lunes, 4 de agosto de 2025

¿ Por qué Casas Santas ?

 


   Cuando Tarsicio salió del pueblo, una vez tomó el camino de Mieza, miró hacia el oeste y observo que el cielo se iba nublando por momentos ante la avanzadilla de las primeras nubes; si hasta entonces los truenos se habían oído lejos, ahora se escuchaban más cerca ya que la tormenta, que hasta entonces se hallaba en Portugal, había cruzado la frontera y se estaba aproximando, pero eso no le preocupaba demasiado y avanzaba a buen paso a lomos de la mula.

  Tras media hora de camino, el cielo se había oscurecido totalmente al quedar el sol oculto por las nubes y la tormenta ya se encontraba encima del viajero. Era seca, ya que las nubes no descargaban lluvia ni granizo, pero el fuerte estruendo de los truenos y, sobre todo, el intenso resplandor de los relámpagos, asustaban a la mula que estaba muy inquieta y a veces incluso se detenía, viéndose obligado el jinete a azuzarla para que continuase el camino.

 

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  Si no hubiera sido por la prisa que llevaba, se habría bajado de la mula y habría avanzado caminando delante de ella llevándola del rabero; pero la imagen de la esposa enferma, que llevaba varias horas esperando la medicina, no le abandonaba y ello le empujaba a recorrer lo antes posible el largo trayecto que aún tenía por delante.

  Había pasado el lugar donde se separan el camino de Cerezal y el de Mieza; una vez tomado este segundo, había llegado al regato de las Casas Santas -entonces aún no recibía tal nombre- y, como eran los primeros días de agosto, hacía semanas que ya no corría agua alguna por él.

   Aunque había una “pequeña puente” para cruzarlo (en aquella época los puentes eran del género femenino), decidió bajarse de la mula para cruzar el lecho seco del regato, situándose delante de ella; cogió el rabero para guiarla, deteniéndose un momento para examinar el terreno donde pisaba; de pronto oyó un fuerte chasquido y, cuando alzó la vista, vio horrorizado cómo un rayo caía sobre el pobre animal que cayó fulminado al suelo. 

  Él, a su vez, sintió una sensación muy extraña en la cabeza, percibió que todo daba vueltas a su alrededor; no sentía su cuerpo; notó una debilidad extrema en las piernas y cayó inconsciente al suelo.

  Cuando recuperó la conciencia, no recordaba nada; tenía la cabeza embotada y  sentía todo el cuerpo dolorido; totalmente confundido, permanecía con los ojos cerrados y la primera sensación que percibió fue escuchar el tamborileo de la lluvia en un tejado a la par que percibía un olor a tierra mojada –el sentido del oído y del olfato estaban indemnes- ; hizo un gran esfuerzo para abrir los ojos y, cuando lo logró , vio mucha oscuridad y una luz mortecina entrando por una puerta entreabierta -el sentido de la vista también estaba bien.

  Se encontraba en el interior de un edificio y por ello oía el repiqueteo de la lluvia al chocar sobre las tejas.

- ¡Ha abierto los ojos! - oyó que decía una mujer.

  Giró la cabeza lentamente hacia donde acababa de oír la voz y, a pesar de la penumbra, logró ver dos rostros sobre su cabeza, que le miraban con atención.

- ¡Como estás amigo! - ahora era una voz de hombre la que preguntaba.

- ¡Un rayo! ¡Un rayo nos ha caído encima, a la mula y a mí, y nos ha matado! -acertó a contestar Tarsicio. Porque estoy muerto ¿verdad? ¿Esto es el cielo?

Las dos personas que le miraban, al oír la pregunta, comenzaron a reír y respondió el hombre:

- Si el cielo es como esto, está visto que no merece la pena ser bueno en esta vida para acabar allí. Estas vivo y en una casa de campo. Mi mujer y yo estábamos aquí refugiados de la tormenta, pero como pasaba el tiempo y ya duraba demasiado, decidimos volver al pueblo. Cuando íbamos a salir al camino, vimos que cayó un rayo muy cerca y al llegar al regato os vimos a la mula y a ti tirados en el suelo, así que pensamos que el rayo os había caído encima y que estabais los dos muertos; pero mi mujer puso la oreja en tu pecho y vio que tu corazón funcionaba, así que te subimos en la burra como pudimos y volvimos para acá los cuatro, la burra y nosotros tres. Tranquilízate, porque no estás muerto, hoy no era tu día.

  Tenías un dedo de la mano derecha dislocado… supongo que habrá sido al caerte, pero Santa te lo ha recolocado y seguramente ha sido el dolor de la maniobra lo que te ha despertado; llevas mucho rato sin conocimiento ¿Notas dolor en esa mano? 

- ¡En la mano…! Me duele todo, sobre todo la espalda.

- Es que estás echado en el suelo, aquí no hay cama alguna. Aunque tenemos aquí esta casa, vivimos en el pueblo. Te pusimos un saco debajo, pero eso alivia poco. Aparte del dedo escoñado, menos mal que el rayo no te ha hecho nada, pero la mula no veas como ha quedado.

   Tarsicio, a pesar de haber recuperado la conciencia y oír bien, su capacidad de raciocinio aún era poco fluida y no estaba seguro de haberlo comprendido todo:

 - Entonces… la mula está muerta y yo no.

 - Así es, la mula está destrozada y tú aún no me explico cómo estás vivo, si os ha caído un rayo encima a los dos.

   El herido permaneció en silencio un rato intentando aclarar sus pensamientos; como estaba tendido en el suelo, hizo ademán de sentarse, apoyó la mano derecha y ahora sí que sintió dolor en la misma.

- No debe apoyar la mano, ni coger peso con ella durante unos días –dijo la mujer. Aunque le he colocado el dedo en su sitio, es mejor que lo use lo mínimo posible.

  Tarsicio, que por momentos iba recordando cosas, dijo:

- Ya recuerdo lo que ha pasado; me acababa de bajar de la mula y, si no llega a ser por eso, ahora estaría igual que ella –hizo una pausa y continuó preguntando- ¿Vosotros quienes sois y que hacéis por aquí con esta tormenta?

- Esta es mi mujer, yo me llamo Julián y la casa y el prado donde estamos son nuestros. Tenemos ganado y un huerto al lado del regato. Habíamos venido a dar agua al ganado ya que ahora, como no corre el regato, hay que llevarlo al pilar, y también a cuidar un poco el huerto. Venimos todas las tardes y hoy… pues nos ha pillado aquí la tormenta.

  Como al principio era seca, decidimos volvernos al pueblo; pero os hemos encontrado a ti y a la mula tirados en el suelo, te hemos recogido y por eso nos volvimos a la casa; una vez aquí, ha sido cuando ha empezado a llover y no veas con que ganas lo hace. Como puedes ver, lo nuestro tiene un pase, ¡pero tú…! ¿Qué haces por aquí en plena tormenta? Porque del pueblo no eres.

 - Soy de Mieza y me llamo Tarsicio, he venido esta mañana a por una medicina a la farmacia, llegué cerca del mediodía e iba de vuelta. La medicina es para mi mujer, que se ha levantado mala esta mañana, por eso quería regresar cuanto antes. 

  El boticario me recomendó que esperara a que pasara la tormenta, pero ¡cómo iba a hacerle caso, si mi mujer necesita la medicina! La llevaba en las alforjas y con la lluvia a lo mejor ya se ha estropeado.

   Tarsicio permaneció un momento en silencio pensativo, su mente ya funcionaba perfectamente y de pronto exclamó:

 - ¡Por qué ha tenido que pasarme esta desgracia! ¡A la mula la ha matado un rayo…! ¡Yo aún no estoy seguro si estoy vivo o muerto…! ¡No tengo la medicina…! ¡Y la mujer…, la pobre, sigue en el pueblo mala!

   El pobre miezuco yo no aguanto más la emoción del momento y, aunque desde niño había sido educado en la creencia de que “los hombres no lloran”, le fue imposible contenerse y entre grandes sollozos empezó a llorar desconsoladamente.

   El matrimonio miraba al hombre que, totalmente abatido, no podía reprimir las lágrimas y Julián intentó consolarlo:

 - ¡No te pongas así!, piensa que estás vivo y eso es lo único importante. A la mula…, que Dios la ampare; si cayó el rayo, mejor que lo hiciera encima de ella y no de ti ¿no te parece? Puede decirse que hoy has vuelto a nacer. 

  - De las alforjas no se preocupe usted -añadió la mujer. Las recogimos también; así que lo que lleve en ellas, no puede haberse estropeado.

  A Tarsicio, a pesar de la conmoción del momento, le resultaba curioso apreciar que ella le hablaba de usted al tratarse de un desconocido, mientras que el marido le tuteaba como si fueran viejos amigos.

- ¡Anímate hombre! –continuó diciendo Julián. Aunque te has llevado un susto de muerte, piensa que lo tuyo ha sido un milagro; además, Santa te ha arreglado el dedo y gracias a que estabas inconsciente no te has enterado. Repito que hoy has vuelto a nacer y eso hay que celebrarlo ¡Santa!, pásale la bota de vino que está ahí a tu lado, a ver si se anima un poco este hombre.

  Tarsicio, una vez logró contenerse y reprimir el llanto, se enjugó las lágrimas con un pañuelo que sacó del bolsillo y vio que la mujer aflojaba el tapón de la bota de vino para que no forzara el dedo lesionado, antes de tendérsela; cogió la bota y ya bastante calmado, dijo:

- Disculpadme, pero entre el miedo tan horrible que he pasado y los nervios, no he podido contenerme. Os agradezco mucho lo que habéis hecho por mí ¡Salud para todos! –añadió.

  Empinó la bota, dio un generoso trago y aquel vino le supo divinamente. Un dicho popular dice ”El vino es la forma que tiene Dios de decirnos que nos quiere” y Tarsicio debió pensar algo similar pues ya más reconfortado, continuó diciendo:

- Por qué te llama Santa tu marido.

 Al oírle, rieron los dos cónyuges y contestó ella.

- Por lo mismo que a usted le llaman Tarsicio. Porque es mi nombre. 

- Cuéntaselo todo -intervino el marido. No solo es por eso, Santa es la única mujer por aquí que se llama así y yo empecé a decir en broma que es la santa del pueblo; además, tiene un don para curar enfermedades, ha curado a mucha gente y algunos, muy agradecidos, comentan que para ellos es una auténtica santa.   

- ¡No digas tonterías! –protestó enfadada la mujer. Sabes que esas bromas no me gustan.

- No son tonterías. ¡Mira Tarsicio!, como estabas sin conocimiento, no has visto cómo tenías el dedo, estaba totalmente fuera de su sitio y míralo ahora; está donde tiene que estar y seguro que puedes moverlo.

  El aludido, movió todos los dedos de la mano derecha y comprobó con satisfacción que, aunque le dolía el dedo dislocado y recolocado, podía moverlo igual que los demás.

- ¿Tú crees que cualquiera sabe hacer eso?  –insistió Julián.

- La verdad es que no me he enterado de nada, pero, a partir de ahora, para mí también eres una santa.

 - ¡Mira Tarsicio, deja de decir las mismas bobadas que mi marido! (Santa estaba visiblemente enfadada y ello había ocasionado que se hubiera olvidado del respeto y la distancia que había guardado hasta ese momento hacia el forastero) ¡Julián se pone muy tonto cuando empina la bota y no quiero que vayas a empezar a decir, tú ahora, las mismas tonterías que él!

- Disculpa. Era con la mejor intención.

- ¡Me da igual que la intención sea la mejor o la peor! ¡No bromees con lo de santa!

  Era evidente que la mujer estaba muy enojada y Tarsicio no entendía muy bien el motivo de dicho enfado, pero ese pensamiento desapareció al cambiar ella repentinamente de tema:

 - Tu mujer como se llama.

- ¿Mi mujer…?, Casilda.

- ¿Qué le pasaba esta mañana?

- Se levantó con unos dolores tremendos en la barriga y no podía ni moverse de la cama.

- ¿Le dolía toda, o solo en un sitio concreto?

- No lo sé –respondió Tarsicio extrañado por el súbito interés de Santa por su mujer. Creo que toda.

- ¿La vio el médico?

- Naturalmente, fue él quien le recetó la medicina que he venido a buscar a Barrueco.

- Estoy seguro que, si la hubiera visto Santa, le hubiera sobado la barriga y en unos minutos la hubiera curado – afirmó Julián (Hoy día, Julián en vez de sobar seguramente hubiera dicho masajear)

Tarsicio al escucharle, comentó:

- Entonces, usted es curandera (Ahora era él quien empezó a tratar a Santa de usted).

- Mi madre lo era, pero yo no. Solo sé curar algunas cosas que ella me enseño.

- No le hagas caso –dijo Julián- Lo es y muy buena, ha curado a mucha gente y, a pesar de que al médico no le gusta que lo haga, sigue haciéndolo porque dice que lo que sabe, su madre se le enseñó para ayudar a los demás y por eso no les cobra nada.

  Además, está lo de la broma de la santa; cuando el cura oye decir a alguien que en este pueblo hay una santa, se enfada mucho, ¡pero qué culpa tiene ella de llamarse así!

  Es por eso por lo que se ha enfadado, no quiere que digan que es curandera y menos una santa.

 -  No sabe cuánto lo siento –se disculpó Tarsicio. Me ha curado usted el dedo y yo, encima, en vez de agradecérselo, estoy aquí fastidiándola.

 - No te preocupes. No me he enfadado contigo sino con Julián, sabe que no me gusta lo de la broma de la santa y encima de haber sido él causante…quien la empezó, sigue y sigue con ella. También dice que yo tengo un don y no es cierto, yo no tengo don alguno; lo que sé, es porque me lo enseño mi madre.

 Si yo tuviera algún don, supongo que gracias a él sería capaz de ganar dinero y viviríamos mejor, pero ya ves cómo estamos; nosotros solo tenemos esto, una casa en el pueblo y poco más.

  Afuera, a pesar del tiempo transcurrido, la tormenta proseguía con mucha virulencia, llovía con intensidad y aún tronaba; los tres veían caer la lluvia a través de la puerta entreabierta y dijo ella:

- La tormenta no acaba de irse, así que vamos a rezar para que se vaya de una vez y de paso para que se cure Casilda, aunque tengo la sensación de que a estas horas ya se le ha pasado el dolor.

- ¡Dios la oiga! –exclamó Tarsicio, que al saber que ella curaba a la gente, no dudaba en tratarla con el máximo respeto. ¿Por qué cree usted eso?

- Porque sabe cosas que nosotros no sabemos. Respondió Julián, sin dar opción a que ella contestara.

- ¿Tú también crees que mi mujer ya está bien?

- Si Santa lo afirma, no me queda duda alguna.

- ¡Callad ya los dos y vamos a rezar! -Exclamó ella levantando la voz.

  En el siglo XIX, que una mujer levantara la voz no solo a un hombre, sino a dos, debía ser algo excepcional, pero en aquel caso, si había algo excepcional era aquella mujer y los dos hombres lo reconocían, así que obedecieron sin dudarlo un momento; el marido porque estaba acostumbrado a hacerlo desde siempre, y Tarsicio porque no salía de su asombro ante las palabras de Julián afirmando que Santa tenía poderes, y si ella quería rezar para que se alejase la tormenta y de paso para que sanase Casilda, no podía negarse.

   Rezaron un poco, dirigiendo Santa las oraciones, después hizo la clásica invocación a Santa Bárbara para que les protegiese de la tormenta; también pidió a la misma santa que Casilda se sanase y al poco rato la tormenta, con la ayuda o sin la ayuda de Santa Bárbara…, eso nunca lo sabremos, fue alejándose poco a poco, dejó de llover y salió el sol.

 Salieron de la casa; recogieron el vehículo del matrimonio -la burra que estaba en una cuadra adyacente a la casa – y se la prestaron a Tarsicio para que volviera a Mieza.

  Se dice que “el amor y la amistad no se buscan, sino que se encuentran” cumpliéndose en este caso una vez más el proverbio, ya que, tras haberse conocido en unas circunstancias tan extrañas, se inició entre ellos una sólida amistad.

 A la hora de despedirse, Santa le dijo a Tarsicio:

- Vete tranquilo, estoy casi segura que Casilda ya está bien.

 Tarsicio llegó a Mieza a media tarde bajo un cielo totalmente despejado y encontró a Casilda en la puerta de casa; estaba perfectamente sin dolor alguno. Curiosamente, al verla tan bien, no sintió extrañeza alguna; tras las palabras de Santa, no sabía explicar por qué, pero él también estaba casi convencido que iba a encontrarla sana, a pesar de que el medicamento aún seguía en las alforjas.

  Ella, al verle regresar en una burra y no en la mula, muy extrañada preguntó si había pasado algo.

- ¡Que si ha ocurrido algo! Entremos en casa y ya sentados te lo cuento todo. No vas a creértelo.

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   Tarsicio, pasados unos días, volvió a Barrueco para devolver la burra a Santa y Julián, pues sabía que era un “vehículo de trabajo” muy necesario para ellos.

  Como buen miezuco, tenía una excelente huerta y llevaba en las alforjas abundante de fruta para sus nuevos amigos, en agradecimiento por los favores recibidos.

   También pasó por la botica para devolver el paraguas prestado al boticario, contándole lo sucedido, que le había caído un rayo a la mula salvándose él de milagro, porque, si hubiese caído unos minutos antes, no estaría departiendo con él en aquel momento.

  También le contó que había sido recogido por un matrimonio y que, gracias a ellos, lo más crudo de la tormenta lo había pasado en una casa de campo.

Casa de las Santas

   El boticario, que ya conocía todo lo sucedido - en su día, este hecho fue muy comentado en toda la comarca-, se alegró mucho al verle y le informó que aquella casa era conocida como la Casa de las Santas, porque en ella habían vivido los padres de Santa cuando ella era niña, y como la madre también se llamaba Santa y una y una suman dos, y dos es plural,  de ahí el nombre.

 - Recordará -comentó Tarsicio-, que bromeé con usted diciendo que, si oía que un hombre había aparecido achicharrado en el camino de Mieza era yo ¡Qué poco ha faltado!

 

3 comentarios:

  1. Desde La Zarza, real y virtual, Saludos. Como siempre tus historias, relatos, cuentos ,...y cómo nos los cuentas, .. .nos hacen pasar un buen rato, que mitiga en parte el calor de esta tarde de verano . Estaré en el pueblo estos días, si tu estás en Barrueco , me avisas, te acercas, o me acerco y nos vemos. Recuérdame,la palabra "rabero".

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    1. Me alegro que te guste. Yo iré a mediados de la próxima semana al pueblo pero pararé poco allí; cuando esté te llamo y si no estás entonces, quedamos en Salamanca si es preciso, donde permaneceré más tiempo, pero de este verano no pasa el que nos veamos

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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