Asuntos divinos y
profanos
El final del invierno
Los misioneros/as son gente admirable que
dedican su trabajo, y su vida, a ayudar a los más necesitados desarrollando una
gran labor en los países más pobres. Actualmente, también existen ONG que prestan ayuda a los ciudadanos de otros países en
situaciones de pobreza, enfermedad, hambre…, pero, hasta no hace muchos
años, esta labor era desarrollada,
fundamentalmente, por este colectivo de hombres y mujeres extraordinarios.
Aunque pueden ser seglares, en su gran
mayoría son religiosos, y allí donde van, además de acristianar a la gente, intentan mejorar las condiciones de vida de
esas personas prestando ayuda sanitaria, alimentaria, educacional…. Pero, para desarrollar estas actividades , no basta con ser personas virtuosas y tener
buenas intenciones, también son necesarios medios materiales; por decirlo de
otra forma: si los misioneros pretenden
vivir en otros países, construir escuelas, consultorios, capillas, pozos de agua potable y una larga lista de cosas, en aquellos lugares donde realizan su
labor, necesitan dinero y éste nunca es
suficiente (ni en las misiones, ni en ningún otro lado, todo hay que decirlo). Por este motivo, a mediados del siglo pasado, en las décadas
de 1960 y 1970, algunos misioneros, cuando volvían a España de vacaciones desde
los países donde desarrollaban su trabajo, aprovechaban su estancia aquí para visitar
las parroquias de los pueblos, solicitando ayuda económica, con el fin de poder
seguir desarrollando su actividad en aquellos lugares. En realidad, era una continuación de su labor
misionera: aquí recogían lo que podían, y allí lo distribuían después.
Cuando venían a los pueblos, habitualmente, lo hacían en tiempo cálido: primavera o verano; pero
un año llegaron a nuestro pueblo
en la primera quincena de marzo, a finales del invierno.
En estas fechas, aunque la primavera cronológica ya está
próxima, a veces no ocurre lo mismo con la primavera climática pues el ambiente
aún sigue siendo demasiado invernal, manteniéndose las temperaturas
excesivamente bajas, como ocurría aquel año.
Las iglesias suelen ser lugares bastante frescos;
este hecho, que durante el verano es estupendo,
cuando llega el invierno no lo es
tanto, y en los pueblos, como antes en ninguna de ellas había calefacción,
en esta estación eran auténticas neveras.
Las iglesia suelen ser sitios frescos |
Durante
los días que permanecían los misioneros en el pueblo se celebraban diversos actos religiosos (rosarios, misas, o simples
reuniones) en el templo, y, debido a que el clima, aquel año, aún era bastante frío, el párroco y los dos misioneros que habían
venido al pueblo, en esta ocasión, conscientes de la situación, hablaron del
tema y llegaron a la conclusión de que una cosa es ser buen cristiano y otra quedarse congelado en la templo (debieron pensar que la iglesia católica ya
tenía muchos mártires, y que no
necesitaba más), así que acordaron que el número de actos con los feligreses se mantendría, pero
procurando que duraran el menor tiempo posible.
Las celebraciones religiosas tenían lugar al
caer la tarde y, más o menos, transcurrían de este modo: El párroco del pueblo
oficiaba el acto religioso oportuno,
acompañado de los misioneros y, en un
momento dado, uno de estos tomaba la
palabra y hablaba a la grey sobre la bondad, la hermandad entre las personas,
la desigualdad entre países pobres y ricos, y de lo bien que vivíamos nosotros
-según ellos- mientras que en los países,
donde estaban de misión, todo eran necesidades… La conclusión final
era que nosotros, como buenos
cristianos, debíamos ser generosos con
“los hermanos de los otros países”.
Todo esto no se resumía a un solo día; los
misioneros, permanecían en el
pueblo dos o tres días y después se iban
a otro lugar a continuar su labor.
En aquella
época, la religiosidad de la gente era
mucho mayor que ahora y lo habitual era que los feligreses acudieran en
gran número, a la iglesia.
Una noche, en plena celebración, el misionero que hablaba aquel día debía
estar muy inspirado pues, a pesar del clima tan gélido que había en esos
momentos en el templo, olvidó el compromiso
que adquirido con los colegas, respecto a la brevedad de las
celebraciones, y llevaba más de media
hora hablando sin parar, inmune al frío, mientras los feligreses le
escuchaban “engarañados”.
Nuestros
paisanos: hombres, mujeres, viejos,
jóvenes y niños, todos ellos, estaban literalmente helados, aguantando
estoicamente las palabras del orador, haciendo méritos para ir al cielo. Éste
seguía con su plática, como si
nada, y, en un momento dado, comenzó a
amenazar con las llamas del infierno a aquellos malos cristianos que no
fueran generosos con los hermanos pobres
de los otros continentes (a este tipo de
acciones, hoy día, los psicólogos lo llaman chantaje emocional).
Un hombre de reconocida religiosidad, hasta
ese día, como todos los demás, estaba aterido de frío; encogido, dentro de su abrigo,
tiritaba, casi le castañeteaban
los dientes y apenas sentía los pies, de
lo helados que los tenía. Por su mente pasaban un montón de pensamientos y
todos estaban relacionados con el intenso frío que sentía (pensaba en lo bien
que estaría en su casa al brasero, en su
mesa camilla. Se juraba a sí mismo que jamás volvería a escuchar a ningún misionero aunque viniera en pleno mes de julio; y, finalmente, llegó a la
conclusión de que, como siguiera unos minutos más en la iglesia, le iba a pasar
algo… y él no tenía madera de mártir).
Se hallaba sumido en estos pensamientos,
cuando oyó la amenaza de “las llamas del infierno para los malos cristianos”, esto le
hizo recordar la acogedora lumbre que había dejado encendida en su casa,
y ya no aguantó más. Se levantó del banco en el que se encontraba sentado y pudo
apreciar que todo el mundo le observaba.
Hasta el misionero interrumpió la larga charla que estaba dando, mirándole también.
Debieron pensar todos que quizá le sucedía algo malo; lo que, en cierto modo, no dejaba de ser verdad ya que el frío que tenía el hombre no era nada bueno.
Pero nuestro paisano ya sólo pensaba en su lumbre; se imaginaba lo bien que
estaría sentado en la chimenea de su cocina, calentando el cuerpo por fuera, e
incluso tomándose además una copa de coñac, para calentarlo también por dentro,
y tomó una decisión irrevocable: no aguantaba en la iglesia un minuto más… se
iba para casa. Allá los demás si querían seguir pasando frío; por él,
podían seguir escuchando al misionero “hasta el Día del Juicio, por la tarde”.
A las personas, generalmente, les avergüenza abandonar una celebración,
sea religiosa, o de cualquier otro tipo, sin que ésta haya acabado; pero este hombre estaba desesperado por el
intenso frío que tenía y, a pesar de que
todos continuaban mirándole, ya nada
podía detenerle.
Dirigió
sus pasos hacia la salida del templo y cuentan que, en el trayecto, hasta
llegar a la puerta, alguien le oyó mascullar:
-
¡Qué suerte tienen los malos cristianos! ¡Lo a
gusto que deben estar en el infierno!
Tus historias, tus relatos siempre tan interesantes, curiosos, divertidos, y también siempre, a los que contamos años, nos traen recuerdos similares o parecidos de nuestra infancia en el pueblo. El fraile que me viene a la memoria es el padre Constantino, dominico de la Peña de Francia, que más de una ocasión fue a La Zarza a predicar por la cuaresma. A la salida, los mayores comentaban: ¡Qué bien predica este fraile! También, las gentes acostumbradas a ver en el púlpito al párroco D. Leopoldo, más bien de mediana o baja estatura y por el contrario el fraile mencionado era alto como un pino, más de uno pronosticaba que cualquier día, durante la prédica, el fraile, vehemente, amenazante, con el fuego del infierno y aquellas cosas, se iba a caer pues salía del púlpito tanto, que daba la sensación que se iba a caer, pues casi todo el cuerpo le quedaba fuera y por eso comentaban que cualquier día se va a caer y “esmorrar” contra el suelo. Y nosotros nos lo tomábamos al pie de la letra y en el sermón siguiente, esperando, expectantes y preocupados a la vez, el momento del “esmorre”… ahora, ahora es cuando se cae. Recuerdos…
ResponderEliminarLas fotos que acompañas, majas, majas; la una me gusta por las luces y sombras especiales. La otra del fuego, luce una llama muy viva, en la que yo no pondría la mano por nada.
Me alegro que te resulta curiosa la historia, y que haya contribuido a revivir tus recuerdos de niñez. Antes en las iglesia no había calefacción y yo sí que recuerdo haber pasado un frío tremendo en más de una. Menos mal que en la actualidad esto ha mejorado. Un saludo
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