sábado, 18 de marzo de 2017

Asuntos divinos y profanos II

Una voz “celestial”

   No hace mucho tiempo, en un pueblo de Extremadura, tuve ocasión de leer un letrero, que el cura había colocado en la puerta de  la iglesia, con el siguiente aviso: “Apaguen el móvil durante la misa. Para hablar con Dios, no lo van a necesitar”. Esto me hizo recordar una anécdota que ocurrió hace ya bastantes años.
   Todos sabemos que  los caminos de Dios son inconmensurables,  y que Éste puede manifestarse de las más diversas formas;  pero  hay modos de hacerlo que nunca, por mucha imaginación que le echemos al asunto, podemos sospechar  que ocurra, tal como sucedió aquel día.
   Situémonos  en 1970. En esta época, existía en Barruecopardo un instituto  de bachillerato elemental  que  dependía  del homónimo de Ciudad Rodrigo.  Un día, debían ser entre las cinco y

las seis de la tarde, los alumnos  nos encontrábamos  en clase de religión y el profesor de la asignatura,  uno de los curas del pueblo (entonces había dos) explicaba algún capítulo del Viejo Testamento. En un momento dado, exclamó:
-      Entonces  el Señor dijo…, e hizo un silencio calculado, antes de reproducir, con solemnidad, las palabras dichas por Dios). 
   Nosotros permanecíamos muy atentos, para escuchar lo que había dicho Dios, y  pudimos oír, con toda claridad, las siguientes palabras:  
-   ¡Vaaca, vaaca veeee! ¡Como te dé un estacazo, vas a ir por donde yo te diga!  (Esto es lo que oímos los alumnos, tras la introducción que había hecho el cura).
   Obviamente, estas palabras no salieron de la boca de nuestro profesor de religión. Las había dicho  un hombre que pasaba con sus vacas, en ese momento, por la calle; una de ellas debió desmandarse un poco y su dueño, para restablecer el  orden en el rebaño, le dedicó esos improperios.  El momento coincidió, exactamente,  con  el preámbulo que había hecho el profesor,  para  transmitirnos las palabras divinas, y  el resultado fue que los alumnos  lo único que  llegamos a oír fueron las amenazas que dedicó el dueño a su vaca. 
  El  profesor también oyó las voces del paisano, se dio cuenta de lo ocurrido y, ante nuestras risas, quiso guardar la compostura,  intentando mostrar enfado por lo sucedido; pero se tapaba  la boca con el libro que tenía en la mano  para disimular  una risa floja que intentaba contener.

 - ¡Dios no dijo eso, os lo aseguro! Aclaró el cura, que ya no podía disimular una risa franca. 

sábado, 4 de marzo de 2017

Asuntos divinos y profanos 

El final del invierno

   Los misioneros/as son gente admirable que dedican su trabajo, y su vida, a ayudar a los más necesitados desarrollando una gran labor en los países más pobres. Actualmente,  también existen  ONG que prestan ayuda  a los ciudadanos de otros países en situaciones de pobreza, enfermedad, hambre…, pero, hasta no hace muchos años,  esta labor era desarrollada, fundamentalmente, por este colectivo de hombres y mujeres extraordinarios.
   Aunque pueden ser seglares, en su gran mayoría son religiosos, y allí donde van, además de  acristianar a la gente,  intentan mejorar las condiciones de vida de esas personas prestando ayuda sanitaria, alimentaria, educacional…. Pero, para  desarrollar estas actividades ,  no basta con ser personas virtuosas y tener buenas intenciones, también son necesarios medios materiales; por decirlo de otra forma:  si los misioneros  pretenden  vivir en otros países, construir escuelas, consultorios, capillas,  pozos de agua potable  y una larga lista de cosas,  en aquellos lugares donde realizan su labor,   necesitan dinero y éste nunca es suficiente (ni en las misiones, ni en ningún otro lado, todo hay que decirlo).  Por este motivo,  a mediados del siglo pasado, en las décadas de 1960 y 1970, algunos misioneros, cuando volvían a España de vacaciones desde los países donde desarrollaban su trabajo, aprovechaban su estancia aquí para visitar las parroquias de los pueblos, solicitando ayuda económica, con el fin de poder seguir desarrollando su actividad en aquellos lugares.  En realidad, era una continuación de su labor misionera: aquí recogían lo que podían, y allí lo distribuían después.
  Cuando venían a los pueblos, habitualmente,  lo hacían en tiempo cálido: primavera o  verano; pero  un  año llegaron a nuestro pueblo en la primera quincena de marzo, a finales del invierno. 
En estas fechas,  aunque la primavera cronológica ya está próxima, a veces no ocurre lo mismo con la primavera climática pues el ambiente aún sigue siendo demasiado invernal, manteniéndose las temperaturas excesivamente bajas, como ocurría aquel año.  
   Las iglesias suelen ser lugares bastante frescos; este hecho, que durante el verano es estupendo,  cuando llega el  invierno no lo es tanto, y en los pueblos, como antes en ninguna de ellas había  calefacción, en esta estación eran auténticas neveras.   
Las iglesia suelen ser sitios frescos
   Durante los días que permanecían los misioneros en el pueblo  se celebraban diversos  actos religiosos (rosarios, misas, o simples reuniones)  en el templo, y,  debido a que el  clima, aquel año, aún era bastante frío,  el párroco y los dos misioneros que habían venido al pueblo, en esta ocasión, conscientes de la situación, hablaron del tema y llegaron a la conclusión de que una cosa es ser buen cristiano  y otra quedarse congelado en la templo (debieron pensar que la iglesia católica ya tenía  muchos mártires, y que no necesitaba más), así que acordaron que el número de actos  con los feligreses se mantendría, pero procurando que  duraran el menor tiempo posible.
 
   Las celebraciones religiosas tenían lugar al caer la tarde y, más o menos, transcurrían de este modo: El párroco del pueblo oficiaba el  acto religioso oportuno, acompañado de los  misioneros y, en un momento dado, uno de estos  tomaba la palabra y hablaba a la grey sobre la bondad, la hermandad entre las personas, la desigualdad entre países pobres y ricos, y de lo bien que vivíamos nosotros -según ellos-   mientras que en los países, donde  estaban de misión,  todo eran necesidades… La conclusión final era que   nosotros, como buenos cristianos,  debíamos ser generosos con “los hermanos de los otros países”.
  Todo esto no se resumía a un solo día; los misioneros,  permanecían en el pueblo  dos o tres días y después se iban a otro lugar a continuar su labor.
   En aquella  época, la religiosidad de la gente era  mucho mayor que ahora y lo habitual era que los feligreses acudieran en gran número, a la iglesia.  
  Una noche, en plena celebración,  el misionero que hablaba aquel día debía estar muy inspirado pues, a pesar del clima tan gélido que había en esos momentos en el templo,  olvidó el compromiso que adquirido con los colegas, respecto a la brevedad de las celebraciones,  y llevaba más de media hora hablando sin parar, inmune al frío, mientras los feligreses le escuchaban  “engarañados”.
   Nuestros  paisanos: hombres,  mujeres, viejos, jóvenes y niños, todos ellos, estaban literalmente helados, aguantando estoicamente las palabras del orador, haciendo méritos para ir al cielo.  Éste  seguía con su plática,  como si nada, y,  en un momento dado, comenzó a amenazar con las llamas del infierno a aquellos malos cristianos que no fueran  generosos con los hermanos pobres de los otros continentes (a este tipo de acciones, hoy día, los psicólogos lo llaman chantaje emocional).
   Un hombre de reconocida religiosidad, hasta ese día,  como todos los demás, estaba aterido de frío; encogido, dentro de su abrigo,  tiritaba,  casi le castañeteaban los dientes  y apenas sentía los pies, de lo helados que los tenía. Por su mente pasaban un montón de pensamientos y todos estaban relacionados con el intenso frío que sentía (pensaba en lo bien que estaría en su casa al  brasero, en su mesa camilla. Se juraba a sí mismo que jamás volvería a escuchar  a ningún misionero aunque viniera en pleno  mes de julio; y, finalmente, llegó a la conclusión de que, como siguiera unos minutos más en la iglesia, le iba a pasar algo… y él no tenía madera de mártir).
  Se hallaba sumido en estos pensamientos, cuando oyó la amenaza de “las llamas del infierno para los malos cristianos”,  esto le  hizo recordar la acogedora lumbre que había dejado encendida en su casa, y ya no  aguantó más. Se levantó  del banco en el que se encontraba sentado y pudo apreciar  que todo el mundo le observaba. Hasta el misionero interrumpió la larga charla que estaba dando, mirándole también. Debieron pensar todos que quizá le sucedía algo malo; lo que, en cierto modo, no dejaba de ser verdad ya que el frío que tenía el hombre no era nada bueno.

   Pero nuestro paisano ya sólo pensaba  en su lumbre; se imaginaba lo bien que estaría sentado en la chimenea de su cocina, calentando el cuerpo por fuera, e incluso tomándose además una copa de coñac, para calentarlo también por dentro, y tomó una decisión irrevocable: no aguantaba en la iglesia un minuto más… se iba para casa. Allá los demás si querían seguir pasando frío;  por él,  podían seguir escuchando al misionero “hasta  el Día del Juicio, por la tarde”.
   A las personas, generalmente,   les avergüenza abandonar una celebración, sea religiosa, o de cualquier otro tipo, sin que ésta haya acabado;  pero este hombre estaba desesperado por el intenso frío que tenía  y, a pesar de que todos continuaban mirándole,  ya nada podía detenerle.
   Dirigió sus pasos hacia la salida del templo y cuentan que, en el trayecto, hasta llegar a la puerta, alguien le oyó mascullar:

-         ¡Qué suerte tienen los malos cristianos! ¡Lo a gusto que deben estar en el infierno!