sábado, 23 de enero de 2021

El ultimo cabrero



   Cuando era niño, hace…vamos a dejarlo, tendría unos ocho o nueve años, una tarde, en la escuela, nos preguntó el maestro qué queríamos ser de mayores. A esa edad, entonces y ahora, uno sólo vive el presente y el presente de los niños consiste en jugar y pasarlo lo mejor posible, así que este tipo de preguntas, tan trascendentes, quedaban un poco fuera de lugar; de todos modos, nosotros, muy obedientes, contestamos raudos a lo que nuestro profesor nos había preguntado.

   Las respuestas que dimos fueron variadas. Hoy, seguramente, algún espabilado hubiera dicho que en el futuro querría ser diputado, senador, presidente del gobierno, de la autonomía, de la diputación, o vaya usted a saber. En resumen, un profesional de la política, gente que, la mayoría de las veces, sin realizar esfuerzo académico alguno, ocupa cargos, siempre bien remunerados, y que, aunque son elegidos para servir al ciudadano, casi siempre a lo que dedican es a servirse a sí mismos. Claro que era otra época, estos personajes no existían entonces, y fuimos contestando, uno a uno, lo que nos pareció más oportuno.

  Hubo contestaciones de todo tipo, unas más normales y otras más pintorescas. Alguno, a pesar de no haber visto el mar en su corta vida, quería ser capitán de un barco; a otro esto debió parecerle poco y respondió que él iba a ser almirante; también hubo un aspirante a torero, a cantante famoso, a piloto de avión; otro eligió ser futbolista, creo recordar que del Real Madrid. El último de la clase – entonces, el orden para sentarse en los pupitres lo establecía el grado de conocimientos de cada uno- hoy pienso que fue el más sabio de todos, demostrando que ocupaba aquel lugar injustamente, ya que eligió ser rico directamente, sin que tuviera que mediar profesión alguna por medio.

   Así, uno a uno, los treinta niños que íbamos a aquella clase, todos varones - entonces los niños y las niñas estudiábamos en las aulas separadas -, fuimos exponiendo nuestras preferencias futuras.

  Uno de los compañeros la respuesta que dio, fue que quería ser pastor de cabras.

  Al día siguiente, por la mañana, el aspirante a pastor, nada más entrar el maestro en el aula, dijo en voz alta:

- ¡Don Emiliano! ¡Que ya no quiero ser pastor!

- ¡Bueno, hombre! Me parece muy bien que ya no quieras ser pastor, respondió el maestro mientras tomaba asiento en su la mesa. ¿Entonces qué quieres ser?

- No lo sé todavía -contestó nuestro compañero algo confuso- es que cuando le conté a mi padre, que había preguntado usted qué queríamos ser de mayores, y le dije que había respondido que cabrero, me dio un tortazo y dijo que estaba tonto, que un pastor trabaja mucho y gana poco, y que lo de ser pastor ni se me “pasara por la cabeza”.

- Algo de razón tiene tu padre. Respondió el maestro. Un pastor es verdad que gana poco, pero todas las profesiones son dignas y no creo que uno tenga que ganarse un guantazo por querer ser pastor. Cuando vea a tu padre, hablo con él.

- Después -continuó hablando nuestro colega- le dije que quería ser otra cosa y también se enfadó mucho conmigo.

- ¿Y qué le dijiste, la segunda vez, que querías ser? Inquirió con curiosidad don Emiliano.

- Como mi padre dijo que uno tiene que buscar un oficio donde se trabaje poco y se gane mucho, entonces le dije que, en vez de pastor, quería ser atracador de bancos.

- Y, claro, te ganaste otro pescozón. Afirmó el maestro.

- No. Cuando vi que se acercaba mi padre eché a correr. Respondió el compañero con mucha naturalidad (entonces, ese tipo de pedagogía, tan explícita, era demasiado común; tanto en la escuela como en nuestras casas). Así que ahora no sé lo que quiero ser, concluyó el chico.

- No te preocupes. Contestó el maestro, sin poder disimular una risa floja. Eres muy joven y tienes mucho tiempo por delante para pensar lo que vas a ser en el futuro. Pero un atracador de bancos, aunque gane mucho en poco rato, es un delincuente. No lo olvides. Yo espero que ninguno de vosotros acabéis siendo un delincuente. Estas últimas palabras las hizo ya extensivas a toda la clase.

   En aquel momento, reconozco no me llamó excesivamente la atención que mi colega quisiera ser cabrero, ni que el padre al enterarse que el hijo quería ser pastor, se hubiera enfadado con él de esa manera y que éste perdiera súbitamente la vocación, tras la accidentada conversación que había tenido con el progenitor.

  Años más tarde, lo comprendí todo. El padre de ****** Voy a obviar su nombre, era cabrero, sabía mucho de la profesión y aspiraba, como todos los padres, a que su hijo tuviera un oficio que le permitiera ganarse la vida dignamente, sin pasar las penalidades que conllevaba, al menos en aquella época, ser pastor de cabras.

   En los pueblos, hasta no hace mucho tiempo, había una serie de oficios que han ido desapareciendo progresivamente a medida que ha ido evolucionando la sociedad; unas profesiones, que antes eran necesarias, dejaron de serlo al ir perdiendo progresivamente su función como el colchonero, hojalatero, pregonero, alfarero, guarda jurado, herrero, lavandera, matancera … y en ellas hay que incluir al cabrero comunal.

  La figura del cabrero era casi una constante en todos los pueblos. Muchas familias tenían unas cuantas cabras, pocas, y como llevar dos, tres, cuatro… animales al campo a pastar, vigilándolas todo el día, no resultaba rentable, era necesaria la figura del cabrero comunal. Éste hombre, que era contratado por la Hermandad de Labradores y Ganaderos, se ocupaba de cuidar las cabras de todo el vecindario. Los contratos duraban un año y comenzaban y terminaban el día de San Juan, una de las fechas más señaladas en el mundo rural; entre otras cosas, era el día en el que los criados cambiaban de amo. Los honorarios que recibía el cabrero, procedían de una pequeña cuota que pagaban los dueños de las cabras por cada cabeza de ganado.

  En nuestro pueblo, el cabrero comenzaba su jornada, con las primeras luces del día, recorriendo las calles para recoger las cabras de la gente. Cuando llegaba a la plaza y a otros sitios estratégicos, señalados de antemano como lugares de encuentro, hacía sonar un cuerno de vaca, que siempre llevaba consigo y la gente iba a su encuentro, a llevarle las cabras. Una vez que la piara ya estaba completa, al frente de su ejército caprino y los perros, que siempre le acompañaban, salía al campo donde permanecería hasta al atardecer.

  Cuando volvía al pueblo, el proceso era más rápido ya que, simplemente, hacía sonar el cuerno para avisar que estaba de vuelta y las cabras, que sabían perfectamente el camino hasta el domicilio de los respectivos dueños, de dirigían hacia los mismos sin necesidad de que nadie las guiase.

  El trabajo de cabrero no exigía grandes esfuerzos físicos, pero las condiciones laborales eran poco favorables. Trabajaba los 365 días del año, sin descanso en los días festivos;  las vacaciones eran pura ciencia ficción -no entraban en su cartera de servicios-, ya que las cabras acostumbran a comer todos los días, y su horario se prolongaba desde el amanecer hasta el atardecer.

  Resultaría más poético decir que trabajaban de sol a sol, pero la realidad es que muchos días, en invierno, al sol ni lo veían viéndose obligados a pasar jornadas enteras expuestos a fríos, lluvias, heladas, nieblas, vientos, tormentas…

  En nuestra comarca, es bastante común ver en el campo arrimaderos, abrigaderos y casetos, unas singulares construcciones de piedra que usaban los pastores para protegerse de las inclemencias del tiempo. Yo, aún guardo en mi recuerdo la imagen de los viejos pastores, en el medio del campo, a la
Abrigadero

intemperie, soportando estoicamente, en invierno, las inclemencias del clima mientras guardaban el

ganado, envueltos en una manta, con el pasamontañas tapándoles la cara hasta los ojos. Cuando tenían ocasión, se sentaban en uno de estos abrigaderos, que eran sus lugares de “confort”, y allí intentaban calentarse al lado de una hoguera que previamente habían encendido.

   Si a la dureza del oficio le sumamos que el sueldo era muy escueto, no es nada extraño que el padre de mi compañero, con largos años en el oficio a sus espaldas, se enfadara con su hijo cuando le dijo que quería seguir sus pasos.

  Pastores, actualmente, hay pocos, y los que hay, generalmente, se dedican a cuidar su propio ganado; en cuanto a los cabreros comunales, podríamos catalogarlos como “una especie en extinción”. Conocí un pastor de los que guardaba su propio ganado, y decía así.

  - Este oficio no es para la gente de ahora. Mira si estará mal la cosa, afirmaba este hombre, con ironía, que a los pastores ya “ni siquiera se nos aparece la Virgen”.

   Hace unos meses, vi un documental en la televisión que hablaba sobre los cabreros, donde ponderaban “las excelencias” del oficio y lo beneficioso que es el ganado caprino para los montes, ya que, al comer muchos arbustos y otras malezas, contribuyen eficazmente a prevenir los terribles incendios forestales que todos los veranos asolan nuestros campos; además, en dicho programa se valoraba muy positivamente la gran aportación que los cabreros han realizado a nuestra cultura tradicional.

  Concluía el documental afirmado que nuestra sociedad no puede permitirse el lujo de prescindir de estos profesionales, y que es imprescindible mantener a toda costa estas formas de vida. Demasiada retórica si consideramos que el reportaje incluía una entrevista a un cabrero de 64 años, que confesaba ser último cabrero que quedaba en su pueblo.

  Las cabras, son unos animales magníficos y, además de ser muy beneficiosas para el ecosistema, nos proporcionan una leche estupenda con la que se elabora un queso excelente; en cuanto a la carne de cabrito, sólo podemos hablar de sus excelencias; un dicho popular, relacionado con esto dice: “Triste fin el del cabrito. Acaba cabrón, o acaba frito”.
  
  Coincido plenamente con el comentarista del documental sobre el beneficio que supone, para nuestros campos, la existencia de las cabras, pero la propuesta que hacía de mantener estas formas de explotación tradicional en régimen extensivo, donde el cabrero sale a diario al campo, a pastorear el ganado, a cambio de unos ingresos muy ajustados, creo que es poco realista. Seguramente, es mucho más rentable atracar bancos, como decía mi compañero en la escuela; por cierto, muchas veces, cuando voy al banco, el que se siente atracado soy yo.

Nota

* El ultimo cabrero que hubo en mi pueblo, allá por la década de 1950, un día de San Juan, decidió no renovar el contrato y nadie quiso ocupar el puesto. Desde entonces, el sonido del cuerno que todos los amaneceres y atardeceres retumbaba por las calles del pueblo, no ha vuelto a oírse.

* Mi compañero, finalmente, no fue cabrero. Seguramente, “aquella conversación” que tuvo con su padre, cuando íbamos a la escuela, fue el hecho decisivo que le disuadió de ello. Cuando le vea, pienso preguntárselo.

5 comentarios:

  1. Los cambios eran unos días más tarde, casi siempre eran por San Pedro,aunque por poco tiempo, mas cerca de los contratos estivales

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  2. Y un placer leer estas historias y como las cuentas

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  3. “El último cabrero”, otra historia, otra joya para tu blog y para nuestro Rincón bloguero. Tan interesante y curioso, como divertido. En La Zarza también había Cabrero. Un recuerdo para uno de los últimos cabreros de nuestro pueblo: Agapito (fallecido).

    Recuerdo, también, que los cerdos los aventaban, echaban, en una época del año a determinada zona del campo; una persona o varias, los rejuntaban y llevaban hasta la zona prevista. Luego al atardecer los cerdos regresaban, solos, cada uno a su cuadra.

    Y tú José, a tus 8 años ¿qué contestaste al maestro sobre lo que querías ser de mayor?...

    La foto del abrigadero, me lleva a nuestras cabañas, chozos y Arrimadores

    -Manolo-

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    1. Efectivamente, también había un porquero e incluso en algunos pueblos un vaquero que cuidaba las vacas de todo el pueblo. Yo ya no conocí a ninguno de ellos en mi pueblo. Los vi en otros lugares.
      En cuanto a que contesté, yo entonces quería ser piloto de avión. Pero ya ves que no acabé siéndolo, en realidad, creo que casi ninguno acabamos siendo lo que le dijimos aquel día a don Emiliano, el maestro. Un saludo

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