Aquel domingo de octubre,
Lucrecia se levantó a las nueve de la mañana sabiendo que estaba sola en casa
ya que Fabián, el marido, había madrugado bastante y llevaba dos horas fuera del hogar.
A efectos prácticos, en lo que a su estado civil se refiere, podría decirse que
aquel día iba a ser una “soltera temporal”, ya que no iba a volver a verle hasta bien entrada la noche.
Todos los años, desde mediados de octubre,
cuando comenzaba el período hábil para la caza menor, hasta comienzos de
febrero, cuando finalizaba, durante 35 años, que era los que llevaban casados,
era algo que tenía muy asumido.
Cuando se levantaba la veda para cazar, los
domingos y festivos, sin perdonar ni uno, al despuntar el alba, Fabián
abandonaba el domicilio conyugal y no volvía hasta bien entrada la noche pues,
junto con un grupo de amigos, todos cazadores incondicionales como él, al final
de la tarde, una vez regresaban al pueblo, tras finalizar la jornada de caza,
se reunían en un local que tenían para el efecto, celebrando una merienda de
hermandad donde comentaban las incidencias y lances del día.
Aquellas reuniones de cazadores, la tarde-noche
de los domingos, a veces se alargaban excesivamente y para muchos de ellos
significaba lo mejor de la jornada por lo bien que lo pasaban.
Al principio, estaban cansados y
serenos, primaba la sinceridad y el mensaje de las palabras que intercambiaban
solía ser el mismo para todos : “Hemos visto poca caza y cobrado pocas
piezas”
Del mismo modo que los agricultores, pase lo
que pase, nunca están satisfechos con las cosechas, un cazador nunca se siente
satisfecho con las piezas vistas a lo largo del día, porque siempre le parecen
pocas y hubiera deseado ver más.
Una vez descansados, a medida que iban
comiendo y trasegando el vino, llegaba la hora de las exageraciones leves:
“Hoy el perro ha estado muy despistado”, “las liebres corrían mas de lo
habitual”, “las perdices se escondían entre los matorrales y no querían
levantar el vuelo”…
Más adelante, llegaba el turno a las grandes
exageraciones (a medida que pasaba el
tiempo, la verdad se iba convirtiendo en un valor escaso predominando las
mentiras, siendo algunas de ellas de tal calibre que alguno de los cazadores, cuando recapacitaba tras contar la trola correspondiente, hasta se asombraba de haber sido capaz de haber dicho aquello).
Un día, un cazador afirmó haber alcanzado a
dos liebres, simultáneamente, con un solo disparo y los compañeros, al comprobar
que no llevaba en el morral liebre alguna, preguntaron:
- ¿Dónde las llevas?
- He dicho que me sucedió un día, no que fuera hoy
Lo que fue motivo de las carcajadas de los
compañeros.
Otro de ellos llegó a afirmar haber alcanzado a
una perdiz, en pleno vuelo, a 200 metros. Los compañeros, al oírle, se rieron
todo lo que quisieron y al ver que ninguno le creía, rectificó:
- A lo mejor he exagerado
un poco, he calculado mal y solo fueron 100
Como siguieron las
carcajadas, el cazador remató la cuestión diciendo:
- ¡Desde luego…cómo sois!
Es que si digo que fue a 25 metros, eso lo puede hacer cualquiera. Dije 200 a
ver si alguno os lo creíais y ya veo no.
Aquellas merendolas dominicales, en un
ambiente de camaradería y amistad, en las que predominaba el buen humor, eran
reuniones exclusivas para hombres, ya que las mujeres antes no cazaban - cuando
digo que no cazaban, me refiero a cazar animales de cuatro patas, si hablamos
de los de dos patas…eso ya es otra cosa-.
Una vez acabada la reunión dominical, se daba
por concluida la jornada de caza, “cada
mochuelo volvía a su olivo”; dicho de otro modo, cada uno volvía a su casa con energías renovadas, dispuesto a retomar sus actividades habituales, tanto sociales como laborales
de la siguiente semana.
A Lucrecia, el hecho de pasar los domingos de
otoño adoptando un papel de soltera temporal, era algo que apenas le había
costado asumir ya que, cuando era soltera a tiempo total y aún vivía en la casa
paterna, tanto el padre como uno de sus hermanos, que también eran unos
cazadores empedernidos, desde que era niña sabía que, cuando se levantaba la veda, los
dos sufrían una auténtica transformación de la personalidad y, durante varios
meses, su vida giraba en torno a la
caza.
El padre, al ser demasiado mayor, ya no
cazaba pero, mientras lo hizo, a pesar de ser bastante religioso, era tanta la
afición que había tenido que incluso dejaba de ir a misa y, cuando acababa la
temporada acudía a confesarse por ello, con el consabido enojo del cura por
anteponer la afición a la devoción.
En cuanto al hermano, ni iba misa… ni se
confesaba después tal como hacía el padre, con lo cual tenia asegurado un
lugar en el infierno según la madre, algo que no le inquietaba demasiado
tomándolo a broma. Comentaba al respecto:
- ¡Madre! Cuando me muera
me metes la escopeta en el ataúd y unos cartuchos. Quien sabe si en el infierno
también hay cotos de caza.
Lucrecia y Fabián tenían tres hijos y desde
que llegó el mayor de ellos, siendo niños, los domingos de otoño, cuando Fabián
salía a cazar -que eran todos- , había dejado de estar sola, pero fueron
pasando los años, los hijos crecieron, se hicieron adultos y se fueron casando;
la más pequeña lo había hecho dos meses antes… el verano anterior; por lo
tanto, una vez se levantó la veda para cazar, volvía a estar sola los domingos
de otoño como al principio de su matrimonio, ya que la caza, para Fabián,
seguía siendo algo sagrado que priorizaba ante todo lo demás.
Este hecho, si nunca le había molestado
excesivamente, ahora no solo no le molestaba sino que era algo que le agradaba,
ya que tenía sus propios planes para pasar el día.
Tras desayunar, se sentó un momento en la
mesa de la salita; no le apetecía poner la TV, ya que la programación dominical
de las mañanas no le gustaba demasiado; en la casa reinaba un silencio
total; como estaba algo aburrida, cogió
en sus manos un libro para leer y, antes de abrirlo, permaneció pensativa
unos momentos haciendo un pequeño balance de su vida de casada.
El hecho de ser soltera temporal durante los domingos otoñales, no le disgustaba en absoluto, estaba muy satisfecha por el hecho de tener todo el día libre para dedicarlo a sus asuntos. Si Fabián se lo iba a pasar bien cazando…sin ella; Lucrecia, a su vez, pensaba hacer lo mismo…sin él.
A
aquellas alturas de la vida, tras tantos años de convivencia, ambos encontraban
satisfacción en vivir una jornada semanal, cada uno por su lado.
Con vistas a una relación de pareja, no es lo mismo
estar recién casado/a que llevar 35 años conviviendo con la misma
persona y, aunque ella y Fabián se llevaban bien y la relación era buena, la
fase de enamoramiento inicial, “la de las tonterías” como decía ella, hacía
décadas que había quedado atrás.
Las etapas del enamoramiento, si las medimos
de acuerdo a la calidad de los abrazos entre las parejas, vemos que estos van evolucionando acordes al
tiempo de convivencia:
I- Acércate y dame un abrazo.
II- Abrázame más fuerte.
III- No me aprietes tanto.
IV- No hace falta que me abraces.
V- Si quieres abrazar a alguien, búscate otro / a.
Ellos llevaban ya muchos años estabilizados
en el cuarto nivel y, aunque apenas se abrazaban, se llevaban lo
suficientemente bien como para mantener una buena relación sin incordiarse
demasiado el uno al otro siguiendo la máxima de “vive y deja vivir a los demás”.
Si durante los período hábiles de caza ella
toleraba las interminables jornadas cinegéticas de los domingos, que acababan
bien entrada la noche, tras aquellas
meriendas interminables exclusivamente masculinas; ella,
junto a otras tres amigas, aprovechaban esos días para organizar reuniones solo
para mujeres, juntándose en la casa de alguna de ellas que se
encargaba de hacer alguna comida especial para la ocasión, pasando después la
tarde juntas; otras veces, empleaban esos domingos para irse de excursión a pasar el día a otros lugares y comer en
algún restaurante a “cubierto y mantel puestos” De este modo, tanto él como
ella estaban contentos.
Después de tantos años de vida en común, los dos
estaban perfectamente compenetrados, se conocían a la perfección y cada uno de
ellos sabía perfectamente lo gustos, aficiones
y manías del otro, de modo que, cualquiera que conociera a aquella
pareja, no dudaría en afirmar que habían llegado a tal punto de equilibrio que
podrían convivir, sin problema alguno, indefinidamente. Sin embargo, tres meses
antes había ocurrido un hecho que había puesto a prueba la estabilidad
conyugal.
Fabián, desde muy joven, cuando se había
iniciado en la caza, lo había hecho de la mano de Lucas, al que le unía una sólida amistad desde que
eran niños. Lucas era hermano de Lucrecia, así que además de amigos, eran
cuñados (como podemos ver, al lado de los
cuñados de los chistes de las cenas de navidad que se llevan a matar, también
hay cuñados bien avenidos).
Ambos tenían una afición desmedida por la
caza y siempre salían a cazar juntos, siendo el perro de Fabián quien, durante
muchos años, había acompañado a ambos cuñados a practicar su afición favorita.
Titán, que así era como llamaban al perro,
era de tamaño intermedio y, aunque de raza indefinida, producto de varios
cruces de sus progenitores, para cazar tenía un desempeño extraordinario.
Un día se habían cruzado Fabián y Lucas con
unos cazadores forasteros y estos, al ver al perro, quisieron mofarse de él y
preguntaron a Fabián en broma si el chucho tenía pedigrí, contestándoles Fabián:
- El perro no tiene pedigrí, solo tiene pulgas
de vez en cuando; pero levanta y saca las piezas como el mejor.
Como los años no pasan en balde, tanto para
los humanos como para los perros, Titán se había hecho viejo y la última temporada
de caza no había sido demasiado productiva ya que se cansaba excesivamente, por
tener problemas articulares, y apenas olfateaba las piezas; de modo que, al
acabar la temporada, Fabián reconoció que el pobre chucho ya no daba más de sí
debido a que su estado de salud era pésimo: apenas oía, no veía y hasta le
dolía la boca cuando comía alimentos duros.
Lucrecia, viendo el estado del perro, le
dijo al marido que, si de verdad apreciaba al animal, debía practicarle la
eutanasia; éste, aunque al principio se mostró reticente a ello por el cariño
que le tenía, finalmente se mostró totalmente de acuerdo en ello.
Actualmente, llegado el caso; el veterinario
hubiera utilizado otros medios para acabar con la vida del perro, pero no
estamos hablando de ahora sino de bastantes años atrás en los que se
empleaban otros métodos sin que mediara veterinario alguno por medio y lo
habitual era lo siguiente: Salían al campo el dueño, el perro y la escopeta y
volvían solo el dueño y la escopeta.
Si salían tres elementos y solo regresaban
dos, lo único que podía haber pasado era que el dueño acababa con la vida del animal pegándole
un tiro, para acabar con sus sufrimientos, algo que una tarde con gran disgusto
y resignación, se dispuso a realizar
Fabián con Titán.
Tras muchos años de convivencia con el chucho
y el extraordinario servicio que este le había prestado para cazar, lo
apreciaba enormemente y en el momento decisivo, cuando estaba apuntándole con
el arma, Titán le miró y Fabián, a sabiendas de que el perro apenas veía, no
pudo soportar su mirada pensando que el perro sabía sus intenciones, así que al
poco rato regresaba con Titán al pueblo.
El cariño que sentía hacia el viejo perro era
excesivo; era su camarada…su inestimable compañero de caza… y su íntimo amigo
canino. Siempre se ha dicho que “el mejor
amigo del hombre es el perro” y a los amigos no está bien que se les
dispare, por muy viejos y enfermos que estén; eso fue lo que le había
sucedido a Fabián con Titán, no había tenido valor para acabar con su vida,
pero era consciente de que sufría mucho con sus enfermedades y que la cosa
no podía quedar así.
Cuando iban de regresó al pueblo, el can
caminaba dócilmente tras él, cojeando por artritis; a veces hasta le oía
quejarse por algún paso mal dado y
decidió no volver a su casa, yendo a la
de Lucas para pedirle que hiciera el favor de realizar lo que él había sido
incapaz de hacer.
- No entiendo que seas
tan blandengue. Comentó Lucas irónicamente. Sólo es un perro. ¡En fin!, déjalo de mi
cuenta, que yo me encargo de ello.
Entró en casa por su escopeta y, cuando
volvió a salir, vio a Fabián arrodillado junto al perro, acariciándole el
cuello con una mano y hablándole.
- Si te pones así, no me lo llevo. Dijo a
Fabián con algo de sorna.
Lucas nunca había tenido perro y, aunque también
valoraba los servicios prestados por Titán para la caza durante muchos años, su
relación con él empezaba y acababa allí. El pobre chucho ya había
cumplido su misión en esta vida; estaba enfermo, sufría mucho y si su amigo era
incapaz de acabar con el bicho, aquel problema iba él a solucionarlo en poco
rato.
Mientras Lucas llevaba al perro calle arriba,
Fabián volvió a su casa muy serio y nada más entrar en ella y cerrar la puerta,
una vez en el interior, no pudo aguantar las lágrimas poniéndose a llorar
desconsoladamente.
Lucrecia al verle no necesitó preguntar nada,
adivinando lo que le pasaba.
- Pero si no he sido capaz de
matarlo, he tenido que pedirle a Lucas que lo haga él. ¡Si vieras como me
miraba el pobre animal! Estoy convencido que adivinaba la suerte que le espera.
He estado aguantando para que no me viera
llorar nadie y no sabes lo que me ha costado. Quienes dicen que “los hombres no lloran”, es porque nunca
han tenido que sacrificar un perro como Titán. ¡Eso sí!, no le digas a tu
hermano que he llorado, porque como se entere, encima se va a reír de mí.
- No te preocupes que no se lo voy a decir, pero me tienes sorprendida. Cuando murió tu padre, creo que hasta lloraste menos. ¡Anda!, cálmate y piensa que es lo mejor para el pobre Titán. Si hay un cielo para perros, seguro que va a él directo.
¿Hay un cielo para perros? ¡Quien iba a decirle a Lucrecia, en aquel
momento, que unos meses más adelante, el
hecho que iba a poner a prueba la estabilidad de un matrimonio tan consolidado
como el suyo iba ser, precisamente, un perro!
Buen relato.
ResponderEliminarComo siempre encuentro una bonita historia.
ANGEL
Me alegro que te guste. Un saludo y feliz año
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