viernes, 27 de mayo de 2016

El Pasquali

   A finales de la década de 1960, aunque en España ya habíamos iniciado una importante industrialización,   seguíamos siendo un país predominantemente agrícola donde los métodos de trabajo, en el campo, apenas habían  evolucionado. En lo que respecta a la mecanización, ésta era muy escasa: se seguía arando con yuntas de ganado, los productos eran transportados en carros tirados por animales, aún seguían haciéndose muchas labores manualmente…. Esto condicionaba que los agricultores y ganaderos tuvieran que realizar un trabajo inmenso, totalmente desproporcionado al beneficio que finalmente obtenían; de ahí que, en esa época, la mayoría de la gente que vivía del campo ganaba, prácticamente, lo justo para su supervivencia.
   Con el fin de  mejorar esta situación, existía el Servicio de Extensión Agraria;  creado en 1955,  era un organismo dependiente del  Ministerio de Agricultura cuyo fin era mejorar las condiciones de vida de la gente de los pueblos, enseñando a los campesinos a aumentar la productividad de sus explotaciones.
   Este organismo, realizaba su actividad a través de oficinas o agencias que estaban ubicadas en  localidades que eran, habitualmente, cabeceras de comarca -en nuestro caso, la oficina que nos correspondía estaba en Vitigudino-  y, desde estas agencias, los técnicos desarrollaban su labor organizando reuniones con los agricultores a quienes daban charlas  sobre nuevos métodos de cultivo, diferentes razas de ganado, empleo de nueva maquinaria…,unas charlas que se complementaban, en ocasiones, con  demostraciones prácticas en el terreno. Lo que se pretendía, con estas actividades, era modernizar el medio rural, un hecho que no siempre era bien entendido por nuestros paisanos, acostumbrados a unas formas de trabajo, aprendidas de sus abuelos, que apenas habían evolucionado a lo largo del tiempo.
  Aunque el servicio que prestaba dicho organismo era gratuito, a menudo, los agricultores y ganaderos mostraban  indiferencia, e incluso aversión, ante  todos aquellos cambios que proponía el personal de Extensión Agraria; sirva como muestra lo que ocurrió en cierta ocasión cuando un ingeniero agrónomo se disponía a dar una charla y, antes de comenzar la misma, alguien le comentó al compañero de al lado: “qué  coños sabrá este hombre de agricultura, seguro que no ha cogido  un arado en su vida”  (la frase es literal, con los coños  incluidos).
  Con el tiempo, en el campo, los sistemas de producción fueron modernizándose; en los  pueblos fue mejorando progresivamente el nivel de vida, sobre todo a raíz del ingreso de  España en la UE, y, gracias a ello, en la actualidad, podemos decir que se puede vivir del campo dignamente.
   
   Pero bueno, volvamos a la década de 1960, concretamente, a Vitigudino.  En ese pueblo, “desde siempre”, cuando llega el martes, sus calles están muy animadas pues la gente de la comarca, aprovecha ese día  para ir a hacer compras y para reencontrarse con paisanos de otros pueblos (además, este segundo día de la semana, la gente acudía también al mercado de ganado que hubo hasta hace unos años).       
   Sisenando era uno de estos comarcanos que no faltaba nunca a la cita de los martes en Viti, y llevaba un tiempo madurando la idea de comprar un tractor. Aún estaba indeciso  sobre el modelo que quería y cuando coincidía con algún hombre que ya lo tuviera -en esa época eran contados los agricultores que tenían tractor- , le pedía su opinión. Naturalmente, cada uno hablaba del asunto según su propia experiencia y como ésta era diferente, dependiendo de cada informante, en vez de disiparse sus dudas, cada vez se encontraba más confundido.  
   En realidad, él tenía una idea muy clara: deseaba un tractor potente y que no valiera mucho (quería “un imposible”, como decimos por aquí). Algunos, en su pueblo, habían comprado “Pasqualis”, unos tractores que fueron muy populares en su momento ya que se ajustaban bastante bien a sus  necesidades y, sobre todo, porque eran más económicos; pero él pretendía comprar un  tractor grande  “a precio de Pasquali”.
Pasquali (foro de tractores antiguos)

   Aquel día, aunque continuaba aún con  algunas dudas, ya estaba decidido a comprar el tractor y no quería esperar más tiempo. Había echado sus cuentas y, con los ahorrillos que tenía, más un pequeño préstamo, estaba en condiciones de adquirir  un flamante Pasquali;  pero,  antes de cerrar la compra, decidió acercarse a la Oficina de Extensión Agraria a buscar asesoramiento. Esta gente ha estudiado y sabe mucho de esas cosas, a ver qué me aconsejan -pensaba Sisenando mientras se dirigía hacia allá-.
   La suya era una lucha entre el deseo y la realidad pues, aunque realmente quería otro tipo de tractor, el sentido común le decía que debía comprar un Pasquali ya que era el que mejor se adaptaba a su presupuesto. Lo que pretendía  con su visita, a la  Agencia de Extensión Agraria, era  que le hablaran de las virtudes de estos pequeños tractores para que le desaparecieran todas sus posibles dudas y así, ya, plenamente convencido, realizar la compra y a rodar (vamos, que necesitaba un “empujón final” y esperaba recibirlo allí).
  Al entrar en la oficina  le recibió una administrativa y, tras explicarle el motivo de su vivita, ésta le hizo pasar a un despacho donde un técnico, amablemente, le recibió.  Sisenando, se sentó en la mesa, frente al funcionario, y  le indicó su intención:
 - Verá,  quiero comprarme un tractor y venía a que me informara usted. Yo he  pensado en hacerme con un Pasquali, en mi pueblo hay varios que  lo tienen y están contentos con él. ¿Qué le parecen esos tractores?
  El funcionario debió pensar que si alguien ha decidido comprar un Pasquali, lo que debe hacer es ir al concesionario, elegir  modelo y ajustar la compra;  por lo que no se explicaba muy bien qué hacía allí  aquel hombre pidiendo información sobre el mismo. Pero bueno, buscaba  asesoramiento, y había que dárselo.  
  - Está muy bien que compres un tractor, es un vehículo imprescindible, hoy día, para el campo. Podrás trabajar más, con menos esfuerzo,  y te será muy útil en casi todas las labores. En cuanto al modelo, todo depende de las  necesidades de cada uno, y, evidentemente, del dinero que  quiera gastarse. Hay distintos modelos  y cada uno tiene sus ventajas e inconvenientes; pero, si se puede, lo ideal es comprar el mejor posible. Ten en cuenta que vas a trabajar muchos años con él y lo vas a amortizar con creces.  Los Pasquali, aunque son buenos, tienen menos caballos que los otros, llevan  menos arados,  y  los remolques son más pequeños. Su ventaja está en el precio, claro está,  pues valen menos. Pero yo, si estuviera en tu lugar, y pudiera, me compraría un  modelo  con más potencia. Permiten llevar unas vertederas y  cultivadores  mayores…van más deprisa...los remolques son más grandes y permiten más carga… ¡Ah!, y otra cosa muy importante, además tienen cabina.
   Sisenando escuchaba con atención al técnico y lo que oía no le hacía gracia alguna pues no hacía más que  confirmarle lo que él ya había pensado anteriormente. En esta vida siempre ocurre lo mismo: lo mejor siempre es más caro. Por supuesto que él prefería un tractor más grande; de hecho, ya le había “echado el ojo” a un John Deere; pero, para poder adquirir ese tractor, los ahorrillos se quedaban muy cortos y  necesitaba un préstamo bastante considerable.   
-   La cabina es lo de menos, dijo Sisenando con desdén. Se abriga uno en invierno y ya está.
-   Estás equivocado, respondió el de Extensión Agraria, la cabina es muy importante. Te protege de las inclemencias del tiempo, evita que respires el polvo cuando ares o hagas otras faenas, y te proporciona seguridad ¡imagínate que vuelcas! Además, tiene otra ventaja muy importante que ya se me olvidaba… 
   Sisenando sopesaba las palabras de su interlocutor y coincidía con él en que los otros tractores tenían más virtudes que los Pasquali, incluso él también  había considerado, previamente, el hecho de que estos últimos no tenían cabina y por tanto no podían protegerle  del sol, el frío, la lluvia, el polvo y ante los posibles vuelcos, lo cual era ya un importante factor a favor de “los otros modelos”; hasta ahí habían llegado sus elucubraciones particulares, en lo referente  a los beneficios de la cabina. Por eso, cuando oyó hablar al técnico “de otra ventaja muy importante” añadida a todo lo anterior,  quedó algo intrigado y no dudó en preguntar a su interlocutor:  
-  ¿Y qué otra ventaja muy importante  tienen los  tractores con cabina?
-  Mira, una cabina, además de  todo lo dicho anteriormente, impide que tengas que oír el ruido que produce el motor del tractor, y ten en cuenta que si uno está oyendo sonidos altos, durante mucho tiempo, acaba quedándose sordo.
     A estas alturas de la entrevista,  Sisenando estaba muy irritado por el rumbo que había tomado la conversación. Había entrado allí para que le hablaran de las bondades de los Pasquali, para   reafirmarse en la idea de que éste era el modelo que le convenía, y resulta que el técnico no paraba de alabar las virtudes de los otros modelos; por ello, su enfado, por momentos, iba en aumento. ¡Cómo se notaba que quien tenía que “aflojar la bolsa”, si quería comprar un tractor, era él y no el funcionario de Extensión  Agraria!, así que al oír este último beneficio que ofrecía el tener un tractor con cabina, explotó.
-  ¡Mire usted! ¡Eso que dice de la cabina y los sordos es mentira!
-  ¿Cómo que es mentira?, preguntó el otro, muy  extrañado. Eso está demostrado y hay evidencias de ello. Mira, te voy a mostrar un folleto  donde pone el ruido que puede llegar a producir el motor de un tractor y las consecuencias que eso acarrea  en los oídos.
-  ¡No me hace falta ver ningún folleto! ¡Eso es mentira, y la evidencia, de que lo es, está en mi pueblo! ¡Yo se la enseño a usted cuando quiera!
  Las palabras de Sisenando pillaron totalmente desprevenido al técnico, que preguntó:
-      ¿Y qué evidencia hay en tú pueblo, de que lo que digo no es verdad?
-      Verá usted –respondió Sisenando - , la evidencia que hay en mi pueblo es Miguel “El Pelanas”. Es el  único sordo que hay en todo el pueblo, y siempre ha arado con burros.

Post data.  Sisenando, a los pocos días de pasar por la oficina de Extensión Agraria, por fin compró un tractor…aunque no fue un Pasquali  (No sé si el hecho de evitar quedarse sordo influyó  o no en la decisión, pero al final compró un tractor John Deere.  Por supuesto…con cabina)



jueves, 12 de mayo de 2016

La muerte pelada

El amor es ciego, pero el matrimonio le devuelve la vista (Lichtenberg)

   Hace ya bastante tiempo, había un matrimonio que llevaba muchos años casado, había quedado ya muy atrás esa etapa inicial de amor ciego propia de los recién casados y, aunque ambos cónyuges “habían recuperado la vista”, mantenían una buena convivencia.
  Ambos, tenían caracteres muy opuestos pero se complementaban muy bien. Ella era  muy  pesimista, sus pensamientos siempre eran muy negativos, y vivía con un constante temor a ser víctima de todo tipo de desgracias. Una persona así, como no puede ser de otro modo, suele ser  hipocondriaca, y ella lo era. El médico le había dicho multitud de veces que no tenía enfermedad física alguna, mas ella estaba convencida de tenerlas casi todas. Actualmente, posiblemente la hubieran catalogado como fibromiálgica; pero, en aquellos tiempos, “no existían estas enfermedades modernas” y, entre el vecindario, pasaba, simplemente, por ser una mujer algo más rara de lo habitual.  En cambio, él, vamos a llamarlo  Gabino, era un optimista impenitente, con unos pensamientos siempre positivos: dicharachero, con un humor envidiable y unas ganas de chanza permanentes, participaba de la opinión de que “para allá te has de llevar, sólo lo que te puedas tomar” y se aplicaba a ello con fruición pues le gustaba comer opíparamente  y catar el vino cuando al ocasión lo requería (ya se ocupaba él de que las ocasiones no faltaran, pues  era un  cliente asiduo de la taberna, lugar que para él era un auténtico templo de la felicidad). Vamos, que era un “viva la Virgen” como decimos por aquí.
   Una noche, al volver Gabino a casa  -del bar, por supuesto-  encontró la puerta cerrada por dentro, algo inhabitual, y le extrañó mucho ya que, como antes ocurría en los pueblos, siempre estaba abierta, o como mucho, entreabierta. Como no llevaba la llave, llamó varias veces y al ver que  nadie contestaba pensó que la mujer habría salido; estaba a punto de regresar a la taberna “obligado por las circunstancias”, cuando desde el interior de la casa escuchó a  su esposa preguntar
-      ¿Quién es?
-     ¡Quien coño va a ser,  pues yo! , respondió el marido extrañado.
   Oyó cómo la mujer descorría el cerrojo que tenía la puerta por dentro y, una vez abierta, vio que ésta, desde el umbral, miraba ambos lados de la calle con atención como si temiera que hubiera alguien por allí.  El marido,  cada vez más extrañado,  volvió la cabeza y  recorrió con la mirada toda la calle, observando que estaba totalmente vacía. Allí no había persona ni animal alguno.
-  ¿Qué pasa? ¿Por qué has cerrado la puerta por dentro, y qué miras ahí fuera? ¿Ha venido alguien a robarnos? Si es así, pobre ladrón, como no tenga mejores sitios donde robar, está apañado.  
- ¡Déjate de tonterías!, contestó la esposa, muy molesta por la broma. Aquí no ha venido nadie, ni a robar, ni a ninguna otra cosa.
-  Entonces… ¿qué es lo que pasa?, preguntó el marido mientras pasaba al interior de la vivienda.
  Una vez dentro, la mujer enseguida cerró la puerta, echó el cerrojo y entonces contestó al marido.
-   Es que estoy muy preocupada y tengo mucho miedo,  por eso había cerrado la puerta. Ha muerto el padre de fulanito.
-   Bueno y qué, por eso no hay que preocuparse en absoluto. Estaba muy malo, le llegó la hora y ya está.  En fin, que nos espere “pallá” mucho tiempo. ¿Qué tenemos para cenar? 
-  Tú no lo entiendes, dijo la mujer muy angustiada.  Si ha muerto es porque ha venido la muerte a por él. Y yo es que no sé cómo es la muerte ¿Tú lo sabes?
Gabino miró a la esposa sorprendido por la pregunta. Esta mujer- pensaba para sus adentros- ya está con otra de sus extravagancias.    
-  ¡Y yo que voy a saber! -contestó - Los únicos que de verdad lo saben son aquellos que se han muerto, como no se le preguntas  a alguno de ellos.  
-   ¡No digas estupideces!, respondió ella cada vez enfadada ¿Cómo voy a preguntarle a un muerto?
-   Pues un vivo no creo que te lo pueda decir mucho, respondió el marido. Te podrá decir cómo es la vida, o como la ve él; pero dudo yo que pueda decirte cómo es la muerte. Anda vamos a cenar, no sea que nos muramos esta noche. Al menos, que nos pesque con la barriga llena…y alegra esa cara mujer, nosotros estamos vivos y sanos.
-  Yo no estoy buena,  tú bien sabes lo que yo llevo padecido hasta ahora. El médico dice que son los nervios, pero yo sé muy bien  lo mala que estoy.
-  Dirás lo mala que eres a veces -bromeó Gabino-  que es distinto. ¡Esta mujer!, mira con lo que sale ahora…pero si estás mejor que yo. Seguro que me muero yo mucho antes que tú. Mira, como me voy a morir antes que tú, cuando vea a la muerte en el más allá, vuelvo un día, te cuento cómo es y así ya lo sabes.  Anda vamos a cenar, y olvídate del tema.
 Gabino pensó que el asunto había quedado zanjado, pero la mujer, como no había quedado convencida por la respuesta, al día siguiente, antes de que el marido saliera de casa,  insistió sobre el asunto.
-  Gabi,  mira a ver si te enteras de cómo es la muerte, que yo lo quiero saber “pa estar al tanto” y conocerla cuando me llegue la hora. Que yo, con lo mala que estoy,  sé que voy a durar poco.
-  Si da igual conocerla o no. De todos modos va a llegar igual, y cuando te llegue la hora no vas a poder evitarla. Fíjate en mí que, ni sé como es, ni me interesa saberlo, respondió el esposo, harto de tanta insistencia.
-  Ya sé que a ti te interesan poco las cosas. Bueno sí, lo que te interesa es ir al bar todos los días,  que tu mujer te tenga la comida hecha  y antes, cuando éramos más jóvenes, “lo otro”. En cambio mi salud…eso si que no te interesa nada.
-  ¡Cómo que no me interesa nada!  Estás muy equivocada, claro que me interesa. Fíjate, todos los días, cuando llego al bar y pido el primer vaso de vino, siempre brindo por la salud de mi mujer, para que me dure mucho.
-  Me da igual si brindas por tu mujer, y por quien te dé la gana. A mí lo  único que me interesa  saber es cómo es la muerte, contestó irritada la esposa. Así que pregúntale a alguien que lo sepa.
   Cuando volvió Gabino a casa, la esposa lo primero que hizo fue preguntarle que si ya se había informado sobre cómo era la muerte, y él, para salir del paso, lo explicó así:
-   He preguntado sí… a más de uno…y nadie sabe como es la muerte;  eso sí, todos opinan que es fea y fría, como algo pelado….sin pelo, ni plumas.
     La mujer pareció conformarse con la explicación y durante unos días  no volvió a hablar  del tema; pero si el marido había pensado que iba a olvidarse tan fácilmente del asunto, estaba apañado. La parienta volvió a insistir, machaconamente, sobre lo mismo:
 - Gabi yo no estoy tranquila del todo. Dices que la muerte es algo pelado, pero ¿qué es lo que está pelado? Mira que yo sé que voy a durar poco y quiero saberlo bien.
- ¡Y yo que sé! , contestó el marido exasperado por lo cargante que se estaba poniendo la mujer con el asunto de la muerte. Estoy seguro que, cuando llegue el momento, lo sabrás, tú no te apures.
- Pero yo es que lo quiero saber ya, protestó ésta.
  Al día siguiente, el hombre, que estaba  ya hasta  ******* del asunto,  decidió gastarle una broma a la mujer con el fin de asustarla, y para que se olvidara de una vez por todas de la muerte. Cogió una gallina, la desplumó y cuando llegó la noche, como la mujer solía acostarse antes que él, una vez que comprobó que ya se encontraba dormida, tiró el ave encima de la cama. Ésta, al despertarse y ver aquel animal tan raro se asustó mucho,  se metió debajo del catre y desde allí  dijo:  
-   ¡Mira, que yo no quería verte! ¡Es mi marido el que tanto  preguntaba por ti! ¡Ve al comedor, que Gabino está allí! ¡Seguro que es él, a quién andas buscando!


jueves, 5 de mayo de 2016

El hombre informal

   El estereotipo que se tiene de los salmantinos es que somos  austeros, secos -a veces, incluso  antipáticos-, muy apegados a nuestra tierra, leales, formales y muy cumplidores de la palabra que damos. Claro que los estereotipos no siempre se cumplen, sirva de muestra lo que ocurrió una vez en Cerezal de Peñahorcada. 

Frontón de Cerezal
   Ya hace bastante tiempo, vivía en ese pueblo un hombre que era poco cumplidor de su palabra. Cuando un hombre no respeta su palabra, es que no se respeta a sí mismo; y si no se respeta a sí mismo, mucho menos respeta a los demás. No son compañías deseables.

   Bueno, pues este hombre una vez pidió prestados veinte duros a un vecino y le prometió que, antes de un mes, se los devolvería (La unidad monetaria que hubo en España, hasta enero del  año  2002,  era la peseta, pasando a serlo, a partir de esa fecha, el euro que es la unidad monetaria actual.  Un duro equivalía a cinco pesetas, luego veinte duros correspondían a cien pesetas y, aunque en la actualidad, con esa cantidad de dinero, apenas podríamos comprar nada -veinte duros  equivalen a unos 60 céntimos de euro-, en la primera mitad del siglo XX era una cantidad de dinero importante).
   El convecino, vamos  a llamarlo Ramiro, hizo pasar al paisano, que le había pedido prestado el dinero, hasta la cocina y de un vasar cogió una taza en la que guardaba, exactamente, veinte duros. Tomó el dinero y se lo dio,  diciéndole:
   - Aquí tienes fulanito, devuélvemelos lo antes posible. Sabes que a mí no me sobra el dinero.
  Pasaba el tiempo y el deudor no devolvía a Ramiro el dinero  que éste le había prestado.   
   Una tarde, el tramposo fue a visitar a su bienhechor y no  lo hizo, precisamente, para devolverle los veinte duros que éste le había dejado; el motivo de la nueva visita era  para pedirle prestados otros veinte duros, ya que tenía una gran necesidad.
   Otro, en su lugar, hubiera despachado al deudor  con “cajas destempladas” pero Ramiro debía tener un autocontrol mental envidiable pues, cuando escuchó la petición del moroso, no dijo nada. Le hizo pasar amablemente hasta la cocina de su casa, llegó hasta el vasar y cogió la misma taza de donde había sacado el dinero la vez anterior,  metió la mano en ella y la sacó vacía.

   - Mira, dijo mostrándole la taza. No hay nada. Si me hubieras devuelto los veinte duros, ahora podría prestártelos otra vez y sacarte del apuro. Como no lo hiciste, no te los puedo dejar