiendo a un
pueblo diferente al suyo, donde no le conocieran, en busca de nuevas oportunidades. Este fue el motivo por el que un día se presentó en Bogajo donde el destino quiso que encontrara una familia que necesitaba un criado para cuidar  el ganado (un vaquero).
   Resulta que en este pueblo había gente que necesitaba trabajar, pero nadie aceptaba el puesto que ofrecían estos patronos debido a que las condiciones laborales distaban de ser buenas: pretendían obtener un buen servicio, pagando muy poco (es curioso observar cómo esta familia, sin que alguno de sus componentes hubiera ido nunca a alguna Escuela Superior de Negocios, o Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, dominaba  perfectamente  el ideario empresarial: “obtener el máximo beneficio posible, al mínimo coste”).
   El caso es que hablaron y, como una de las partes  necesitaba un trabajo y la otra un trabajador, llegaron rápidamente a un acuerdo laboral.
    Los contratos, entonces,  eran verbales y si ambos, empleado y empleador, estaban satisfechos, generalmente, duraban un año  -en el campo, los periodos de inicio y finalización de los contratos solían ser por San Juan. Ese día, se cambiaba de amo y de criado, o, si había acuerdo, la relación continuaba otro año más- , pero había mucha flexibilidad  laboral pues si, en un momento determinado, alguna de las partes, el amo, o el criado,  no estaban de acuerdo en algo.  el contrato podía romperse sin ningún problema. Así de simple era la relación laboral de entonces; aún tardarían mucho tiempo en llegar los contratos de diferente tipo, becarios, oficinas de empleo, empresas de empleo temporal, laudos arbitrales, despidos procedentes e improcedentes…
  El caso es que este hombre fue contratado de vaquero y las condiciones laborales eran las habituales de entonces: una cantidad de dinero y el alojamiento, que incluía la manutención y la cama.
   El primer día de trabajo,  la tarea parecía fácil: debía cuidar vacas en terreno abierto, en un valle (entonces, había mucho terreno sin cerrar y pastores y vaqueros se pasaban el día en el campo cuidando el ganado). Él debía vigilar para que no se extraviara ninguna vaca y, además, evitar que éstas se metieran en el terreno de otros; tenía que dejarlas pastar, llevarlas a abrevar a algún pilar o charca y, al atardecer, recogerlas en los corrales.    
   El vaquero,  muy ufano,  a primera hora de la mañana  salió con las vacas, a realizar su primera jornada de trabajo, y llegó hasta el lugar donde éstas pastarían. Una vez allí, se dispuso a cuidar la manada que estaba compuesta, exactamente, por cien vacas moruchas.
   El día estaba soleado, la temperatura era agradable, había abundante hierba  para el ganado, y el ama le había metido una buena merienda para pasar el día; así que la jornada se presentaba muy favorable. En un ambiente tan bucólico, observando cómo se alimentaba el ganado, el vaquero  estaba muy satisfecho con su nuevo empleo.
   A mediodía, tras comer las viandas,  decidió echar una cabezadita  y, tras extender  sobre la hierba la manta que llevaba, se dispuso a dormir un poco. 
  En el ámbito rural,  el período “establecido”, para echarse la siesta, es el comprendido entre  la Cruz de Mayo y la Cruz de Septiembre  (del 3  de mayo al 14 de septiembre). No sé si este día se encontraba o no dentro de esas fechas, pero eso al vaquero no debía preocuparle demasiado. Se tumbó  sobre la manta muy a gusto, cerró los ojos,  y el ratito de siesta se prolongó durante más de dos horas.
  Para algunas personas, el momento más feliz del día es el de la siesta. Viéndolas, mientras la duermen, parecen la felicidad personificada, y Argipilo  pertenecía a este selecto grupo de gente.
   Se despertó muy satisfecho;  permaneció allí tumbado,  sobre la manta, un buen rato  mirando el cielo, que aquel día era de un azul intenso;  siguió con la vista el vuelo pausado de un milano real que con gran maestría sobrevolaba la zona, aprovechando las corrientes de aire;  después, se entretuvo otro rato siguiendo el rápido vuelo de varios vencejos, y por fin decidió incorporarse.
   Se desperezó estirando los brazos y bostezando ruidosamente; recogió la manta y las alforjas, echándoselo todo al hombro, y fue a ver cómo estaba la manada de vacas  que en teoría estaba cuidando… pero  allí no había  manada alguna.  En todo el valle, sólo encontró una vaca pastando. ¡¡¡Habían desaparecido noventa y nueve vacas!!!
   Otro, en su lugar, se hubiera alarmado mucho; le habría embargado un gran estado  ansiedad; posiblemente, hasta tendría taquicardia por el susto; recorrería a toda prisa los alrededores intentando localizar las vacas y, en el caso de no hallarlas, hubiera ido corriendo hasta el pueblo  a buscar al amo, para comunicarle la pérdida e iniciar la búsqueda lo antes posible. Pero él era un gran experto en superar  situaciones de crisis, como la presente  -sospecho que no era la primera vez que perdía el ganado-  y decidió permanecer allí, en el valle, imperturbable (el corazón  creo que, en todo momento,  mantuvo su ritmo normal),   como si no hubiera pasado nada, cuidando al “resto de la manada”: aquella vaca que, en un acto de insolidaridad con el resto de sus compañeras -quizá por despiste- había decidido permanecer en el valle, mientras que las demás vacas se habían fugado, aprovechando el sueño del vaquero.
   Al atardecer, volvió al pueblo con la vaca despistada y al llegar ante la casa de los amos, éstos, la mujer y el marido, muy enfadados, salieron a recibirle y, de paso, pedirle explicaciones.
- ¡Argipilo! ¿Qué ha pasado con las vacas?, dijo uno de ellos.
  Éste, les miró sucesivamente a ambos y haciendo gala de un gran autocontrol mental -una prueba más de que ya estaba entrenado para este tipo de situaciones- , con gran serenidad, contestó:
-  Pues nada de particular. Debéis comprender que cuidar cien vacas es muy difícil,  y resulta que  se han extraviado noventa y nueve…eso es lo que ha pasado. En cambio, a ésta la he cuidado muy bien: ha comido,  la he llevado al pilar para que bebiera  agua, y aquí la tenéis sana y salva.
- ¡¡¡¿Y las otras?!!! Preguntó el amo muy irritado,  alzando la voz, ante la indolencia del vaquero.
- Por ahí andarán, hombre; no te preocupes, que ya aparecerán… muy lejos no pueden estar. El que las encuentre seguro que las trae. Respondió Argipilo, sin mostrar el menor signo de preocupación.  
  Tanto el marido como la mujer, estaban perplejos ante la pasmosa tranquilidad que mostraba su nuevo vaquero, y, a al mismo tiempo, indignadísimos por la pachorra que mostraba ante tamaño desastre: era el primer día de trabajo, había perdido casi la totalidad de la manada y allí lo tenían frente a ellos, diciéndoles que les veía muy estresados y que debían calmarse  (resulta que las vacas,  durante la larga siesta del empleado, habían vuelto por sí solas a la casa de los dueños  y ellos ya las habían recogido).
-  Encima querrás que no te despidamos, dijo la mujer.
 - Vamos a ver, respondió el vaquero, que en todo momento se había mantenido absolutamente tranquilo, como si el enfado de los amos no fuera con él. Ya os he dicho antes que cuidar cien vacas es muy complicado; en cambio, a una sí  me comprometo a atenderla. Si  queréis que siga de vaquero, con vosotros, yo, más de una vaca  no voy a cuidar; así que vais a tener que contratar otro criado para que me ayude a guardar las demás. Si es así…me quedo, y si no…me dais la cuenta  que me voy para mi pueblo ahora mismo. .
   Obviamente, los dueños de las vacas despidieron al vaquero con cajas destempladas y éste   regresó a su pueblo.  Mientras hacía el camino, iba pensando el hombre:
 ¡Coño!, pues sí que son delicados los de Bogajo, si sólo se han perdido unas cuantas vacas.   

Nota.

   Argipilo regresó a su pueblo y allí prosiguió sus actividades habituales (no me atrevo a llamarlas  laborales). Al ser  originario de uno de los pueblos limítrofes con Bogajo; yo, una vez los recorrí todos preguntando por él, pues tenía gran curiosidad por conocer algo más de las andanzas de este hombre, pero en todos ellos afirmaban no saber nada de su existencia, lo cual es sumamente extraño. Un personaje así no suele pasar desapercibido.

4 comentarios:

  1. Tenía ingenio el amigo. Suele haber gente así, más de lo que imaginamos.
    Un abrazo.

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  2. Claro que hay gente así en todas las profesiones. Gente que trabaja lo mínimo posible, especialistas en estar de baja. Algunos son tan inútiles que incluso los jefes prefieren que sigan de baja para que no fastidien a los demás y les dejen trabajar. Esto ocurre, sobre todo, en la función pública, claro está. En la empresas privadas, estos personajes no tienen futuro alguno.
    Un abrazo.

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  3. Tenéis mucha razón, José y Valverde de L. Vaya que si abundan y han abundado los listillos que viven a costa de los demás. Todos hemos conocido a lo largo de nuestra vida a unos cuantos. Pero este vaquerillo de Bojajo, tal como tú relatas y cuentas, hasta se hace un pícaro simpático; que vagos simpáticos los hay; pero vagos malasombras, también haylos y esos, no hay quien los aguante.
    -Manolo-

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  4. Con frecuencia se oye decir que "lo caro es barato" cuando compras una cosa y por intentar ahorrar un poco, ésta te sale muy mala y tienes que acabar comprando otra. Algo así le sucedió a los dueños de las vacas; quisieron ahorrar y "acertaron plenamente" con su nuevo vaquero. Un saludo.

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