martes, 7 de enero de 2025

La soltera temporal - I

 

Aquel domingo de octubre, Lucrecia se levantó a las nueve de la mañana sabiendo que estaba sola en casa ya que Fabián, el marido, había madrugado bastante y llevaba dos horas fuera del hogar. A efectos prácticos, en lo que a su estado civil se refiere, podría decirse que aquel día iba a ser una “soltera temporal”, ya que no iba a volver a verle hasta bien entrada la noche.

  Todos los años, desde mediados de octubre, cuando comenzaba el período hábil para la caza menor, hasta comienzos de febrero, cuando finalizaba, durante 35 años, que era los que llevaban casados, era algo que tenía muy asumido.

 Cuando se levantaba la veda para cazar, los domingos y festivos, sin perdonar ni uno, al despuntar el alba, Fabián abandonaba el domicilio conyugal y no volvía hasta bien entrada la noche pues, junto con un grupo de amigos, todos cazadores incondicionales como él, al final de la tarde, una vez regresaban al pueblo, tras finalizar la jornada de caza, se reunían en un local que tenían para el efecto, celebrando una merienda de hermandad donde comentaban las incidencias y lances del día.

  Aquellas reuniones de cazadores, la tarde-noche de los domingos, a veces se alargaban excesivamente y para muchos de ellos significaba lo mejor de la jornada por lo bien que lo pasaban.

  Al principio, estaban cansados y serenos, primaba la sinceridad y el mensaje de las palabras que intercambiaban solía ser el mismo para todos : “Hemos visto poca caza y cobrado pocas piezas”      

  Del mismo modo que los agricultores, pase lo que pase, nunca están satisfechos con las cosechas, un cazador nunca se siente satisfecho con las piezas vistas a lo largo del día, porque siempre le parecen pocas y hubiera deseado ver más.

  Una vez descansados, a medida que iban comiendo y trasegando el vino, llegaba la hora de las exageraciones leves: “Hoy el perro ha estado muy despistado”, “las liebres corrían mas de lo habitual”, “las perdices se escondían entre los matorrales y no querían levantar el vuelo”…

 Más adelante, llegaba el turno a las grandes exageraciones (a medida que pasaba el tiempo, la verdad se iba convirtiendo en un valor escaso predominando las mentiras, siendo algunas de ellas de tal   calibre que alguno de los cazadores, cuando recapacitaba tras contar la trola correspondiente, hasta se asombraba de haber sido capaz de haber dicho aquello).

   Un día, un cazador afirmó haber alcanzado a dos liebres, simultáneamente, con un solo disparo y los compañeros, al comprobar que no llevaba en el morral liebre alguna, preguntaron:

- ¿Dónde las llevas?

- He  dicho que me sucedió un día, no que fuera hoy

  Lo que fue motivo de las carcajadas de los compañeros.

  Otro de ellos llegó a afirmar haber alcanzado a una perdiz, en pleno vuelo, a 200 metros. Los compañeros, al oírle, se rieron todo lo que quisieron y al ver que ninguno le creía, rectificó:

- A lo mejor he exagerado un poco, he calculado mal y solo fueron 100

Como siguieron las carcajadas, el cazador remató la cuestión diciendo:

- ¡Desde luego…cómo sois! Es que si digo que fue a 25 metros, eso lo puede hacer cualquiera. Dije 200 a ver si alguno os lo creíais y ya veo no.

  Aquellas merendolas dominicales, en un ambiente de camaradería y amistad, en las que predominaba el buen humor, eran reuniones exclusivas para hombres, ya que las mujeres antes no cazaban  - cuando digo que no cazaban, me refiero a cazar animales de cuatro patas, si hablamos de los de dos patas…eso ya es otra cosa-.

  Una vez acabada la reunión dominical, se daba por concluida la jornada de caza, “cada mochuelo volvía a su olivo”; dicho de otro modo, cada uno volvía a su casa con energías renovadas, dispuesto a retomar sus actividades habituales, tanto sociales como laborales de la siguiente semana.

  A Lucrecia, el hecho de pasar los domingos de otoño adoptando un papel de soltera temporal, era algo que apenas le había costado asumir ya que, cuando era soltera a tiempo total y aún vivía en la casa paterna, tanto el padre como uno de sus hermanos, que también eran unos cazadores empedernidos, desde que era niña sabía que, cuando se levantaba la veda, los dos sufrían una auténtica transformación de la personalidad y, durante varios meses, su vida giraba  en torno a la caza.

  El padre, al ser demasiado mayor, ya no cazaba pero, mientras lo hizo, a pesar de ser bastante religioso, era tanta la afición que había tenido que incluso dejaba de ir a misa y, cuando acababa la temporada acudía a confesarse por ello, con el consabido enojo del cura por anteponer la afición a la devoción.

  En cuanto al hermano, ni iba misa… ni se confesaba después tal como hacía el padre, con lo cual tenia asegurado un lugar en el infierno según la madre, algo que no le inquietaba demasiado tomándolo a broma. Comentaba al respecto:

- ¡Madre! Cuando me muera me metes la escopeta en el ataúd y unos cartuchos. Quien sabe si en el infierno también hay cotos de caza.

 

  Lucrecia y Fabián tenían tres hijos y desde que llegó el mayor de ellos, siendo niños, los domingos de otoño, cuando Fabián salía a cazar -que eran todos- , había dejado de estar sola, pero fueron pasando los años, los hijos crecieron, se hicieron adultos y se fueron casando; la más pequeña lo había hecho dos meses antes… el verano anterior; por lo tanto, una vez se levantó la veda para cazar, volvía a estar sola los domingos de otoño como al principio de su matrimonio, ya que la caza, para Fabián, seguía siendo algo sagrado que priorizaba ante todo lo demás.

  Este hecho, si nunca le había molestado excesivamente, ahora no solo no le molestaba sino que era algo que le agradaba, ya que tenía sus propios planes para pasar el día.

  Tras desayunar, se sentó un momento en la mesa de la salita; no le apetecía poner la TV, ya que la programación dominical de las mañanas no le gustaba demasiado; en la casa reinaba un silencio total;  como estaba algo aburrida, cogió en sus manos un libro para leer y, antes de abrirlo, permaneció pensativa unos momentos haciendo un pequeño balance de su vida de casada.

  El hecho de ser soltera temporal durante los domingos otoñales, no le disgustaba en absoluto, estaba muy satisfecha por el hecho de tener todo el día libre para dedicarlo a sus asuntos. Si Fabián se lo iba a pasar bien cazando…sin ella; Lucrecia, a su vez, pensaba hacer lo mismo…sin él.   

  A aquellas alturas de la vida, tras tantos años de convivencia, ambos encontraban satisfacción en vivir una jornada semanal, cada uno por su lado.  

  Con vistas a una relación de pareja, no es lo mismo estar recién casado/a que llevar 35 años  conviviendo con la misma persona y, aunque ella y Fabián se llevaban bien y la relación era buena, la fase de enamoramiento inicial, “la de las tonterías” como decía ella, hacía décadas que había quedado atrás.

  Las etapas del enamoramiento, si las medimos de acuerdo a la calidad de los abrazos entre las parejas,  vemos que estos van evolucionando acordes al tiempo de convivencia:

I-         Acércate y dame un abrazo.

II-        Abrázame más fuerte.

III-      No me aprietes tanto.

IV-      No hace falta que me abraces.

V-        Si quieres abrazar a alguien, búscate otro / a.

  

   Ellos llevaban ya muchos años estabilizados en el cuarto nivel y, aunque apenas se abrazaban, se llevaban lo suficientemente bien como para mantener una buena relación sin incordiarse demasiado el uno al otro siguiendo la máxima de “vive y deja vivir a los demás”.

  Si durante los período hábiles de caza ella toleraba las interminables jornadas cinegéticas de los domingos, que acababan bien entrada la noche, tras aquellas  meriendas interminables exclusivamente masculinas; ella, junto a otras tres amigas, aprovechaban esos días para organizar reuniones solo para mujeres, juntándose en la casa de alguna de ellas que se encargaba de hacer alguna comida especial para la ocasión, pasando después la tarde  juntas; otras veces, empleaban esos domingos para irse de excursión a pasar el día a otros lugares y comer en algún restaurante a “cubierto y mantel puestos” De este modo, tanto él como ella estaban contentos.

  Después de tantos años de vida en común, los dos estaban perfectamente compenetrados, se conocían a la perfección y cada uno de ellos sabía perfectamente lo gustos, aficiones  y manías del otro, de modo que, cualquiera que conociera a aquella pareja, no dudaría en afirmar que habían llegado a tal punto de equilibrio que podrían convivir, sin problema alguno, indefinidamente. Sin embargo, tres meses antes había ocurrido un hecho que había puesto a prueba la estabilidad conyugal.

  Fabián, desde muy joven, cuando se había iniciado en la caza, lo había hecho de la mano de Lucas,  al que le unía una sólida amistad desde que eran niños. Lucas era hermano de Lucrecia, así que además de amigos, eran cuñados (como podemos ver, al lado de los cuñados de los chistes de las cenas de navidad que se llevan a matar, también hay cuñados bien avenidos).

  Ambos tenían una afición desmedida por la caza y siempre salían a cazar juntos, siendo el perro de Fabián quien, durante muchos años, había acompañado a ambos cuñados a practicar su afición favorita.

   Titán, que así era como llamaban al perro, era de tamaño intermedio y, aunque de raza indefinida, producto de varios cruces de sus progenitores, para cazar tenía un desempeño extraordinario.

  Un día se habían cruzado Fabián y Lucas con unos cazadores forasteros y estos, al ver al perro, quisieron mofarse de él y preguntaron a Fabián en broma si el chucho tenía  pedigrí, contestándoles Fabián:

 - El perro no tiene pedigrí, solo tiene pulgas de vez en cuando; pero levanta y saca las piezas como el mejor.

  Como los años no pasan en balde, tanto para los humanos como para los perros, Titán se había hecho viejo y la última temporada de caza no había sido demasiado productiva ya que se cansaba excesivamente, por tener problemas articulares, y apenas olfateaba las piezas; de modo que, al acabar la temporada, Fabián reconoció que el pobre chucho ya no daba más de sí debido a que su estado de salud era pésimo: apenas oía, no veía y hasta le dolía la boca cuando comía alimentos duros.

   Lucrecia, viendo el estado del perro, le dijo al marido que, si de verdad apreciaba al animal, debía practicarle la eutanasia; éste, aunque al principio se mostró reticente a ello por el cariño que le tenía, finalmente se mostró totalmente de acuerdo en ello.

  Actualmente, llegado el caso; el veterinario hubiera utilizado otros medios para acabar con la vida del perro, pero no estamos hablando de ahora sino de bastantes años atrás en los que se empleaban otros métodos sin que mediara veterinario alguno por medio y lo habitual era lo siguiente: Salían al campo el dueño, el perro y la escopeta y volvían solo el dueño y la escopeta.

  Si salían tres elementos y solo regresaban dos, lo único que podía haber pasado era que el dueño acababa con la vida del animal pegándole un tiro, para acabar con sus sufrimientos, algo que una tarde con gran disgusto y resignación, se dispuso  a realizar Fabián con Titán.

  Tras muchos años de convivencia con el chucho y el extraordinario servicio que este le había prestado para cazar, lo apreciaba enormemente y en el momento decisivo, cuando estaba apuntándole con el arma, Titán le miró y Fabián, a sabiendas de que el perro apenas veía, no pudo soportar su mirada pensando que el perro sabía sus intenciones, así que al poco rato regresaba con Titán al pueblo.

  El cariño que sentía hacia el viejo perro era excesivo; era su camarada…su inestimable compañero de caza… y su íntimo amigo canino. Siempre se ha dicho que “el mejor amigo del hombre es el perro” y a los amigos no está bien que se les dispare, por muy viejos y enfermos que estén; eso fue lo que le había sucedido a Fabián con Titán, no había tenido valor para acabar con su vida, pero era consciente de que  sufría mucho con sus enfermedades y que la cosa no podía quedar así.

  Cuando iban de regresó al pueblo, el can caminaba dócilmente tras él, cojeando por artritis; a veces hasta le oía quejarse por algún paso mal  dado y decidió no volver  a su casa, yendo a la de Lucas para pedirle que hiciera el favor de realizar lo que él había sido incapaz de hacer.

- No entiendo que seas tan blandengue. Comentó Lucas irónicamente. Sólo es un perro. ¡En fin!, déjalo de mi cuenta, que yo me encargo de ello.

  Entró en casa por su escopeta y, cuando volvió a salir, vio a Fabián arrodillado junto al perro, acariciándole el cuello con una mano y hablándole.  

 - Si te pones así, no me lo llevo. Dijo a Fabián con algo de sorna.

  Lucas nunca había tenido perro y, aunque también valoraba los servicios prestados por Titán para la caza durante muchos años, su relación con él empezaba y acababa allí. El pobre chucho ya había cumplido su misión en esta vida; estaba enfermo, sufría mucho y si su amigo era incapaz de acabar con el bicho, aquel problema iba él a solucionarlo en poco rato.

 Mientras Lucas llevaba al perro calle arriba, Fabián volvió a su casa muy serio y nada más entrar en ella y cerrar la puerta, una vez en el interior, no pudo aguantar las lágrimas poniéndose a llorar desconsoladamente.

 Lucrecia al verle no necesitó preguntar nada, adivinando lo que le pasaba.

 - Comprendo que te haya costado hacerlo…pero solo era un perro y estaba muy enfermo ¡No te pongas así!

- Pero si no he sido capaz de matarlo, he tenido que pedirle a Lucas que lo haga él. ¡Si vieras como me miraba el pobre animal! Estoy convencido que adivinaba la suerte que le espera.

  He estado aguantando para que no me viera llorar nadie y no sabes lo que me ha costado. Quienes dicen que “los hombres no lloran”, es porque nunca han tenido que sacrificar un perro como Titán. ¡Eso sí!, no le digas a tu hermano que he llorado, porque como se entere, encima se va a reír de mí.

- No te preocupes que no se lo voy a decir, pero me tienes sorprendida. Cuando murió tu padre, creo que hasta lloraste menos. ¡Anda!, cálmate y piensa que es lo mejor para el pobre Titán. Si hay un cielo para perros, seguro que va a él directo.

                                                                                                    ¿Hay un cielo para perros?

 ¡Quien iba a decirle a Lucrecia, en aquel momento, que  unos meses más adelante, el hecho que iba a poner a prueba la estabilidad de un matrimonio tan consolidado como el suyo iba ser, precisamente, un perro!