Actualmente, en España, a los curas podemos considerarlos un bien escaso, las vocaciones viven sus horas más bajas y los seminarios diocesanos están casi vacíos; esto, ha dado lugar a que, tanto en las ciudades, como en el medio rural, sea bastante común que un sacerdote esté al cargo de varias parroquias.
Este es un fenómeno relativamente
nuevo, ya que tiempos atrás había muchos
seminaristas, un buen número de ellos terminaban su formación religiosa y
acababan siendo sacerdotes. Los obispos, a veces, incluso tenían dificultades
para “colocar” a sus subordinados en las distintas parroquias, pues todas
estaban ocupadas por el correspondiente titular, pudiendo permitirse el lujo
de nombrar coadjutores, sacerdotes que ayudaban al párroco titular en sus funciones, en los pueblos con mayor población, e
incluso “exportar” sacerdotes a ejercer su labor pastoral a otras diócesis o países más necesitados de religiosos, que nosotros.
En todas las profesiones existe un estereotipo de cómo debe ser el profesional que se
dedica a una determinada actividad, pero siempre hay algunos personajes que
escapan a esos cánones preestablecidos y los curas no son ajenos a ello.
Últimamente, asistimos al caso de un obispo
que tiene una novia y se quiere casar con ella –hablo del antiguo obispo de Solsona (Lérida) y no de otro- que ha estado recientemente de actualidad en
la prensa, la radio y la televisión; pero no siempre se trata de casos tan extremos, hay algunos curas que,
debido a determinadas aficiones o actividades, llaman la atención del vecindario como ocurría en nuestra
comarca con el cura de los saltos de Saucelle y Aldeadavila. Este hombre, tenía la particularidad de ser gran aficionado a los coches. Mientras
que los compañeros de los pueblos vecinos tenían automóviles bastante modestos y
procuraban que les durasen todo posible, como el resto de la gente, él siempre
circulaba en unos vehículos estupendos y cambiaba frecuentemente de modelo,
causando gran envidia entre los compañeros y resto del paisanaje.
A su favor, hay que decir que viajaba continuamente entre los
dos saltos, por carreteras muy difíciles, varios días a la semana, y hacía muy
bien en tener el mejor automóvil posible para sus desplazamientos.
La gente comentaba, en broma, que poseía un segundo coche, un “Seat
Seiscientos” que lo reservaba para las ocasiones en que tenía que ir al
obispado, con el fin de pasar desapercibido y evitar que “su jefe” se enterara
de que “el cura de los saltos” era quien tenía el que mejor automóvil de toda la
diócesis.
Bueno, otro de los curas que se salía un poco del "prototipo", tenía la particularidad de ser muy cazador. Con una afición desmedida para la caza, para él el año se dividía en dos épocas: Veda abierta (hábil para cazar), y Veda cerrada, de modo que, cuando llegaba esta última, contaba los días que faltaban para que se abriera el siguiente período hábil para cazar
Comentaban los feligreses que en aquel pueblo había dos tipos de misa. En los períodos inhábiles para cazar, las homilías duraban habitualmente de 30 a 45 minutos, ya que el cura las oficiaba sin prisa; subía al púlpito para dirigir la palabra a los feligreses y les soltaba unos sermones
Durante la veda subía al púlpito
tremendos, hablándoles
de lo divino, de lo humano y de más cosas; en cambio, cuando se
levantaba la veda, como tenía que ir a cazar, las misas eran más breves; entonces, ni siquiera subía al
púlpito dirigiéndoles unas breves palabras a los parroquianos desde el altar, a
pie de suelo; estas misas sólo duraban entre 15 y 20 minutos, cosa que
encantaba a la grey ya que, como el período de la caza menor suele
coincidir con la temporada invernal y las iglesias entonces siempre estaban muy
frías, la brevedad de las homilías era un valor muy apreciado por el
vecindario.
Nuestro cura, habitualmente, salía a cazar con otros compañeros; pero
los días festivos, a pesar de que la envidia es uno de los Pecados Capitales,
confesaba sentirla a veces hacia el resto de la cuadrilla debido a que,
mientras que los demás podían madrugar y al amanecer ya estaban recorriendo el
campo a la búsqueda de liebres, perdices y conejos, él, como tenía que cumplir
con sus obligaciones pastorales, debía quedarse en el pueblo para celebrar la
misa dominical; de modo que, aunque abreviara todo lo posible la misma, hasta cerca
del mediodía no podía incorporarse a su
afición.
Uno domingo de otoño, en plena era temporada
hábil para la caza, este hombre, tras decir la misa, breve como era habitual en
esta época del año, nada más acabar la homilía se dirigió a su casa, cambio el
“atrezzo” de sacerdote por el de cazador, recogió al perro que tenía, así como
la escopeta, y a toda prisa salió al campo para aprovechar la tarde, ya que a estas alturas del año anochece pronto, con la esperanza de cruzarse con alguna buena pieza
que llevar al morral.
Él tenía su propio código ético en lo referente a los animales que cazaba y,
aunque muy ecológico no es que fuera, ya que al fin y al cabo mataba todo lo que podía, era bastante acorde con su condición de religioso. El destino de las presas cazadas era el siguiente: cada vez que volvía de una jornada
de caza, sólo conservaba una de las piezas abatidas. El ama que tenía, que era una gran cocinera, la preparaba, y entre los dos, tan ricamente, se la jalaban, En cuanto al resto, unas veces las regalaba a la gente no cazadora y otras se las vendía al
carnicero del pueblo, a bajo precio, empleando el dinero que obtenía en comprar velas para la iglesia. Él decía que los animales eran obra del Creador y por ello no podía obtener ganancia alguna con la
venta de las piezas cazadas.
Llamó al perro, se sentó en una peña a
descansar, sacó el bocadillo que le había preparado el ama, y se puso a comer
tras el infructuoso recorrido que había hecho hasta entonces, a la par que reflexionaba sobre cómo iba desarrollándose la cacería.
Aunque era un día con cielos claros, el sol de
otoño, a estas alturas del año, calienta poco; además, corría en aquellos momentos un vientecillo
fresco del norte, un cierzo que no resultaba agradable, pero la gruesa zamarra que llevaba le
protegía debidamente y estaba a gusto allí, descansando en mitad
del campo, tras la larga caminata; si a ello sumamos que el paisaje era bonito y que pasear es una
actividad magnífica, podríamos pensar que eso era suficiente motivo para estar
satisfecho, pero sus pensamientos no iban en esa dirección
precisamente. Él había salido a cazar, no a hacer senderismo, y de momento no había pasado de hacer esta segunda actividad.
Un auténtico cazador, si sale con la escopeta y el perro al campo, no es para pasear, es para experimentar la emoción de la caza; es para ver cómo salen ante él, ya sea corriendo o volando, a toda prisa, conejos, liebres, perdices...; es para empuñar la escopeta, apuntar con rapidez, calcular la velocidad y la trayectoria de las presas, y disparar. Son unos instantes de emoción, difíciles de explicar, que no los cambia por nada en el mundo. Y no digamos cuando acierta y el perro le acerca la presa abatida. Él había salido al campo a sentir todo eso y hasta ese momento sólo sentía decepción.
Ante las malas expectativas que tenía el asunto -más de dos horas de camino, sin haber podido realizar ningún disparo- estaba muy insatisfecho y, pensando... pensando, de pronto le vino la inspiración (dudo mucho que le llegara por parte del Espíritu Santo en forma de paloma, ya que, con las ganas que tenía de cazar algo, estoy seguro que le hubiera disparado) y tuvo una idea que le permitiría evitar tener que volver a casa de vacío. Aprovechando que estaba solo y nadie le veía, decidió hacer uso de su condición de religioso, con enchufe directo con el cielo, para solicitar la intercesión de alguna divinidad con el fin de que ésta le echara una mano con la caza.
Estaba próximo el día de la Inmaculada
Concepción y, como tenía en la iglesia una imagen de esa virgen, decidió
dirigirse a ella; así que juntó las manos, dirigió su mirada al cielo y, con
mucha fe, exclamó:
-
¡Oh Señora! Haz
que salga algo de caza. Si mato una perdiz se la llevo a Nano, el carnicero, y
con el dinero que me dé por ella te compro una vela. Si cazo dos, las
repartimos.
No sé si la Virgen, realmente, tuvo que ver
algo en ello, o todo fue fruto del azar, pero el caso es que, cuando nuestro cura
cazador reanudó su recorrido y apenas había avanzado cien metros, el perro
olfateó algo, echó a correr, ladrando fuertemente, entre unas escobas y el cura pudo ver cómo dos perdices levantaban el vuelo desde el suelo, con gran
celeridad, al sentir el perro tan cercano.
El cazador, muy excitado, cogió rápidamente la
escopeta superpuesta que tenía, con capacidad para dos disparos, y apuntó raudo
a los dos pájaros que intentaban alejarse del lugar. El primer disparo resultó infructuoso, no
acertó a ninguna de las aves; en cambio, con el segundo sí tuvo éxito y consiguió
abatir a una perdiz.
A ver el resultado del lance, el cura
exclamó:
- - Hay que ver lo aprisa
que vuela la perdiz de la Virgen.
Saludos,
ResponderEliminar-Manolo-
Hola Manolo. Hay varios cuentos e historias, muy populares, relacionadas con la caza y este uno más. Recuerdo que me lo contó la misma persona, varias veces, durante varios años seguidos, supongo que cuando llegaba la época de caza la mente le llevaba a estos pensamientos y recuerdos. Una de ellas incluso le corregí pues había cambiado de santo y ya no era la Virgen a quien se encomendó el cura, respondiéndome el narrador que, al tratarse de un cuento, eso daba igual así que el santo protagonista era el que quisiera colocar el narrador en cada momento.
EliminarMe has hecho sonreír, José. Un abrazo, primo.
ResponderEliminarMe alegro de ello.
EliminarEn navidades iré a Salamanca. Cuando esté llamo un día.
Como comentamos el otro día, las ocasiones para verse hay que buscarlas y no dejarlas al azar.
Un abrazo