domingo, 18 de diciembre de 2022

Historias de la caza: El bautismo de fuego

 

 

  Silverio era propietario de una de las más afamadas ferreterías de la ciudad, un negocio familiar que compartía con dos hermanos, Gene y Paula; siempre estaba muy bien surtida y tenían una clientela numerosa y fiel, lo que propiciaba que el negocio funcionara a plena satisfacción de los dueños.

   Aquel lunes, como todos los días laborables, llegó muy puntual a abrir la ferretería. Solía ser el más madrugador de los hermanos, por lo que, habitualmente, era el encargado de abrir la tienda tras subir la persiana metálica que daba acceso al interior, resultándole sumamente extrañó ver que el negocio ya estaba abierto cuando llegó. Aquel día se había adelantado su hermano Gene, que estaba, en aquellos momentos, pegando un cartel con cinta adhesiva dentro de la tienda.

-          ¡Buenos días hermano, qué haces!

-          Aquí pegando este anuncio. Voy a vender la escopeta.

-          ¿¡¡Qué dices!!? Exclamó Silverio sumamente extrañado. ¿Cómo vas a vender tu escopeta? Pero si ayer te estrenabas como cazador, ¿Qué paso? ¿No pegaste ningún tiro?

-          Te equivocas, respondió el hermano muy serio. Fui el que más tiros dio y con diferencia

-          Pues entonces no entiendo nada. Contestó Silverio.

   Para entender lo que había pasado, no bastaba con remontarse al día anterior, sino a varias semanas atrás. Gene, su hermano menor, a sus cuarenta y ocho años, nunca había mostrado interés alguno por las armas ni por la caza. La familia era originaria de un pueblo de la provincia, sus padres cuando eran niños, se había trasladado a la ciudad donde el padre había abierto el negocio de la ferretería, y seguían manteniendo bastante relación con los paisanos del pueblo; muchos de ellos, además, eran clientes y pasaban por allí, a comprar, cuando iban a la ciudad.

   Uno de los paisanos, Segismundo -Segis para los conocidos- era amigo de la infancia de Gene. Dos meses atrás había ido un día a la ciudad, pasó por la ferretería a saludar a los hermanos y Gene le había acompañado a una armería, ya que uno de los motivos que le había llevado aquel día ir a la ciudad era comprar cartuchos porque se había abierto la Media Veda, un periodo de tiempo que transcurre en la segunda mitad del verano, en el que cazadores matan el gusanillo de las ganas de cazar, cargándose miles de aves, sirviendo además, como un anticipo a la apertura oficial de la veda, que suele acontecer en la primera quincena de octubre.    

  Segis sentía una afición desmedida por la caza de modo que, cuando salía a relucir algún tema relacionado con esta actividad, se le iluminaba el alma hablando de ella. Para él, año se dividía en dos etapas: período hábil y período inhábil para cazar, algo que dejaba reflejado en un calendario de sobremesa que miraba a diario. En él, los días hábiles para cazar aparecían subrayados con rotulador fosforescente rojo, mientras que el resto de los días permanecían en el  más absoluto anonimato, sin una triste nota de atención. 

  Antes de ir a la armería, los dos amigos pasaron por una cafetería a tomar algo, se sentaron en una mesa, y a Gene se le ocurrió hacer al amigo la típica pregunta que no se le debe hacer a un cazador si quiere evitar el riesgo de pasar más de media hora oyendo batallitas.

-          Segis, ¿tú, desde cuándo eres cazador? 

-       No sabría decirte. Contestó el amigo. Creo que desde siempre. Cuando era niño ya iba con mi padre a cazar. Lo de ser cazador, debe ser algo genético, como ser hincha del Atlético de Madrid, un club que, aunque gane pocos títulos, tiene una afición incondicional que ama al equipo de forma desmedida, permaneciendo fiel a sus colores, a lo largo del tiempo, inmune a los acontecimientos que puedan sucederle.

-      Todos los cazadores decís que ahora hay poca caza. Siguió comentando Gene. ¿Mantienes la afición de siempre, o ha disminuido con el tiempo?

            Antes de contestar, Segis soltó una carcajada

-     ¿Has oído, alguna vez, decir a un agricultor que la cosecha es buena? Lo mismo pasa con los cazadores, nunca tenemos suficiente... siempre queremos más. Cazar es fantástico; en el comienzo de los tiempos, los primeros humanos eran cazadores y recolectores, cazaban animales para alimentarse con su carne y cogían frutos silvestres; entonces se cazaba por necesidad; pero, desde que se inventó la agricultura y se domesticaron los primeros animales, pasó a ser una actividad de ocio y dejó de ser una necesidad. Hoy día, unos dicen que  la caza es un deporte, los más finos la catalogan como una actividad cinegética…casi un arte, y para mí simplemente es una afición.

   Si los humanos pretendemos ser felices, ayuda mucho tener una afición, algo que nos guste y haga sentir bien, como coleccionar sellos; bolígrafos; latas de cerveza, mejor llenas que vacías eso sí; tener una moto Harley-Davidson… yo que sé. Cada uno se imagina el paraíso a su modo y el mío consistiría en tener una buena escopeta, un buen perro, y un coto sin períodos de veda alguna, con abundante caza que no se acabara nunca.

  Cuando comentabas antes que había poca caza, es cierto: cada vez hay más cazadores con mejores escopetas y menos piezas que abatir. En nuestra zona, y creo que en todas, cada vez se caza menos. Si mi afición dependiera de las piezas que me cobro cada semana, ya lo habría dejado hace años; pero  cazar no solo es disparar a los animales, supone todo un rito que comienza por las mañanas al salir al campo con las primeras luces del día y contemplar los amaneceres; respirar el aire puro;  recorrer caminos, veredas y caminar campo a través; ver los cambios de la vegetación en relación con el clima; en esencia, disfrutar de la naturaleza realizando a la vez una actividad tan emocionante como lo es cruzarte con un conejo, una liebre o un bando de perdices salvajes, es algo extraordinario. También asisto ocasionalmente a alguna batida de jabalíes, aunque eso ya es caza mayor, y así es como voy tirando.

 

  En cuanto a la rentabilidad, no tiene ninguna; al contrario, es un capricho algo caro. El arma, pagar la licencia, el seguro, el coto, los cartuchos, los cuidados del perro todo el año. En fin, ¿qué quieres que te diga?, en los tiempos que corren es solo la afición lo que le lleva a uno a cazar y no hay más.

 

    Cuando Segis hablaba de temas relacionados con la caza, perdía la noción del tiempo y siguió aún casi media hora más con su retahíla; a la par que el ánimo del cazador aumentaba a medida que se alargaba la conversación, el de Gene iba disminuyendo. Al principio le prestó atención, esta se fue diluyendo progresivamente y al final, ya ni oía lo que Segis continuaba narrando. Llegó un momento en el que se puso en pie con intención de avisar al camarero, para que le cobrara lo que habían tomado, y ya no llegó a sentarse, haciendo comprender al amigo que la paciencia de su auditorio, o sea, la suya, había tocado fondo y no estaba dispuesto a seguirle escuchando.

    

 Una vez que abandonaron la cafetería, fueron a la armería a por los cartuchos, Segis aprovechó   para ver los últimos modelos de escopeta y vio una que le encantó, comentando a Gene:

 

-       Yo, si hoy tuviera que comprar una escopeta, me llevaba esta ¡qué maravilla!  Lo que ocurre es que tengo ya tres y si me presento con otra en casa, la mujer, o se divorcia, o la estrena pegándome un tiro con ella, y con toda la razón.

       ¡Mira ver Gene! Anímate tú. Estoy seguro que si la compras, y te vienes a cazar conmigo, vas a coger una afición de la leche.


-       Alguna vez sí que me he planteado si me gustaría salir a cazar o no. Comentó Gene.


-       Tienes que probar un día – le animó Segis- “De todas las cosas de esta vida manda catar el señor”. Decía el arcipreste de Hita, y, aunque creo que se refería a cosas de comer, para esto también nos vale. Tienes que salir un día a cazar a ver si te gusta. No puedes morirte con esa duda. Saca la licencia de armas, yo te dejo una escopeta y sales un día conmigo. Si ves que te gusta, entonces ya compras una escopeta nueva, como la que estamos viendo…es magnífica. Yo, si las circunstancias fueran otras, me la llevaba sin dudarlo un instante.

 

                   La vehemencia que había puesto Segis al describir los avatares de la caza, y el haber tenido 

              en sus manos aquella escopeta que tanto gustaba al amigo, sintiendo la suavidad de la culata

              de madera pulida, así como ver los grabados tan bonitos que tenía en la parte metálica de la

              empuñadura, hicieron que Gene comenzase a plantearse el hecho de iniciarse en esas lides; a 

              ello se sumaba el hecho de que, a diario, pasaba caminando ante la armería, que estaba situada

              en el  trayecto de su casa a la ferretería y a través del escaparate podía ver la escopeta que había

              tenido en sus manos, en una vitrina.

                 Un día, entró en la armería interesándose por la misma y el dueño, un vendedor de la vieja

              escuela, capaz de vender cubitos de hielo a un esquimal, en pleno invierno,  supo hacer 

              su trabajo a la perfección, indicándole que aquel arma era lo mejor de lo  mejor: bonita,

              precisa, ligera…el sueño de todo cazador, y lo más interesante de todo era que, “casualmente”, 

              aquel día, estaba en oferta y valía un 15% menos.

                 Gene, tras oír al vendedor, fue cauto; él también era vendedor y sabía tanto o más del oficio

              que el dueño de la armería, así que le dijo que iba a pensarlo, pero el tiempo de la meditación 

              fue corto ya que, a los dos días, volvió al establecimiento a efectuar la compra.

                Aquella misma noche llamó a Segis diciéndole que había comprado la escopeta que le había

              recomendado y que le hiciese socio del coto de caza del pueblo, porque había decidido iniciarse

              como cazador.

 

      La repentina conversión de Gene, sorprendió bastante al amigo; nunca es tarde para        incorporarse a una actividad, pero el sentido común indica que siempre es necesario probar primero las cosas, especialmente si la actividad conlleva un gasto de dinero; una vez ya convencido de que aquello te convence, es cuando ha llegado la hora de implicarse a fondo en ello, y veía que Gene había  empezado por el final, lo que se dice popularmente, había comenzado la casa por el tejado,      decidiendo ser cazador de la noche a la mañana y sin llevarlo en los genes, como era su caso.  

         Segis le indicó que lo de pertenecer a la sociedad de cazadores para poder cazar, al principio     podía prescindir de ello ya que él, como era socio del coto, podía llevar un invitado; en cuanto a la escopeta, le recomendó que hablara con el dueño de la armería y le dijese que de momento     aplazaba la compra, porque él le dejaría una de las suyas para empezar y una vez se convenciese de que tenía madera de cazador, es cuando había llegado el momento de comprar una propia y hacerse socio del coto; pero  Gene estaba obcecado y le indicó que el suyo ya era un camino sin retorno pues ya había pagado la escopeta, tenía cita para obtener la licencia de armas, que conocía a un corredor de seguros y ya había también hablado con él…vamos,  que en breve esperaba tener resueltos todos los trámites necesarios. 

     En pocas semanas había pasado de ser un hombre a quien el mundo de la caza le resultaba    indiferente, a ser un aspirante a cazador impaciente por iniciarse en su nueva afición.

 

     En esta vida, uno no puede ser bueno en todo; por ello, es recomendable dedicarse exclusivamente a un número limitado de actividades y buscar la excelencia en ellas. La esencia de todo lo anterior es que, si te dedicas a algo, debes intentar ser el mejor en lo tuyo y Gene, que era de esta opinión, con lo de la caza siguió este camino. Si ya tenía una escopeta excepcional, según el armero y Segis, había llegado la hora de vestir al cazador. Eso de que el hábito no hace al monje, no iba con él; si había decidido ser monje, lo iba a hacer con el mejor hábito posible, así que fue a una tienda especializada y compró el equipo entero de cazador: botas de montaña, pantalón de lona, camisa, chaleco, jersey, braga para el cuello, cazadora de camuflaje, canana, prismáticos y un elegante sombrero verde con plumas en la banda del mismo.

   Ya con todo el equipo en casa, y 2500 euros menos en la cuenta, llegó el gran día. La veda se había abierto y, aunque la suya era una vocación tardía, estaba tan ilusionado como un adolescente a punto de acompañar por primera vez a su padre a cazar; el inconveniente que encontró fue que las previsiones del tiempo para “el día D”, anunciaban lluvia, y eso no le gustó nada.

    Habló con Segis, telefónicamente, el día antes, para comentar lo de la lluvia y éste le respondió con las palabras propias de un genuino cazador: “ el periodo hábil para cazar es que el que es, la lluvia es un problema menor y no se puede desperdiciar ningún día, ya que uno de los mandamientos del cazador es que, lo que no cazas tú, lo caza otro”; pero como Gene no era tan genuino, sino un recién llegado al gremio, las explicaciones del amigo no le convencieron. Él  no estaba dispuesto a mojarse y decidió aplazar su bautismo de fuego para el siguiente domingo

    El siguiente fin de semana le había surgido un asunto imprevisto y ahora fue él quien tenía problemas para desplazarse al pueblo a estrenar su flamante escopeta, de modo que, hasta tres semanas más tarde de lo previsto, no pudo iniciarse en estas lides.  Por suerte, el día elegido, no había ni una nube en el horizonte y, aunque de madrugada había caído una buena “pelona” –así es como llamaban los lugareños a las heladas-  el sol matutino barrió toda la escarcha de los árboles y el suelo en apenas dos horas.

 

       Habían quedado en casa de Segis para iniciar desde allí la ruta, y la noche antes Gene se acostó algo nervioso costándole incluso conciliar el sueño, estaba deseoso de que llegara la mañana para ir, por fin, hasta al pueblo y poder estrenar, de una vez, aquella magnífica escopeta que había comprado semanas atrás.

 

         Cuando Segis, vio llegar al neófito cazador, tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa. Iba

      vestido impecablemente sin faltarle detalle, totalmente de verde y toda la ropa era de marca, por

      supuesto.

 

-   Gene, no lo tomes como una crítica negativa, al contrario –dijo al amigo- Todo te sienta fenomenal, pero es que así se viste la gente que va de safari a África a cazar elefantes; para disparar a cuatro conejos, si es que conseguimos verlos, no hace falta complicarse mucho la vida.

-   No sabía que ponerme, y compré esto. Contestó

-   Si estás muy bien, eso no se discute. Para monterías donde se alterna con gente de postín, estás fenomenal, pero para caza menor como la que vamos a hacer hoy, cualquier cosa hubiera valido. Las botas sí, son muy importantes, hay que proteger los pies de la humedad, pero lo demás…

-   Gene miró al amigo y vio que llevaba una gorra visera vieja con publicidad, por lo que era fácil deducir que no había pagado nada por ella; un grueso forro polar que años atrás debió tener sus mejores tiempos, pantalones vaqueros bastante gastados, y botas de montaña hidrófugas de buena calidad -con el calzado sí que se había esmerado el amigo en proteger bien los pies, viendo que había aplicado lo que predicaba - pero, lo que llamó poderosamente la atención, fue que apenas llevaba cartuchos; mientras que él llevaba la canana llena con su peso correspondiente, Segis llevaba un puñado de ellos en los bolsillos. Por lo visto no era muy optimista respecto al número de piezas que esperaba ver y, al comentárselo Gene, respondió con pleno convencimiento:

 

-   Ojalá pueda dispararlos todos.

 

     Llevaban cerca de dos horas batiendo el terreno y el perro olfateó algo, resultó ser un conejo que echó a correr, el pobre sus razones tenía para ello. Segis no lo pensó, apuntó rápidamente con la escopeta y lo abatió de un certero disparo, sin dar tiempo a Gene a enterarse siquiera del lance.

 

-          Al siguiente ya le tiras tú-. Avisó Segis.

 

   Tuvo que pasar casi otra hora hasta que el perro olfateó algo. Gene preparó la reluciente escopeta que llevaba consigo, para disparar, y salió una liebre a toda carrera, pero el perro que iba tras ella se interponía en la trayectoria de disparo y desistió de apretar el gatillo. Estaba nervioso y deseoso de disparar a algo, pero si no salen las piezas, poco puede hacerse. Después de tres horas de camino, estaban cansados y el botín era muy pobre: tan solo el conejo cazado por Segis.

      Se sentaron a descansar, sentándose en una peña, comieron un bocadillo, echaron unos tragos de vino de una bota que llevaba Segis, y éste vio la tapadera de un viejo puchero, de metal esmaltado, que eran los que antes se usaban en la lumbre para cocinar, al lado de la peña, que alguien habría tirado allí, posiblemente años atrás, diciéndole a Gene:

 

-          Tengo una idea. Habrás visto que no estamos viendo nada de caza y supongo que querrás pegar algún tiro para estrenar la escopeta. Vamos a hacer tiro al plato, yo cojo esta tapadera, la tiro y cuando esté lejos, antes de llegar al suelo, disparas a ver si logras darle.

www.todocoleccion.net

     A Gene le agradó mucho la idea, y se dispusieron a ello. Segis se puso tras una peña para protegerse de los disparos y se puso a tirar la tapadera que habían encontrado, una y otra vez, lo más lejos y alto posible, para que le disparara Gene y así pudiera estrenar su escopetea.

  Estuvieron entreteniéndose en esta actividad, cerca de media hora disparando Gene al objeto, al menos, dos docenas de veces; como a medida que ejercitaba la puntería con los sucesivos tiros, cada vez le iba acertando más veces, la tapadera acabó hecho un colador.

          

         

           Lo peor que le puede pasar a un cazador, que lleva mucho tiempo recorriendo  una zona  

       determinada del coto de caza, sin que encontrar apenas piezas a las que disparar, es oír disparos de

       otros cazadores a lo lejos; esto le lleva a pensar que no ha estado acertado en la elección de la ruta,

       mientras que el de los disparos ha tenido mejor suerte con la zona elegida.

          Si encima, en vez de oír algún disparo aislado, lo que oye son dos docenas de ellos como ocurría

       aquel día, eso desmoraliza a cualquiera. En este caso, suele acabar pensando que no encuentra 

       animales para abatir, porque estos se han concentrado donde suenan los tiros. ¿Qué hace entonces?,

       pues el sentido común le dice que el mejor planteamiento consiste en acercarse a aquella 

       zona donde suenan los disparos a ver si al menos logra cruzarse con los animales que han escapado

       a la puntería del afortunado compañero que, aquel día, ha sabido elegir el mejor cazadero.

 

           Esto, no lo pensó uno solo, fueron tres los cazadores, cada uno desde un lugar diferente, quienes 

        se acercaron al lugar donde Gene practicaba el tiro al plato, llevándose todos, una desilusión  

        mayúscula al comprobar en qué se estaban entreteniendo los dos amigos.

 

-          Esto es un engaño, protestó el primero que llegó, rezongando por las falsas expectativas que se había creado. Al oír tanto disparo, pensé que toda la caza del coto se había concentrado en este lugar, y resulta que sois vosotros jugando al plato.

    Gene y Segis rieron por las palabras del enfadado cazador, abandonaron actividad en la que se habían entretenido hasta entonces e invitaron al compañero a beber un trago de la bota; le explicaron que era el bautismo de fuego de Gene como cazador, e incluso le invitaron a tirar también a la tapadera, pero el hombre no estaba dispuesto a desperdiciar cartuchos en este menester y siguió su camino.

   Algo más tarde, cuando los dos amigos siguieron la ruta, al poco rato el perro levantó un bando de perdices, y Segis animó a Gene a disparar:

-          ¡Tírale tú! ¡tírale tú!    

-          Gene disparó y por fin se cobró su primera pieza. Ya podía considerarse cazador.

Estaba anocheciendo, cuando Gene regresaba en su coche, de vuelta a la ciudad, tras su primera jornada de caza e iba haciendo balance de lo ocurrido a lo largo de día. Aquella mañana, había madrugado mucho; como los buenos cazadores salen con el alba a cazar, él ya estaba levantado a las seis de la mañana para viajar hasta el pueblo e iniciar la jornada con las primeras luces del amanecer, tal como había quedado con el amigo. 

El camino de ida, a pesar del madrugón, lo había hecho muy contento, con la ilusión de quien va iniciarse en una actividad que prometía ser de lo más interesante, y ahora, de vuelta a casa, reconoció que de aquella ilusión matutina ya no le quedaba nada. Habían caminado cerca de veinte kilómetros, él no acostumbraba a hacer tan largos recorridos y estaba agotado; sólo habían cazado a lo largo del día tres piezas, Segis dos conejos y él su perdiz, así que el amigo iba sobrado de razón cuando metió un puñado de cartuchos en el bolsillo y decía que ojalá pudiera emplearlos todos; pero lo peor de todo era que, en su fuero interno, no estaba contento consigo mismo por haber matado a aquella perdiz. 

El pobre pájaro vivía en el campo, libremente sin hacer ningún mal a nadie y había llegado un tío con un arma de largo alcance, desde la ciudad, y lo había matado sin necesidad alguna, sólo por gusto. Al coger la perdiz muerta, que le había acercado el perro, y sentirla aún caliente en la mano, sintió hasta desazón. Era evidente que no sentía satisfacción alguna con lo que había hecho.

    Al despedirse de Segis, cuando éste le preguntó si le esperaba el siguiente domingo, las dudas que habían ocupado su pensamiento a lo largo de la jornada habían desaparecido y, aunque ya había tomado una decisión, no quiso comunicársela al amigo en aquel momento.

   Había decidido que aquel había sido su primer y último día como depredador de los pobres animales, y que su bautismo de fuego, como cazador, iba a servir además de entierro.

        

   Una prueba evidente del poco entusiasmo que en él había despertado la experiencia vivida,  sucedió aquella misma tarde cuando su amigo, en un acto de generosidad,  quiso que se llevara uno de los conejos cazados por él, además de la perdiz, y no sólo había rechazado su ofrecimiento sino que se negó a llevar la perdiz -no quería llevar con él nada que le recordara lo ocurrido-; además, el sombrero tan bonito que llevaba, con su pluma y todo, se lo regaló a Segis para que pudiera deshacerse de su vieja gorra, ya que él estaba plenamente convencido de que no iba a volver a necesitarlo.

   Aún quedaba pendiente el asunto de la escopeta con la que había matado al ave, “el arma del

crimen”, era necesario deshacerse de ella cuanto antes y ese había sido el motivo de que el lunes, a   primera hora, hubiera abierto él la tienda para colocar el letrero en la ferretería anunciando su venta.

        

   Al recordar las palabras de Segis, cuando decía que ser cazador era algo genético, como ser hincha del Atlético de Madrid; Gene creyó encontrar una pista de su repentina aversión a la caza . Yo creo que la clave de lo ocurrido posiblemente está relacionada con el futbol, pensaba; si Segis caza y es del Atlético ahora lo entiendo todo; cómo voy a ser un cazador como él, si ya soy del Real Madrid


Nota

*  Esta historia tan surrealista ocurrió realmente, pero los nombres de los protagonistas no son reales,

2 comentarios:

  1. Hola Manolo. En estas fechas es obligado desear feliz navidad a todo el mundo, pero entre amigos este deseo se queda corto. Espero que la vida te sonría y puedas ser feliz no solo estos días sino a lo largo de todo el año. Un saludo

    ResponderEliminar