jueves, 8 de agosto de 2019

La Serpiente del Verano (II)

                                                         

   En nuestra comarca, hasta finales del siglo pasado, la gente que se dedicaba al campo eran agricultores y ganaderos a partes iguales; ahora, en cambio, son fundamentalmente ganaderos quedando la agricultura relegada a un segundo plano, salvo en los pueblos que son ribereños del Duero donde las laderas del río, debido al microclima allí existente, permiten cultivos de tipo mediterráneo, especialmente árboles frutales.
   Hace años, cuando la agricultura aún constituía una parte fundamental del sustento de nuestros paisanos, en la mitad del siglo pasado, Higinio Severino, uno de los personajes más notables y conocidos de nuestra provincia, en aquella época, tenía numerosas posesiones en la comarca y fuera de ella. En nuestro pueblo, concretamente, poseía una mina y, además, era dueño de “La Zaceda”, una finca en la que entonces había una extensa viña, dedicándose el resto del terreno a la explotación extensiva de ganado, y para realizar las tareas, tanto agrícolas como ganaderas, el dueño tenía encargado.
   A lo largo del tiempo, en La Zaceda, fueron sucediéndose varios encargados, viviendo todos ellos en la propia finca, a excepción del último: Agapito. Este hombre, ya residía con su familia en el
La Zaceda
pueblo y todos los días acudía desde allí a  efectuar su trabajo.
   Los encargados, en determinadas épocas del año, necesitaban ayuda para la realización de diversas tareas, tanto en la viña como con el ganado, y, en estos casos, el dueño de la finca contrataba empleados eventuales para que ayudasen a los primeros. Por ello, aquel verano, además de Agapito, trabajaban en la finca dos empleados más: Gene (Generoso), un hombre de mediana edad, y un hijo de éste, “Poli” (Apolinar), que tan solo tenía de 15 años.

   Actualmente, es impensable ver trabajando a un chico/a de esa edad debido a la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), una ley que obliga a todos los chicos/as a acudir a los centros educativos a estudiar -otra cosa es que lo hagan-, hasta los 16 años; pero entonces, antes de esa edad, incluso a los 10-12 años, era muy común que los muchachos/as abandonaran los estudios porque no querían seguir haciéndolo; o bien, porque, aunque quisieran, la economía familiar no lo permitía.
   A los chicos que abandonaban los estudios, aunque tuviesen unas edades tan tempranas, los padres los obligaban a trabajar y, aunque habitualmente lo hacían dentro del ámbito familiar desarrollando actividades “adaptadas” a la edad como guardar rebaños de cabras u ovejas, en el campo, todo el día, solos, soportando fríos, calores, lluvias, vientos, etc ; también trabajaban como peones de albañil haciendo la masa del cemento y transportando materiales, o en las faenas agrícolas, como era el caso.
   Cuando uno acababa la escuela a los 10 años, como entonces sólo había institutos en las ciudades, los padres que querían (y podían) que sus hijos estudiaran el bachillerato, llevaban a los chicos/as a estudiar a colegios de monjas (ellas), y de frailes, (ellos), casi siempre a Salamanca, en régimen de internado -el ir de seminarista a Ciudad Rodrigo, también era otra opción bastante común para los varones- 
   En estos internados, los padres confinaban a sus hijos durante largas temporadas -a lo largo del curso, sólo volvían a casa en Navidad y Semana Santa-, y quedaban muy satisfechos ya que los religiosos y religiosas se ocupaban de todo: proporcionaban a los alumnos el alojamiento y los estudios y, además, los “educaban”.
   Los progenitores estarían contentos, pero los alumnos no lo estaban tanto debido a que el régimen de vida en los internados de entonces, tanto masculinos como femeninos, era muy rígido -por qué será que los muchachos/as que vivieron tal experiencia, durante aquellos años, cuando ven películas de temática carcelaria, a muchos les recuerda tan vívidamente su estancia en los colegios religiosos- 
   Apolinar, desde los once años, había estado estudiando en uno de estos colegios y, después de cuatro años, en vez de estar plenamente adaptado ello, cada vez estaba más harto de esta forma de vida estudiantil semi carcelaria; así que, al acabar el último curso, había renegado de estudiar ante el enorme disgusto de sus progenitores que, como todos los padres, deseaban que su hijo “el día de mañana” fuera un “hombre de provecho”.
    El muchacho, para convencerles de que lo suyo no era ningún farol, y que la cosa iba muy en serio, apenas había estudiado durante el último curso y, al contrario de lo que hiciera en los anteriores, en los que lo había aprobado todo con suficiencia, en el actual había suspendido no una, sino varias asignaturas en junio; además, le había dicho a sus padres que no pensaba volver ni a examinarse en septiembre, porque ya no quería seguir estudiando -en realidad, lo que pretendía era no era volver, bajo ningún concepto, al internado, ya que para él debía ser algo así como un campo de concentración light-.
   Los padres, orgullosos de que su hijo hubiera estudiado hasta entonces, obteniendo buenas notas; al conocer las intenciones de éste, de “colgar los libros”, se llevaron un disgusto tremendo. Una vez que pasó el momento álgido del conflicto, con los correspondientes “dimes y diretes” que ocurren en estas circunstancias, el padre decidió hacer pedagogía con el hijo; así que, tras dejarle descansar una semana para que se divirtiera todo lo posible y supiera valorar lo que son unas vacaciones, le llevó con él a trabajar al campo - El horario habitual que tenía entonces la gente, que trabajaba en el campo, era “de sol a sol”. Sólo se tomaba un descanso a mediodía para comer y sestear un poco a la sombra de alguna pared o árbol-.
   Generoso, el padre, pensaba que si el hijo llegaba a conocer de primera mano la dureza de las tareas del campo, rápidamente, se arrepentiría de su decisión, reflexionaría, y así, muy motivado, se pondría a estudiar para septiembre; pero, para su sorpresa, llevaba dos semanas trabajando con él, y le veía contento -por lo visto, para Apolinar, la alternativa de volver al internado con los frailes aún era peor que aquello-.

   Bueno, pues aquel día del mes de julio, eran ya las ocho de la tarde y, aunque aún quedaban casi dos horas de luz solar, como lo apalabrado con el encargado era que a esa hora finalizaba el horario de trabajo; ambos, padre e hijo, aún dentro de la finca, se dirigieron desde el lugar donde habían estado haciendo sus labores, hasta otra zona de ésta donde les esperaba Agapito, el encargado, para reunirse con él y regresar los tres juntos al pueblo.

   Iban siguiendo un camino de tierra, a paso lento, cansados tras la larga jornada laboral, y llevaban un perro que iba delante de ellos abriendo el camino. De pronto, el chucho se paró en seco, enderezó las orejas, se le erizó el pelo y alzó una de las patas delanteras en actitud de acecho, por lo que sus dueños detuvieron también su marcha al comprobar que el perro había detectado algo.
    Ambos, Gene y Poli, estaban convencidos de que debía haber algún conejo o liebre muy cerca, seguramente en su madriguera, el perro lo había olido, y estaban a punto de asistir a un lance de caza…pero si pensaban que iban a volver a casa con un conejo, para comerlo al día siguiente, estaban apañados. Unos metros más adelante, por el borde derecho del camino, vieron aparecer un enorme bastardo con la intención de cruzarlo a toda prisa; más el perro se puso a ladrar fuertemente acercándose al reptil, cortándole el paso.
   El ofidio detuvo su avance mientras que el chucho, muy excitado, se acercaba y alejaba de él alternativamente, sin dejar de ladrar, girando a su alrededor para impedirle el paso, a la par que buscaba una posición idónea para atacarle. El reptil, a su vez, al ver al perro dando vueltas a su alrededor, con intenciones poco amigables, al sentirse acorralado, irguió la cabeza y la parte anterior del cuerpo más de un palmo, desde el suelo, en actitud defensiva, siseando fuertemente. A la vez que el perro seguía moviéndose alrededor del bastardo, sin parar, impidiéndole la retirada; éste, muy atento, giraba la cabeza en todas las direcciones, siguiendo los movimientos de aquel inoportuno enemigo que se había interpuesto en su camino.
   Gene y Poli, nerviosos, asistían atentos al enfrentamiento de la culebra bastarda y el perro, viendo cómo ambos animales, mamífero y reptil, empleaban de forma instintiva sus respectivas armas de ataque y defensa. Poli, se aproximó un poco a los dos contendientes y azuzó al perro para que atacara y acabara con su enemigo; pero éste, viendo el tamaño del adversario y su actitud amenazante, se lo pensaba mucho. Estaba acostumbrado a cazar conejos, cuya única defensa consiste en huir lo más rápido posible, para escapar de las fauces del atacante, y esta era la primera vez que se enfrentaba a un bicho de estas características.
   En un momento dado, el perro, con un rápido movimiento, se aproximó al bastardo y logró morderle la cabeza, intentando así acabar con él; y éste, a su vez, enroscó fuertemente su cuerpo en el cuello del chucho, dando varias vueltas, intentando estrangularlo.
   Hubo un momento de la lucha, entre ambos contendientes, en el que ésta estuvo muy equilibrada, sin que fuera posible prever quién iba a resultar vencedor de aquella extraña batalla ya que, mientras el perro mordía fuertemente el cuello del bastardo, sin soltarlo un momento; el reptil se defendía comprimiendo el cuello de su enemigo, con su potente cuerpo enrollado alrededor del mismo.
   Tras unos segundos de lucha que parecieron eternos, la victoria comenzó a decantarse a favor del perro y el bastardo fue aflojando la presión en el cuello de éste. El chucho, que mantenía la parte anterior del reptil -la cabeza y el cuello- en su boca, comenzó a sacudir violentamente la cabeza hacia los lados, intentando desprenderse del cuerpo de la culebra, que aún permanecía enroscada en su cuello, y su esfuerzo tuvo recompensa ya que, poco a poco, fue consiguiéndolo.
   En estas estaba, sacudiendo la cabeza hacia los lados, para quitarse de encima el largo cuerpo del reptil que, a estas alturas del combate, ya no ofrecía resistencia alguna, y,debido a la violencia de las sacudidas del perro, en un momento dado, el ofidio salió despedido por los aires en lo que parecía el final de la batalla; pero el azar quiso que el bastardo, al salir despedido, fuera a parar a cuello de Apolinar, donde quedó colgando a modo de una corbata con el nudo sin hacer.
   El chico, al sentir la culebra encima, horrorizado; incapaz de moverse por la tremenda impresión que se llevó, notó que todo empezaba a dar vueltas a su alrededor, perdió el conocimiento y cayó  pesadamente al suelo, como si fuera un fardo.
   Gene, al ver a su hijo tendido en el suelo, inconsciente; a toda prisa se acercó hasta él, cogió el ofidio con sus manos y lo retiró del cuello del chico, sin plantearse siquiera que aún pudiera estar vivo; pero el bicho, tras las fuertes mordeduras del perro, ya estaba muerto y pudo quitarlo con facilidad.
   Apolinar, al desplomarse, había caído sobre un hombro y terminó tendido boca abajo, sobre la tierra del camino; por lo que el padre le dio la vuelta, poniéndolo boca arriba y, muy agitado, le llamaba insistentemente a la vez que le daba unas suaves bofetadas en la cara para que se reanimara. Pero el hijo permanecía inmóvil y sin reaccionar ante sus llamadas, cosa que le alarmó.
   - ¡Poli!...¡¡Poli!!...¡¡¡Poli!!!
   Volvió a llamarle Gene por su nombre, a la vez que volvía a darle, no unas suaves bofetadas en la cara, como hiciera anteriormente, sino unos tortazos tremendos; mas, como viera que seguía inerte en el suelo, sin responder a los golpes, se temió lo peor.
   No sabiendo qué hacer, como los teléfonos móviles aún tardarían más de 30 años en ser artículos de uso común, decidió pedir ayuda y echó a correr, a toda prisa, hacia donde se encontraba el encargado de la finca, unos doscientos metros más adelante, que estaba ya esperándolos para volver al pueblo.       Cuando llegó hasta donde estaba Agapito, le contó lo sucedido y ambos, a toda prisa, volvieron hasta el lugar donde Apolinar quedara tendido. Cuando ya se encontraban cerca, con gran alivio, pudieron comprobar que el chico estaba sentado en el suelo.
   - ¿No decías que estaba muerto? Preguntó el encargado, que iba jadeando por el esfuerzo de la carrera.
    - ¡Eso llegué a pensar! Respondió Generoso, muy aliviado. ¡Menos mal que no es así!
    Al llegar al lado del muchacho, que aún permanecía sentado en el medio del camino; vieron que éste, aunque había recuperado la conciencia, aún estaba un poco aturdido y les miraba con una cara extraña. Así que el padre le preguntó: 
   - ¡Poli! ¿Cómo estás, hijo? ¿Te encuentras bien?
    Apolinar, tras el susto y el posterior golpe que se había dado, aún no parecía ser plenamente consciente de lo que había sucedido y se palpaba el cuello continuamente para asegurarse de que allí no tenía bastardo alguno. Además, como sus pensamientos aún fluían con gran lentitud, permanecía indiferente a las palabras del padre, al que parecía no oír.
   - ¿Estás bien hijo? Volvió a preguntar Generoso.
   - No lo sé, padre. Estoy muy raro. Me duelen la cabeza y la cara un montón...y también el hombro derecho; en cambio, en el cuello no siento nada. ¿Viste si el bastardo me mordió? ¿Dónde está? ¿Y si es una víbora y el veneno se me está extendiendo por la cabeza y la cara, y me voy a morir dentro de un rato? Preguntaba el muchacho atropelladamente -Era evidente que estaba aterrorizado-.
   - ¡Tranquilízate hijo, que no te mordió! Respondió su progenitor. Por el tamaño, estoy casi seguro de que era un bastardo y no una víbora; además, es imposible que te mordiera porque ya estaba muerto cuando lo soltó el perro y te calló encima. Lo que pasa es que, por la impresión, caíste al suelo y te diste un “cogotón” tremendo. Has perdido el conocimiento un buen rato y yo me temí lo peor, por eso fui a buscar a buscar a Agapito. Menos mal que estás bien y no ha pasado nada.
   - ¿Y el bastardo, dónde está ahora? Preguntó el chico, que continuaba tocándose insistentemente el cuello, sin poder disimular el pavor que aún tenía en el cuerpo; mientras, de reojo, miraba con desconfianza el terreno a su alrededor.
   - Te lo quité del cuello y lo tiré. Respondió Gene. Está muerto del todo, no te preocupes. El perro le destrozó la cabeza. ¿Quieres que lo busque y lo traigo para que lo veas?
   - ¡¡¡Noooo!!! Respondió Apolinar casi gritando. ¡No quiero ver de cerca a ningún bicho de esos, ni vivo…ni muerto!
 
   Mientras padre e hijo conversaban, Agapito se había acercado al reptil que permanecía inerte, al lado del camino, panza arriba. Con la punta de la bota le dio la vuelta para examinar la cabeza y el dorso, y dijo:
   - ¡Poli!, puedes estar tranquilo. Es un bastardo, no hay duda alguna. A las víboras se las distingue muy bien: son mucho más pequeñas, no suelen pasar de medio metro; su cabeza es triangular y muchas tienen un dibujo en forma de X o de V en ella, entre los dos ojos; además, a lo largo del cuerpo tienen una raya en zigzag. Este bastardo, en cambio, es enorme: mide cerca de dos metros, la cabeza está destrozada por las mordeduras del perro, pero si no fuera así, la tendría alargada, y le falta la línea en zigzag. Por el tamaño que tiene, debía tener por lo menos 3 años. A la gente les da mucho miedo de ellos, pero son inofensivos y, si pueden, siempre escapan cuando se acerca alguien; lo que pasa es que el perro no le habrá dejado.
    Durante “los Años del Hambre” -siguió hablando el encargado-, a estos bichos, había gente que se los comía. Son todo músculo y dicen que su carne está muy buena; aunque yo, por suerte, nunca he tenido necesidad de probarla. 
   (Los “Años del Hambre”, no es el título de ninguna precuela o secuela de la conocida película “Los Juegos del Hambre”. En España, son conocidos popularmente, con este nombre, los años posteriores a la Guerra Civil (década de 1940); en esa época, debido al desastre humano y económico que acarrean todas las contiendas, sumado al bloqueo internacional que sufrió nuestro país por tener un régimen dictatorial “amigo“ de los alemanes, durante las Segunda Guerra Mundial, en España hubo una carestía tremenda de alimentos y esto hizo que mucha gente muriera literalmente de hambre. En esa época de penuria, tal como ocurría antes en algunos países de África, cuando había  fuerte sequía, con la consiguiente hambruna, todo animal que volara, nadara o anduviera sobre la tierra, era susceptible de servir de alimento).

    Apolinar, tras la aclaración de Agapito, se tranquilizó bastante, pero no estaba a gusto. Aún permaneció sentado en el suelo un rato y, al fin, decidió levantarse; cosa que hizo sin dificultad, comprobando que se mantenía de pie sin problema alguno.
   - ¿Y por qué me duele tanto? Continuó preguntando.
   - ¿Qué es lo que te duele?, contestó el padre.
   - La cabeza… la cara…este hombro. Yo que sé…me duele todo. Contestó el chico, que ya no lograba disimular unas lágrimas en los ojos - Había pasado tanto miedo y había sido tan grande la impresión que se había llevado, que hasta ahora había sido incapaz de llorar-.
   - Caíste de lado y después te diste un golpe con la cabeza sobre el suelo, por eso te duelen el hombro y la cabeza; en cuanto a la cara, creo que el culpable he sido yo porque te di unas bofetadas, ya que no respondías. Pero por lo demás, todo está muy bien y no ha pasado nada; así que tienes que estar muy contento.
   Dijo Gene, que estaba muy feliz tras comprobar que a su hijo, aparte del susto, no le había  sucedido nada grave. .
   Apolinar, al escuchar las palabras de su progenitor, le miró incrédulo. Acababa de pasar el peor rato de su vida; aún se sobrecogía al recordar cómo el reptil llegó “volando” hacia él; al sentirlo en el cuello, había sentido tal pavor que había perdido la conciencia y caído al suelo, dándose un porrazo “morrocotudo”; su padre para “reanimarle” le había arreado en las mejillas unos tortazos tremendos que aún le seguían doliendo a pesar del rato transcurrido...y encima decía que no había pasado nada y “que debía estar muy contento”. ¡Hay que ver lo valiente que es la gente, cuando los problemas le suceden a los demás!
   Mientras volvían al pueblo, los tres subidos en el tractor; Agapito al volante y el padre y el hijo sentados en el pescante del remolque. Apolinar, que no tenía gana alguna de hablar, iba muy pensativo.
   Hay hechos que son fundamentales en la vida de las personas, vivencias que a veces determinan un antes y un después en la biografía de cada uno, y este suceso lo fue para Poli.
   A pesar de que sus pensamientos aún permanecían algo espesos tras lo sucedido; aquella tarde de verano, en el viaje de regreso al pueblo, subido en aquel tractor, tomó una decisión que iba a ser fundamental para su futuro: Decidió que seguiría estudiando.
   ¡Quién le iba a decir que el plan, que con tan poco éxito había ideado su padre, llevándole a trabajar con él al campo, para que recapacitara y retomara, iba a tener éxito gracias al "encuentro" con aquel bastardo!  
   Se examinaría en septiembre de las asignaturas suspensas y haría lo posible y lo imposible para aprobarlas con buena nota y así poder mantener la beca que tenía. Si la cosa se daba bien, incluso iría a la universidad. ¡Eso sí! Convencería a sus padres para hacerlo sin volver al internado…eso no era negociable.
   Conocía a algún chico que estudiaba en la ciudad, como él. Iba al instituto y se alojaba en la casa de una familia, que le alquilaba una habitación. Esa podía ser la solución.
   La decisión estaba tomada y sus pensamientos ahora ya fluían con total nitidez: Si el futuro que le esperaba pasaba por ir a trabajar al campo, de sol a sol, expuesto a tener encuentros con bichos, como el que acababa de tener, prefería seguir estudiando de modo que en el futuro el bicho más peligroso al que tuviera que enfrentarse fuera su jefe.

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