martes, 2 de octubre de 2018


Historias riberanas II


Ocurrió un día de octubre…hace años

   
   Un tamborilero, es un músico que, tocando simultáneamente la gaita y el tamboril, interpreta, con mayor o menor maestría, música tradicional. Explicarle a alguien qué es un tamborilero resulta muy sencillo si vives en la franja oeste peninsular: León, Zamora, Salamanca, Norte de Cáceres, sur de Badajoz, Huelva y Sevilla, ya que, en todos estos sitios, es frecuente ver actuar a los tamborileros con ocasión de alguna fiesta; en cambio, fuera de estas zonas, si alguien lo pregunta, casi siempre hay que partir de cero a la hora de hablar de estos personajes, tal como me ocurrió recientemente.
   Al curioso -en realidad era una curiosa- le expliqué que estábamos ante un musico tradicional cuyos orígenes en el tiempo no son fáciles de determinar y que, con unos instrumentos bastante rústicos, es capaz de interpretar un amplio repertorio de canciones tradicionales: pasacalles, alboradas, ofertorios, danzas, bailes...  También le comenté que, antes de que llegara la electricidad a los pueblos, y, consecuentemente, los aparatos de música (tocadiscos y demás), estos músicos autóctonos, durante siglos, eran los encargados de amenizar las fiestas en sus correspondientes lugares, donde eran unos personajes muy valorados.
   La buena mujer, había a acertado a preguntar sobre un tema que era muy atractivo para mí y me explayé un buen rato sobre la vida y milagros de estos músicos, quizá demasiado (estoy totalmente convencido de que, en el futuro, jamás volverá a preguntar a alguien qué es un tamborilero. No creo que quiera correr el riesgo de que alguien se lo vuelva a contar).

   Este verano pasado, en uno de los recorridos que hice por nuestra comarca, volvía de “La Code”, uno de los parajes más impresionantes de los Arribes del Duero y, mientras iba en el coche por la carretera que une los pueblos de Mieza y Cerezal, recordé a una mujer que hizo este recorrido un día de octubre...ya hace años, con la diferencia de que ella lo hizo caminando y por motivos muy distintos a los míos.
   
   Actualmente, si alguien quiere aprender a tocar la gaita charra, y el tamboril, lo tiene bastante fácil; hay escuelas, tanto públicas como privadas, donde a uno le enseñan este arte; además, contamos con magníficos artesanos que fabrican unas gaitas y tamboriles estupendos; luego, si tenemos a nuestro alcance buenos instrumentos y excelentes maestros, sólo es necesario tener interés y mucha afición para unirse a este gremio de músicos tradicionales.
   Antiguamente, la tarea de aprendizaje no era tan sencilla, ya que no existían escuelas donde pudieran enseñarles “el oficio” a los interesados, por lo que los aspirantes a tamborilero tenían que ser autodidactas, aprendiendo por sí solos, viendo y escuchando a algún tamborilero cercano -con frecuencia era una afición que se transmitía de padres a hijos-.
   Como ocurre en todo tipo de aprendizaje, el grado de perfección que alcanzaban era muy variable: unos no lograban aprender nunca; otros adquirían unos conocimientos suficientes para desenvolverse, tocando los ritmos más básicos, y algunos, los menos, alcanzaban las más altas cotas de virtuosismo tamborilero.
  Respecto a los instrumentos, antaño, no era fácil hacerse con una gaita y un tamboril lo suficientemente buenos, y, a veces, incluso eran los propios tamborileros quienes tenían que fabricarlos.
   En lo referente a las gaitas, debido a la complejidad que conlleva su elaboración -fabricar una y lograr que tenga un buen sonido no es nada fácil-, casi siempre las adquirían a algún artesano “de probado oficio”.
   En cuanto al tamboril, el proceso era distinto; habitualmente, los tamborileros lo heredaban de algún pariente cercano: padre, abuelo, tío, hermano..., o bien, cada uno construía el suyo.
   Los tamboriles podían tener diferentes hechuras, unos estaban hechos con una caja de metal y otros, la gran mayoría de ellos, la tenían de madera. Para hacer estos últimos, se cogía una tabla con las
Tamboril charro
medidas apropiadas, eligiendo algún tipo de madera que se pudiera moldear con facilidad, y con ella se elaboraba la caja, continuando después haciendo los aros y añadiéndole los parches, las cuerdas, abrazaderas....
   También existían tamboriles -muy pocos, por lo costoso de su fabricación- que se construían vaciando el tronco de un árbol; estos, aparte de su gran valor etnológico, resultaban bastante pesados y, lo que es aún peor, con frecuencia, el sonido que emitían no era demasiado bueno.

   Así como las gaitas se vendían, compraban e intercambiaban con mucha frecuencia, los tamboriles casi nunca abandonaban el ámbito familiar, pasando de padres a hijos, hermanos, nietos, sobrinos… Para cualquiera de estos músicos, su tamboril no era un simple instrumento de percusión, significaba mucho más que eso; lo consideraban una parte más de ellos mismos, casi un apéndice de la propia persona -de hecho, el nombre de tamborilero deriva de este instrumento- y deshacerse de él, vendiéndolo, era algo impensable.
   Entre tamborileros, era una norma no escrita pero real: Nunca se preguntaba a un colega el precio de su tamboril, y, llegado el caso, si esto ocurría, la respuesta era siempre la misma:
   - Este tamboril no tiene precio, porque no se vende.

 Uno de estos músicos de la vieja escuela, la de los autodidactas; con un tamboril heredado; orgulloso de su condición de tamborilero, era el tío Quico, de Mieza (Salamanca) -En la década de 1960 ocurrieron los hechos que a continuación describo, y me fueron contados por el propio protagonista de la historia, años más tarde-
   Este hombre, había heredado el “oficio” y el tamboril de un hermano suyo, muerto prematuramente.  Quico hablaba de él, casi con veneración:
     - Mi hermano sí que tocaba bien, lo hacía muchísimo mejor que yo; el pobre murió joven y fue entonces cuando decidí yo dedicarme a esto.

   El tamboril de nuestro tamborilero era muy bueno. La caja, de madera, estaba hecha con una tabla convenientemente arqueada hasta completar un cilindro totalmente redondo, lo cual es difícil con estos materiales, en el que se fundían los extremos en una unión perfecta. Tenía un buen tamaño (unos 50 cm de altura y unos 40 cm de diámetro, aproximadamente), no pesaba mucho y tenía un sonido excelente.   
  Un tamborilero del vecino pueblo de Cerezal de Peñahorcada, en más de una ocasión, había pretendido comprar a Quico su tamboril, a sabiendas de que era una mercancía intransferible, y siempre había recibido la correspondiente negativa a su venta.

   Un año, durante las fiestas que celebran en Mieza, en honor a la Virgen del Árbol (8 de septiembre), una noche estaba el tamborilero tocando en un bar y algunos paisanos, a esas horas muy contentos, alentados por la ingestión de vino y otras bebidas espirituosas, se divertían de lo lindo bailando al son de Quico.
La gente de La Ribera es muy alegre y, a la vez, muy laboriosa; a la hora de trabajar, se dedican con
gran tesón a sus quehaceres -ganar terreno a las vertientes del Duero, en forma de bancales, fue un trabajo titánico; pero no lo hicieron titanes, sino estos hombres y mujeres- , pero cuando están de fiesta, se dedican a esta, si cabe, con más ahínco aún; disfrutando plenamente del jolgorio.
Bueno, pues aquel día la fiesta se prolongó más de lo recomendable, ¡eran ya pasadas las once de la noche! y en esa época, a partir de ciertas horas, no estaba permitido meter ruido en los bares ni en la calle porque interfería con el sueño de los vecinos y éstos tenían derecho a dormir (en la actualidad, cuando hay verbenas en las plazas de los pueblos hasta las tres de la madrugada, tiene uno la sensación de que este derecho ya no existe). 
Llegó la Guardia Civil al bar donde los miezucos bailaban, al son de la gaita y el tamboril, y, debido a "lo avanzado de la hora”, decidieron acabar de inmediato con el jaleo.
Hubo algunas protestas de la gente, por fastidiarles el divertimento; algunos solicitaron a los guardias una prorroga y éstos se enfadaron; entonces, el sentido de la autoridad se ejercía sin miramientos, y, como no se puede sancionar a nadie por bailar, quien “cargó con el mochuelo” fue el tamborilero, que para eso era quien “metía el ruido”, a quien decidieron imponerle una multa.
El pobre Quico no se lo creía: él, que había dejado de tocar cuando se lo indicaron los guardias, y que no había protestado en absoluto, resultó ser el chivo expiatorio de todo el asunto.
   El hecho fue muy comentado en el pueblo y nuestro tamborilero estaba enfadadísimo; no era sólo el importe de la multa lo que le dolía, lo peor de todo era que él, un hombre formal y respetuoso al máximo con las normas de convivencia, había sido multado como si fuera un vulgar delincuente. Todos eran igual de “culpables”, pero la autoridad sólo le había sancionado a él.
 Esta deshonra pública le dolió profundamente y, como todo había ocurrido por tocar el tamboril, se prometió a sí mismo no volver a hacerlo jamás…renunciaba a ser tamborilero.  
 A los pocos días, no sabemos si de forma casual o premeditada, el tamborilero de Cerezal, que en otras ocasiones había pretendido comprarle el tamboril, pasó por Mieza, se acercó a la casa de Quico, que aún continuaba muy enfadado, y esta vez sí consiguió que se lo vendiera. Éste, al fin y al cabo, había decidido dejar de ser tamborilero y no tenía intención alguna de volver a tocarlo más; si encima el otro mostraba tanto interés por él, por qué no iba a vendérselo.
 Es sabido que uno, cuando está enfadado, no debe tomar decisiones importantes pues luego, casi siempre, acaba arrepintiéndose; aunque, en este caso, la decisión adoptada por Quico parecía haber sido acertada ya que pasaban los días y él, anímicamente, se encontraba muy bien.   

El tiempo, que nunca se detiene, siguió su curso y se aproximaba la Fiesta del Ofertorio (Las Madrinas); esta fiesta, entonces, se celebraba en Mieza, en honor a la Virgen del Rosario, el día 7 de octubre.
 Cuando las madrinas de aquel año se dirigieron a Quico, requiriendo sus servicios, para que tocara el día de la Virgen, éste les notificó que, tras lo ocurrido en la pasada fiesta de septiembre, había perdido la ilusión de ser tamborilero y que ya no iba a volver tocar más.
Como prueba de que sus intenciones iban en serio, les informó que incluso había vendido su tamboril. 

 Aquel año, cuando llegó el Día de las Madrinas, éstas tuvieron que contratar al tamborilero de un pueblo vecino y Quico acudió a la ceremonia del ofertorio como un ciudadano más, convencido de que la decisión que había adoptado, de no volver a ejercer de   tamborilero, era la más apropiada.  A pesar de todo, sintió una sensación extraña; durante muchos años, siempre había sido él quien había acompañado a las madrinas durante El Ofertorio y era la primera vez que acudía como un simple espectador.
Un caballero, si no tiene caballo, deja de ser caballero; del mismo modo, un tamborilero, sin tamboril, ya no es tamborilero. Así lo había considerado Quico hasta entonces, plenamente convencido de que la decisión de renunciar a tocar el tamboril y, además venderlo, había sido acertada. No obstante, el escuchar los sones de gaita y tamboril por las calles de Mieza, interpretados por el colega del pueblo vecino, no le dejó indiferente.

Aquella noche, a la hora de acostarse, el "ex tamborilero" no tenía sueño alguno y sentía un desasosiego interior que no sabía explicar muy bien. Dicen que "la mejor almohada para dormir es tener una conciencia tranquila" y aquella noche la conciencia del tamborilero no lo estaba.
Tardó mucho en conciliar el sueño y, cuando por fin lo logró, éste no alcanzó el grado de profundidad que es deseable; aquello, ni de lejos era un sueño reparador sino todo lo contrario; sólo pudo alcanzar un nivel de sueño muy superficial y las horas que permaneció en la cama se mantuvo en un nivel semi-vigil, (medio despierto-medio dormido). En este estado de semiinconsciencia, acudieron un montón de ideas a su cabeza.
 Aquellos pensamientos, que durante toda la tarde habían permanecido en su subconsciente, afloraron de golpe y con gran nitidez a su mente, haciéndose plenamente conscientes; fue entonces cuando comprendió qué es lo que realmente le pasaba (Los psicoterapeutas cobran dinero a sus pacientes por trabajar con ellos para lograr que hagan conscientes los pensamientos que tienen ocultos en su subconsciente; en cambio, a Quico, este proceso le salió barato: le fue suficiente apoyar la cabeza en la almohada y estar medio adormilado, para que estos pensamientos llegaran en tropel)

   Las preocupaciones que se habían hecho conscientes al acostarse, y que interferían el sueño de este hombre, estaban relacionadas con la decisión de haber abandonado el oficio de tamborilero. El firme convencimiento de haber tomado una decisión correcta, al vender su tamboril porque no iba a volver a tocarlo, había desaparecido.
 Tantos años de ser el tamborilero del lugar, no podían ser olvidados de la noche a la mañana: Por un lado estaba la gran afición que había desarrollado durante tanto tiempo y, por otro, la obligación que sentía hacía su hermano, de quien había heredado su tamboril, al morir este. ¿Pero quién era él para desprenderse de algo que era patrimonio de la familia? ¿Dónde se ha visto que un tamborilero venda su tamboril? ¿Quién iba a acompañar en el futuro a Las Madrinas; a tocar el Baile de La Bandera en la fiesta y a acompañar en las bodas y demás celebraciones a sus paisanos? Sí, podían contratar al tamborilero de otro pueblo, como había ocurrido en esta ocasión, pero la gente quiere que le toquen lo suyo, lo del pueblo. Además, si no quería ejercer de tamborilero, pues vale… pero es que además estaba el otro tema: la venta del tamboril. Aunque no quisiera tocarlo, nunca debió venderlo; no era un simple instrumento musical, formaba parte de su vida, de su persona y hasta de la familia; lo había heredado de su hermano y, por lo tanto, lo normal es que estuviera en su casa, de donde nunca debió haber salido.
 En cuanto al conflicto con la guardia civil, tampoco era para tanto; todos sus paisanos le habían apoyado dándole la razón; él, en su día, pagó la multa y se acabó...no le debía nada a nadie
(En prueba de solidaridad con Quico, hubiera estado muy bien haber hecho una colecta los presentes en el bar, la noche de autos, y entre todos haber abonado la multa; pero como esto no era una película con final feliz, sino un hecho de la vida real, fue él quien la pagó)

 Todos estos pensamientos estuvieron circulando, constantemente, por la cabeza del tamborilero, a lo largo de la noche. Al llegar la mañana, una vez que se levantó, le dijo a su mujer:
- ¡Mira!, esta tarde cojo la mula -entonces, apenas había coches particulares- y voy a Cerezal. A ver si ******** quiere devolverme el tamboril. No debí venderlo ¡Qué tonto fui!
- ¡Pues claro que no debiste venderlo!, le apoyó la esposa. Cuando uno es tamborilero lo es para siempre. Es tu tamboril ¡cómo no va a devolvértelo!; dile la verdad, que estabas enfadado y ya está. Él también es tamborilero y sabe lo que significa ese instrumento para ti.
- Ya veremos -respondió Quico-. Con lo que le costó hacerse con él, no va a ser fácil; a ver si esta noche el tamboril duerme en casa.

   El tamboril no durmió en casa esa noche; su nuevo propietario estaba encantado con él; era un tamboril excelente, le había costado mucho esfuerzo adquirirlo y se negó rotundamente a revenderlo a su antiguo dueño.
   Cuando Quico volvió a Mieza, estaba desesperado y renegado de la vida. Estaba enfadado consigo mismo, con el colega de Cerezal y con el mundo entero. Del disgusto que traía no quiso ni cenar y se fue directo a la cama con el convencimiento de que le esperaba una noche de insomnio. 
 Su esposa también estaba enojadísima; el tamboril…su tamboril, tenía que volver a casa como fuera; formaba parte del patrimonio familiar y era de ley que estuviese donde nunca debió faltar. Ella, como tamborilera consorte, decidió que debía tomar cartas en el asunto.
    Al día siguiente, la mujer de Quico recorrió a pie los seis kilómetros que separan Mieza de Cerezal, fue directa a la casa del tamborilero de este segundo pueblo y mantuvo una larga charla con éste:  le ofreció más dinero por el tamboril que el que éste había pagado por él…le rogó…le suplico…le dijo que si hacía falta se lo pedía de rodillas…que cómo iba a poder tocar aquel tamboril sabiendo que, en
Cerezal de Peñahorcada
realidad, pertenecía Quico…que su marido estaba muy arrepentido de haberle vendido un tamboril que había pertenecido a su difunto hermano…que por un momento de ira, su esposo iba a vivir amargado el resto de su vida…que ella no podía volver a Mieza sin el objeto de la discordia, que...que…que…
   El caso es que ocurrió lo que tenía que ocurrir. ¡Si es que, lo que no consiga una mujer...! El tamborilero de Cerezal, finalmente, accedió a devolverle el tamboril por el mismo dinero que a él le había costado. Era un hombre honrado y comprendía que el tamboril, aunque legalmente era suyo, moralmente no lo era.
 La esposa de Quico lo metió en un saco, se lo puso al hombro y desanduvo el camino hasta Mieza “la mar” de contenta. Ya estaba oscureciendo cuando llegó al pueblo; al entrar en su casa, el marido reparó en el saco y, sobre todo, en la sonrisa que traía su mujer.
- ¡Toma!, dijo ésta a Quico. ¡Aquí lo tienes! ¡No sabes lo que ha costado convencerlo para que me lo devolviera! ¡Espero que, en toda tu vida, no se te ocurra volver a desprenderte de él!
- ¡Ni por todo el oro del mundo!, contestó este.
   Sacó el tamboril del saco y lo acarició por todos los lados. Era el reencuentro con un viejo amigo que volvía a casa tras un montón de vicisitudes; tensó las cuerdas con las abrazaderas, ajustó la cuerda del parche posterior, cogió la porra (baqueta) y comenzó a tocarlo ¡Cuánto tiempo sin oírlo!  Sonaba estupendamente, como siempre. Le debió parecer música celestial.
-  Fue uno de los días más felices de mi vida. Me confesó el tamborilero.

12 comentarios:

  1. ¡Vaya historia! Me ha encantado. ¿Es real? Por cierto, hablas de gaita y tamboril, pero lo que yo entiendo por gaita si la tocas no puedes tocar el tamboril. Creo que hablamos de instrumentos distintos.
    Un abrazo, primo.

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  2. Me alegro que que te haya gustado. La historia es real, me la contaron los propios protagonistas, Quico y su mujer, muchos años después de que ocurriera. Respecto al asunto de la gaita, efectivamente, se trata de instrumentos diferentes: La gaita charra es la flauta de 3 agujeros que tocan los tamborileros de la comarca de Sayago y los de Salamanca y otras provincias. Estos tocan gaita y tamboril simultáneamente. Respecto a la gaita que tu has debido pensar, es la de fole (o fuelle) que se tocan en Aliste y Sanabria, Asturias, Galicia... Estas las toca un gaitero y quien le acompaña con el tambor siempre es otra persona. Espero haber aclarado tus dudas. Un abrazo.

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  3. Me alegro que te guste. Un psicólogo, le hubiera recomendado a Quico que cuando uno está muy enfadado, antes de tomar decisiones importantes,debe contar hasta 100, 1000 o lo que haga falta, y así lograra evitarse bastantes problemas. Si Quico hubiera procedido así, seguro que no habría vendido el tamboril y la esposa no se habría visto obligada a ir caminando hasta Cerezal para recuperarlo.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Una historia real la mar de curiosa, bonita e interesante y también aleccionadora.
    Tomo buena nota de tu lección sobre la gaita y tamboril por si algún día he de explicársela a alguien.
    -Manolo-

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  6. En las décadas de 1970-80, quedaban muy pocos tamborileros; afortunadamente, eso ha mejorado y, actualmente, rara es la fiesta en la que no vemos a uno de estos personajes actuando. En aquella época, cuando estaban "al borde de la extinción", es cuando visité a Quico y su mujer, en la Fiesta de las Madrinas, y me contaron esta historia. Entonces se celebraba la fiesta el 7 de octubre. Curiosamente, aquel año también caía en domingo, como ocurre este año. Un saludo.

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  7. Me ha encantado la historia tan real y con su moraleja.
    Saludos.
    Rosa.

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  8. Me alegro que te haya gustado. Muchas veces, uno no valora realmente las cosas hasta que le faltan, como le ocurrió a Quico. Un saludo

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  9. SIMPLEMENTE PRECIOSO. Me ha encantado esta historia. Me he introducido tanto que la he ido viviendo y "la veía" en escenas nítidas.

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    1. Me alegro que te haya gustado. Mieza, Cerezal, La Code... No me extraña que guardes imágenes nítidas de esos lugares y de sus paisajes.

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